El hombre inquieto (35 page)

Read El hombre inquieto Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
2.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se durmió en el sillón y se despertó sobresaltado. Prestó atención a los ruidos de la noche estival: los ladridos de Jussi lo habían arrancado del sueño. Se levantó con la camisa empapada de sudor, algo habría soñado.
Jussi
no solía ladrar sin motivo. Cuando empezó a caminar, se dio cuenta de que se le habían entumecido las piernas. Fue reanimándolas mientras seguía atento a los sonidos de la penumbra.
Jussi
había dejado de ladrar.

Wallander salió a la escalinata y el animal empezó a dar saltos y a gruñir ante la valla. Wallander miró a su alrededor. «Será un zorro que anda merodeando por los alrededores», se dijo. Cruzó la explanada. La hierba despedía un aroma intenso. No soplaba el viento, todo estaba en calma. Acarició a
Jussi
detrás de las orejas. «¿Por qué ladrabas?», le preguntó en un susurro. «¿Has visto un animal? ¿O acaso los perros también tienen pesadillas?» Se acercó a la linde de la plantación y orinó mientras contemplaba los campos cultivados. Todo eran sombras, el difuso presentimiento de la luz de la mañana al este. Miró el reloj. Las dos menos cuarto. Se había pasado cerca de cuatro horas durmiendo en el sillón. Se estremeció de frío por la camisa húmeda, volvió a entrar y se acostó en la cama, pero no lograba conciliar el sueño. «Kurt Wallander piensa en la muerte tumbado en la cama», declaró en voz alta. Y así era. Estaba pensando en la muerte. Claro que eso era algo que hacía a menudo. La muerte había sido un componente más de su existencia desde el día en que, siendo muy joven, recibió una cuchillada a unos míseros centímetros del corazón. Cada mañana veía el rostro de la muerte en el espejo. Pero ahora que no podía dormir, la sentía súbitamente cercana. Tenía sesenta años, era diabético, sufría algo de sobrepeso, no se cuidaba como debía, hacía poco ejercicio, bebía demasiado, comía mal y de forma desordenada. De vez en cuando se obligaba a mantener una disciplina que no tardaba en abandonar. Y de pronto, tendido como estaba en la penumbra, sintió pánico. Ya no contaba con ningún margen. Ya no tenía nada entre lo que elegir. O cambiaba su estilo de vida de un modo radical o sufriría una muerte prematura. O intentar llegar a los setenta o contar con que la muerte podía presentarse en cualquier momento. En ese caso, Klara se quedaría sin abuelo, del mismo modo en que, por razones aún sin aclarar, había perdido a su abuela paterna.

Se mantuvo despierto hasta las cuatro de la madrugada. El miedo iba y venía como en oleadas. Cuando por fin se durmió, tenía el corazón encogido de dolor, pues la mayor parte de su vida había quedado atrás irrevocablemente.

Acababa de despertarse poco después de las siete, cansado y con dolor de cabeza cuando, de pronto, sonó el teléfono. En un primer momento pensó en dejarlo sonar. Seguramente sería Linda, que llamaba para satisfacer su curiosidad. Linda podía esperar y, al ver que no respondía, supondría que estaba dormido. A pesar de todo, saltó de la cama al cuarto timbrazo y descolgó el auricular. Era Ytterberg que sonaba bien despabilado y lleno de energía.

—¿Te he despertado?

—Casi —respondió Wallander—. Intento estar de vacaciones, pero de momento no me sale muy bien.

—Veamos, seré breve, pero sospecho que quieres saber qué es lo que tengo en este momento en la mano. Un documento del instituto forense. De un tal doctor Anahit Indonyan. Me llevó un buen rato averiguar que era una mujer.

—Vaya nombre tan curioso —convino Wallander.

—Nuestro país se está inundando de nombres curiosos —replicó Ytterberg con amargura—. Claro que no lo digo como algo negativo, es más bien una mala costumbre que debemos combatir, hemos de asumir que ya no todo el mundo se llama Andersson.

—Bueno, Wallander e Ytterberg no están mal —observó Wallander—. No creo que haya más de unos pocos miles en todo el país.

—Anahit Indoyan —repitió Ytterberg—. Según la información que he recabado por pura curiosidad, es armenia. Escribe un sueco impecable. El caso es que ha hecho un análisis de las sustancias químicas halladas en el cadáver de Louise von Enke. Y ha encontrado algo que le resulta extraño. —Wallander contenía la respiración mientras aguardaba a que Ytterberg, al que oyó hojear unos papeles, continuase hasta el final—. Sin lugar a dudas, se trata de un compuesto químico que, por simplificar, puede incluirse en el grupo de los somníferos —continuó Ytterberg—. Ha podido identificar parte de los componentes, pero ha aislado uno que le resulta desconocido. O, mejor dicho, no es capaz de determinar de qué sustancia se trata. Claro que no piensa darse por vencida, pero se ha permitido hacer una observación muy interesante al final de su informe preliminar. Según dice, existen similitudes, más o menos claras, con compuestos químicos utilizados en tiempos de la antigua República Democrática Alemana.

—¿La República Democrática Alemana?

—Vaya, parece que no estás despierto del todo.

Wallander no comprendía nada.

—La Alemania del Este. El milagro del deporte, ¿no lo recuerdas? Todos aquellos nadadores y atletas fuera de serie que venían de allí. En la actualidad sabemos que estaban bajo la influencia de sustancias químicas insólitas. De modo que los fuera de serie del deporte de la Alemania Oriental no eran, en realidad, sino monstruos absolutamente drogados. Además, hoy no cabe la menor duda de que todo estaba relacionado. Lo que hacía la
Stasi
y a qué se dedicaban los laboratorios del deporte eran dos actividades complementarias. Una y otros compartían sus experiencias. De ahí que la buena de Anahit se permita suponer que pueden ser compuestos químicos relacionados con la antigua Alemania Oriental —concluyó Ytterberg.

—¿A pesar de que no existe desde hace veinte años?

—Bueno, no exactamente, aunque pronto serán veinte años. El muro de Berlín cayó en pedazos en 1989. Lo recuerdo porque ese verano me casé por segunda vez.

Ytterberg guardó silencio mientras Wallander intentaba ordenar sus ideas.

—Pues suena muy extraño —sentenció al fin.

—¿Verdad? Bueno, pensé que te interesaría. ¿Quieres que te haga llegar una copia a la comisaría?

—Estoy de vacaciones, pero iré a buscarla.

—En fin, continuará —dijo Ytterberg—. Yo voy a salir a dar un paseo por el bosque con mi mujer.

Wallander colgó el teléfono. No dejaba de pensar en lo que le había dicho Ytterberg, cuyas palabras habían hecho brotar una idea en su mente. Ya sabía lo que debía hacer.

Poco después de las ocho se sentó al volante y puso rumbo al noroeste. Su destino se hallaba en las afueras de Höör, en una casita que conoció su esplendor hacía ya muchos años.

22

Wallander recogió el informe en la recepción de la comisaría. De camino a Höör, hizo algo que rara vez se permitía. Frenó en las afueras, al norte de Ystad, cogió a una autoestopista. Era una mujer de unos treinta años de larga melena morena y una mochila no demasiado grande colgada al hombro. Ignoraba por qué se había detenido, quizá por pura curiosidad. Con los años había visto disminuir el número de autoestopistas, que habían desaparecido prácticamente de los arcenes y los accesos a la ciudad. El reducido precio de los billetes de autobús y de avión dejó anticuada esta forma de viajar.

Él había hecho autoestop dos veces en su vida, a los diecisiete y a los dieciocho, cuando viajó por Europa, pese a que su padre se oponía rotundo a empresas tan aventuradas. En ambas ocasiones logró llegar a París y volver a casa. Aún conservaba en la memoria los momentos de desolada espera en arcenes encharcados, la mochila, demasiado pesada y a algunos conductores aburridos. Sin embargo, existían dos sucesos que habían permanecido intactos entre sus recuerdos. En una de las ocasiones, él se encontraba a las afueras de Gante, en Bélgica, llovía y apenas si le quedaba dinero para volver a casa. Entonces lo cogió un coche que lo llevó hasta Helsingborg. Jamás olvidó la sensación de felicidad que experimentó al ver que llegaría a Suecia de un solo golpe. El otro recuerdo también era de Bélgica. Un sábado por la noche, en esta ocasión camino de París, se quedó atascado en un pueblecito muy apartado del centro por pequeñas carreteras comarcales. Se había permitido el lujo de tomarse una sopa en un restaurante barato y emprendió el camino dispuesto a encontrar algún puente bajo el que pasar la noche. De repente, junto a la carretera, delante de un monumento, vio a un hombre que interpretaba a la trompeta un tristísimo toque de retreta. Wallander comprendió que tocaba en honor de todos los soldados caídos durante las dos grandes guerras. Fue un momento emocionante que jamás olvidó.

En cualquier caso, aquella mañana, a una hora tan temprana, había una mujer en el arcén, enseñando el pulgar. Se diría que acababa de salir de otra época. La mujer corrió hasta el coche cuando lo vio frenar y se sentó a su lado. Al parecer, se daba por satisfecha si la dejaba en Höör. Luego continuaría hasta Småland. Olía intensamente a perfume y parecía muy cansada. La joven se estiró la falda sobre las rodillas y Wallander entrevió un par de manchas de algún líquido. Apenas acababa de detener el coche y ya se estaba arrepintiendo. ¿Por qué había de montar en su coche a una completa desconocida? ¿De qué iba a hablar con ella? La mujer guardaba silencio, al igual que Wallander. De repente, a ella le sonó el móvil que llevaba en la mochila. Lo sacó, leyó la información que aparecía en la pantalla, pero no respondió.

—Son una molestia —comentó Wallander—. Me refiero a los teléfonos.

—Bueno, si no quieres, no tienes por qué contestar.

Hablaba con un marcado acento de Escania. Wallander calculó que sería de Malmö y de clase trabajadora. Intentó imaginarse su trabajo, cómo sería su vida. No llevaba anillo en la mano izquierda. La rápida ojeada que echó a sus manos le descubrió además que se había mordido las uñas hasta la raíz. Wallander descartó la posibilidad de que trabajase en la sanidad o de peluquera. Y desde luego, tampoco como camarera. Además, parecía nerviosa. Se mordía el labio inferior con demasiado ahínco.

—¿Llevabas mucho tiempo esperando? —preguntó Wallander.

—Un cuarto de hora o algo así. Tuve que bajarme del otro coche. El que conducía empezaba a ponerse demasiado pesado.

Sonaba sincera, ausente, reacia a hablar. Wallander decidió no molestarla más. Al fin y al cabo, ella se bajaría en Höör y no volverían a verse nunca más. Barajó en su mente varios nombres posibles y decidió que la recordaría como Carola, que apareció de la nada y a la que vería por última vez en el espejo retrovisor. Le preguntó dónde quería que la dejara.

—Tengo hambre —respondió ella—. En cualquier cafetería.

Wallander giró para aparcar en un restaurante de carretera. Ella le dedicó una tímida sonrisa, le dio las gracias y se marchó. Wallander metió la marcha atrás, retrocedió y, de repente, no sabía adónde ir. Tenía la mente en blanco. Estaba en Höör y acababa de dejar a una autoestopista, pero ¿qué hacía él allí? Empezó a sentir un pánico creciente. Intentó serenarse, cerró los ojos con la esperanza de que todo volviese a la normalidad.

Pasó más de un minuto hasta que recordó cuál era su destino. ¿De dónde procedía aquel súbito vacío que lo invadía a veces? ¿Por medio de qué mecanismo se cortaba el suministro a su cerebro? ¿Por qué no sabían decirle los médicos qué le pasaba?

Reanudó el viaje. A pesar de que hacía cinco o seis años que no veía al hombre al que iba a visitar, recordaba perfectamente el camino, que se ensortijaba a través de una pequeña zona boscosa, dejaba atrás unas dehesas donde pacían caballos islandeses y acababa desembocando en una hondonada. Y allí estaba la casa de ladrillo rojo, tan deteriorada como él la recordaba desde la vez anterior. El único indicio de un cambio manifiesto era el flamante buzón que había junto a la verja abierta, donde también había una pequeña rotonda de cambio de sentido para los vehículos del correo y de la recogida de basuras. En el buzón, con grandes letras manuscritas de color rojo, se leía el nombre «Eber».

Wallander paró el motor y permaneció un rato sentado al volante. Recordó el día en que conoció a Herman Eber. Hacía más de veinte años, allá por 1985 o 1986, por un caso policial, pues Eber había huido a Suecia de forma ilegal desde la República Democrática Alemana. Eber solicitó asilo político, que consiguió al cabo de un tiempo. Wallander fue quien le hizo el primer interrogatorio sumario la noche que se presentó en la comisaría de Ystad declarándose refugiado político. Aún recordaba su torpe conversación en inglés, así como su suspicacia al oír que Eber pertenecía a la
Stasi
, la policía secreta de la Alemania del Este, y que, si no le concedían el asilo político, temía por su vida. El caso desapareció de la mesa de Wallander, que no supo más hasta meses después, cuando el propio Eber, ya con el permiso de residencia en Suecia, se puso en contacto con él. Había aprendido sueco casi a la perfección en un período de tiempo sorprendentemente breve y fue al despacho de Wallander para darle las gracias. «Gracias, ¿por qué?», le preguntó Wallander entonces. Y Eber le habló entonces del asombro que le produjo ver que un policía tratase con tanta amabilidad como lo hizo Wallander a un hombre procedente de un país enemigo. Poco a poco llegó a comprender que la malévola propaganda que Alemania Oriental difundía contra muchos países no se correspondía con la realidad. A alguien tenía que darle las gracias, le dijo Eber, y le pareció que Wallander sería un buen representante de todo el país. Luego empezaron a verse de vez en cuando, puesto que ambos compartían la pasión por la ópera italiana.

Cuando cayó el muro de Berlín, Eber vio la retransmisión en directo de tan decisivo hecho histórico en el televisor del apartamento de Wallander en Mariagatan, con los ojos llenos de lágrimas. Durante sus largas conversaciones, Eber le había ido contando a Wallander su trayectoria, de cómo, siendo un partidario apasionado del sistema político, empezó a sentir una desconfianza cada vez mayor y más honda. Y al mismo tiempo, empezó también a odiarse a sí mismo. Él fue uno de los muchos que espiaron, persiguieron y torturaron a otros ciudadanos. Su situación era privilegiada, incluso llegó a estrecharle la mano a Erich Honecker durante un gran banquete. Aquello lo llenó de orgullo, un apretón de manos con el gran líder. Después, le hubiera gustado poder deshacer lo hecho. Al final eran tales sus dudas que empezó a preguntarse qué estaba haciendo exactamente y a experimentar la creciente sensación de que Alemania Oriental era un proyecto político condenado al fracaso, hasta que decidió huir. Eligió Suecia sólo porque vio la posibilidad de entrar en ella con éxito: bajo una identidad falsa podía subir a bordo de uno de los transbordadores a Trelleborg.

Other books

Rule of Thirds, The by Guertin, Chantel
War for the Oaks by Emma Bull
Wishing Water by Freda Lightfoot
Third World by Louis Shalako
Deborah Camp by Blazing Embers
Blindside by Gj Moffat
Lie Down in Darkness by William Styron