El hombre inquieto (61 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: El hombre inquieto
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—Bueno, ¿y tú cómo estás? Un poco pálido, ¿no? ¿Cómo es que no tomas el sol?

—¿Qué sol?

—Venga, no hemos tenido tan mal verano. Yo me fui a Creta para estar seguro de tener buen tiempo. ¿Tú has estado alguna vez en el palacio de Cnosos? Tiene unos delfines fantásticos en las paredes.

Wallander se levantó.

—Estoy bien —aseguró—. Pero puesto que hoy hace un poco de sol, voy a seguir tu consejo y pasaré el día al aire libre.

—¿Nada de armas olvidadas por ahí?

Wallander taladró con la mirada a Lennart Mattson. Poco faltó para que le diera un puñetazo.

Wallander volvió a su despacho, se sentó, puso los pies sobre la mesa y cerró los ojos. Pensaba en Baiba. Y en Mona, que se pasaba los días temblando en la clínica de rehabilitación. En tanto que su jefe se congratulaba de unas estadísticas que mentían.

Bajó los pies. «Haré un intento más», resolvió. «Un intento más por comprender lo que me hace dudar de mis conclusiones en todo momento. Me gustaría tener más conocimientos sobre política en general, seguramente así no sería víctima de mi actual desconcierto.»

De repente, recordó un suceso pretérito en el que jamás había vuelto a pensar de adulto. Debió de ser allá por 1962 o 1963, en otoño. Wallander trabajaba los sábados de mensajero para una floristería de Malmö. Y recibió el encargo de llevar, rápido como un rayo, un ramo de flores al Folkets Park. El primer ministro Tage Erlander pronunciaba allí un discurso, al término del cual una niña le entregaría el ramo. El problema era que algún empleado municipal había descuidado sus tareas y había olvidado encargar las flores. Así que había prisa. ¿Lo había entendido?, le preguntó el propietario. Wallander pedaleó con todas sus fuerzas. La floristería había avisado de su llegada y lo dejaron entrar de inmediato, retiraron el envoltorio del ramo y la niña que había de entregarlas se hizo cargo de ellas. A Wallander le dieron nada menos que cinco coronas de propina. Lo invitaron a un refresco y allí se quedó, sorbiendo de su pajita y escuchando a aquel hombre tan alto que, desde la tribuna, hablaba con una voz nasal muy peculiar. Utilizaba palabras complicadas o, al menos, extrañas para Wallander. Habló de distensión, de los derechos de los pequeños estados, de la obvia neutralidad de Suecia y de su independencia de todo tipo de pactos y adhesiones. O al menos, eso creyó entender Wallander.

Cuando llegó a casa aquella noche, entró en la habitación que su padre usaba como taller. Curiosamente, recordaba que aquella noche su padre estaba coloreando la plantilla del bosque que constituía el fondo de su eterno motivo pictórico. Durante aquellos años de la primera adolescencia, Wallander y su padre mantenían una buena relación. Quizá fue aquél el mejor período de su vida común. Aún faltaban tres o cuatro años para que Wallander llegase a casa un buen día y le anunciase su decisión de hacerse policía. Tras aquello, su padre estuvo a punto de echarlo de casa y, desde luego, le retiró la palabra durante un tiempo. Wallander se sentó en su taburete habitual y le refirió la visita a Folkets Park. Su padre siempre gruñía aduciendo que no le interesaba la política, pero Wallander comprendió con el tiempo que nada había más lejos de la realidad. Su padre votaba siempre fiel a los socialdemócratas, abrigaba una iracunda desconfianza hacia los comunistas y siempre culpaba de todo a los partidos conservadores, por favorecer de forma invariable a aquellos ciudadanos que ya vivían bien. Wallander recordaba la conversación casi literalmente. Su padre siempre había elogiado con cierta discreción al hablar de Erlander, aseguraba que era un hombre honrado en el que podía confiarse, a diferencia de otros muchos políticos.

—Dijo que Rusia es nuestro enemigo —observó el joven Wallander.

—Bueno, eso no es del todo cierto. Quizá no nos hiciese ningún daño que nuestros líderes políticos reflexionaran un poco sobre el papel que Estados Unidos desempeña en la actualidad.

Wallander se sorprendió al oírlo. Los Estados Unidos eran los buenos, ¿no? Ellos habían supuesto la caída de Hitler y del imperio milenario de los nazis. De Estados Unidos venían las películas, la música y la moda en el vestir. Para Wallander, Elvis Presley era el más grande y ninguna canción era entonces mejor que
Blue Suede Shoes
. Cierto que había dejado de coleccionar estrellas de cine, pero mientras lo hizo, Alan Ladd era su favorito, también por su refinado apellido. Y ahora resultaba que su padre emitía un juicio de discreta advertencia hacia Estados Unidos. ¿Qué era lo que él no sabía? Wallander repitió de memoria las palabras del primer ministro. «La libertad de Suecia con respecto a todos los pactos y alianzas, la obvia neutralidad del país». «¡Ajá!», respondió su padre. «¿Eso dijo? Pues la verdad es que los aviones norteamericanos sobrevuelan el espacio aéreo sueco. Fingimos estar formalmente libres de alianzas y, al mismo tiempo y entre bastidores, les seguimos el juego a la OTAN y, ante todo, a Estados Unidos.»

Wallander intentó que su padre le explicase lo que quería decir, pero éste apenas respondió con un murmullo apenas audible, seguido de la orden de que lo dejara en paz.

—Haces demasiadas preguntas.

—¿No me has dicho siempre que no he de tener miedo de preguntarte lo que quiera?

—Bueno, algún límite debe haber.

—¿Y hasta dónde llega?

—Hasta aquí: me estoy equivocando al pintar.

—¿Y cómo puede ser? ¡Si llevas pintando el mismo motivo desde antes de que yo naciera!

—Anda, lárgate. Y déjame en paz. Ya en la puerta, Wallander le dijo:

—Me dieron cinco coronas de propina por llegar a tiempo con las flores para Elander.

—Será
Erlander
. A ver si te aprendes los nombres de la gente.

Y justo entonces, como si la memoria le hubiese abierto una puerta, Wallander empezó a intuir que había seguido un camino totalmente erróneo. Lo habían engañado y él se había dejado engañar. Había seguido la pista de sus prejuicios en lugar de seguir la de la realidad. Se quedó ante el escritorio sin moverse, con las manos cruzadas, dejando que sus pensamientos se entrelazasen para conformar una explicación nueva e inesperada de cuanto había sucedido. Resultaba tan vertiginoso que, en un principio, se negó a creer que tuviese razón. Lo único que parecía irrevocable era, una vez más, el hecho de que su instinto lo había puesto sobre aviso de que algo fallaba. Ciertamente, había pasado por alto un detalle. Habían mezclado la verdad y la mentira, había confundido la causa con el efecto, y al contrario.

Fue a los servicios y se quitó la camisa, pues estaba empapado en sudor. Después de lavarse un poco, bajó a su taquilla a buscar una camisa limpia. Recordó distraído que fue Linda quien se la regaló por su cumpleaños. Cuando volvió a su despacho, buscó entre los papeles hasta que encontró la fotografía de Asta Hagberg, aquella en la que se veía al coronel Stig Wennerström conversando en Washington con el joven Håkan von Enke. Puso la foto sobre la mesa y observó el semblante de los dos hombres. Wennerström, con su fría sonrisa, un Martini en la mano; ante él Von Enke, serio, atento a lo que Wennerström le decía.

Volvió a colocar las piezas de lego, mentalmente. Allí estaban todos, Louise y Håkan von Enke, Hans, Signe, condenada a su lecho de enfermedad, Sten Nordlander, Herman Eber, Steven, el amigo norteamericano de la familia, y en Berlín, George Talboth. Colocó también a Fanny Klarström y luego, finalmente, una pieza más, aunque no sabía a quién representaba. Muy despacio y siempre en su imaginación, fue retirando pieza a pieza, hasta que sólo quedaron dos, Louise y Håkan.

Soltó el bolígrafo que tenía en la mano. Y fue Louise quien sucumbió. Así terminó su vida, sucumbiendo en algún lugar de la isla de Värmdö. Sin embargo Håkan, su marido, aún seguía en pie.

Wallander puso sus ideas por escrito. Se guardó la instantánea de Washington en el bolsillo de la cazadora y salió de la comisaría. En esta ocasión salió por la puerta de entrada, saludó a la joven de recepción, habló con varios policías de tráfico que acababan de entrar y se dirigió a la ciudad. Aquellos que se hubiesen percatado de su presencia se preguntarían quizá por qué caminaba como entre espasmos, ya muy rápido, ya muy despacio. De vez en cuando alzaba la mano describiendo un arco con el brazo, como si estuviese hablando con alguien y tuviese que subrayar con gestos lo que decía. Se detuvo en el quiosco de perritos calientes que había enfrente del hospital y se quedó allí un buen rato, preguntándose qué comer. Al final se marchó de allí sin haberse decidido.

Su mente rumiaba sin cesar una y otra vez lo mismo. ¿Sería verdad aquello que ahora veía tan claro? ¿Era posible que hubiese malinterpretado hasta ese punto el curso de los acontecimientos?

Deambuló por la ciudad hasta que, por fin, llegó al muelle del puerto deportivo y se sentó en un banco. Sacó del bolsillo la fotografía de Washington, la estudió a fondo una vez más y volvió a guardarla.

De repente, sabía cómo encajaba todo. Baiba tenía razón, su amada Baiba, a la que ahora añoraba más que nunca.

«Detrás de cada persona siempre hay otra.» Y el error por él cometido consistía en haber confundido quién iba delante y quién detrás. Finalmente, todo encajaba, ya veía el patrón que se le había escapado hasta el momento. Y, desde luego, lo veía con toda claridad.

Un pesquero salía de la bocana. El hombre que iba al timón alzó la mano y saludó a Wallander, que le devolvió el saludo. En el horizonte se avistaba por el sur un frente tormentoso. En aquel momento echó de menos a su padre. Y no le sucedía muy a menudo. Al principio, después de su muerte, Wallander vivió un vacío aterrador pero, al mismo tiempo, el alivio de saber que ya no estaba. Ahora no le quedaban ni el vacío ni la sensación de alivio. Ahora lo añoraba, sencillamente, una gran añoranza de los buenos momentos que, pese a todo, habían vivido juntos.

Se acordó de cuando fue a ver a la anciana que tan bien le habló de su padre. «Quizá nunca lo vi como era, no vi quién era, lo que significaba para mí y para otras personas. Como tampoco había comprendido hasta ahora lo que había tras la desaparición de Håkan von Enke y la muerte de Louise. Por fin siento que me acerco a la solución, en lugar de alejarme de ella.»

Comprendió que tendría que emprender otro viaje aquel verano, ya tan ajetreado de idas y venidas. Pero no le quedaba otra opción, ahora sabía lo que debía hacer.

Una vez más, sacó la fotografía del bolsillo. La sostuvo ante sí y la partió en dos. Existió un mundo, en el pasado, que unió a Stig Wennerström con Håkan von Enke. Y él acababa de separarlos.

«¿Sería así ya entonces, cuando se tomó la fotografía?», se preguntó en voz alta. «¿O sucedería mucho después?»

No lo sabía, pero en cualquier caso tenía intención de averiguarlo.

Nadie lo oyó allí sentado en el muelle hablando solo en voz alta.

39

Más tarde no le quedarían sino recuerdos vagos y dispersos de aquel día. Finalmente, se alejó del muelle y regresó a la ciudad, se detuvo ante un restaurante nuevo de la calle de Hamngatan, entró y volvió a salir enseguida. Dio unas cuantas vueltas más y terminó recalando en el restaurante chino de la plaza de Stora Torget al que solía ir. Se sentó a una de las mesas libres, aquella tarde no había muchos clientes, y pidió un menú con gesto ausente.

Si alguien le hubiese preguntado después qué había comido, no habría sabido qué contestar. Su mente estaba en otro lugar. En efecto, estaba pergeñando un plan capaz de hacerlo avanzar. Debía comprobar si estaba o no en lo cierto, ahora que tenía una visión distinta del todo. Ahora que contaba con otras cartas que, por un instante, le proporcionaron otras premisas. Todo lo que había pensado hasta el momento yacía ahora desechado en el lugar de su cerebro donde arrojaba la basura.

Se pasó un buen rato sentado removiendo la comida con los palillos hasta que, súbitamente, la engulló a toda prisa, pagó y salió del restaurante. Volvió a la comisaría. Camino de su despacho, lo detuvo Kristina Magnusson para preguntarle si quería ir a su casa a cenar con su familia el fin de semana siguiente. Podía elegir el día, sábado o domingo. Dado que no se le ocurrió ninguna excusa, aceptó cenar con ellos el domingo. Colgó el cartel de fabricación propia en el que advertía que no quería ser molestado, descolgó el teléfono y cerró los ojos. Al cabo de un rato se enderezó en la silla, anotó unas palabras en un bloc escolar y, al leerlas, supo que ya tenía tomada una decisión. Pasara lo que pasara, era preciso que investigase si estaba en lo cierto. Saber que aun habiéndose equivocado, no se había dejado engañar del todo. En un repentino ataque de ira arrojó el bolígrafo contra la pared y lanzó una maldición. Una vez, ni una más. Y llamó a Sten Nordlander. La conexión era bastante mala y, puesto que Wallander le aseguró que era muy importante que hablasen, Nordlander le prometió que lo llamaría lo antes posible. Wallander colgó preguntándose por qué sería tan difícil llamar a ciertas islas del archipiélago. ¿O acaso no se encontraba Nordlander en el archipiélago?

Wallander esperaba sin dejar de darle vueltas en su cabeza a todo lo que ocupaban su mente. Su cerebro era como un tanque lleno hasta rebosar. Y temía que empezase a perder combustible.

Sten Nordlander lo llamó cuarenta minutos más tarde. Wallander se había quitado el reloj y lo había dejado sobre la mesa, y vio que las manecillas indicaban las seis y diez. En esta ocasión, la conexión era excelente.

—Siento haberte hecho esperar. Ya estoy en Utö.

—No muy lejos de Muskö —observó Wallander—. ¿O me equivoco?

—En absoluto. Puede decirse que me encuentro en aguas clásicas, o sea, en aguas de submarino.

—Hemos de vernos —afirmó Wallander—. Me gustaría hablar contigo.

—¿Ha sucedido algo?

—Siempre sucede algo. Pero quiero hablar contigo de una idea que se me ha ocurrido.

—O sea, que no ha pasado nada, ¿no?

—Nada. Pero no quiero hablar de ello por teléfono. ¿Cómo lo tienes estos días?

—Si estás pensando en venir aquí, debe de ser importante.

—Tengo otro asunto que resolver en Estocolmo —dijo Wallander con toda la serenidad de que fue capaz.

—¿Cuándo vendrías?

—Mañana. Ha sido una decisión de última hora. Sé que te aviso muy tarde.

Sten Nordlander reflexionó un instante. Wallander oía su respiración por el auricular.

—Yo iba a volver a casa —le dijo al fin—. Podemos vernos en el centro.

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