De vez en cuando, durante sus conversaciones con Ytterberg, Wallander le preguntaba, cauto y cortés, cómo iba la cosa con las sospechas de que Louise von Enke hubiese sido espía rusa. Ytterberg le respondía con suma parquedad.
—Tengo la impresión de que todo se ha estancado en torno a su persona —le dijo en una ocasión. Ignoro por completo cuál será la verdad que la policía secreta desea ocultar o sacar a la luz. Posiblemente tengamos que esperar hasta que un periodista investigue el asunto.
Durante toda aquella época, Wallander jamás oyó una sola palabra acerca de que Håkan von Enke hubiese actuado como espía de Estados Unidos. No existía la menor sospecha, ni el más leve rumor, ninguna idea de que allí pudiese hallarse la causa de lo sucedido. En una ocasión, le preguntó sin ambages a Ytterberg si existía alguna teoría en ese sentido. Ytterberg se quedó perplejo.
—Pero ¡en nombre de Dios! ¿Por qué iba Von Enke a ser espía de Estados Unidos?
—No, claro, es que intento darle todas las vueltas posibles a lo sucedido —se excusó Wallander—. Del mismo modo en que se ha podido sospechar que Louise fuese espía de los rusos, podría haberse considerado la otra posibilidad…
—Ya, bueno, yo creo que si la policía secreta o defensa hubiese abrigado la menor sospecha de ese tipo, se habría filtrado y habría llegado a mis oídos.
—Nada, sólo estaba pensando en voz alta —comentó Wallander evasivo.
—No sabrás tú algo que yo ignoro, ¿verdad? —preguntó Ytterberg en un tono inesperadamente suspicaz.
—Qué va —aseguró Wallander—. Nada que tú no sepas.
Fue entonces, tras aquella conversación telefónica, cuando empezó a escribir. Recopiló todas sus ideas y sus notas y construyó sistemas enteros de información organizada en papelitos distribuidos aquí y allá por las paredes de la sala de estar. Sin embargo, cada vez que Linda iba a visitarlo, con o sin Hans y Klara, se veía obligado a retirarlos. Deseaba escribir su relato sin la mediación, directa o no, de ningún otro implicado, sin que nadie conociera lo que estaba haciendo.
Empezó intentando eliminar los cabos sueltos que aún creía advertir en su teoría. Algunos de ellos fueron fáciles de borrar de su lista. Así, le resultó fácil comprobar que «USG Enterprises», el nombre que leyó en el buzón de George Talboth, correspondía al de una consultoría de la que no cabía sospechar irregularidad alguna. Sin embargo, jamás logró averiguar quién había irrumpido en su casa haciéndole aquellas visitas más o menos discretas. Como tampoco supo quién fue a visitar a Signe en la residencia de Niklasgården haciéndose pasar por su tío. Era evidente que se trataba de personas que, de algún modo, se hallaban al servicio de Håkan von Enke, pero Wallander nunca consiguió aclarar sus intenciones. Seguramente, se decía, buscaban lo que él había dado en llamar «el libro de Signe», el cual tenía sobre la mesa mientras escribía, aunque seguía guardándolo en la caseta de
Jussi
.
No tardó mucho en comprender en qué consistía verdaderamente la tarea emprendida. En efecto, escribía sobre sí mismo y sobre su propia vida, tanto como a propósito de Håkan von Enke. Cuando rememoraba cuanto había oído decir sobre la guerra fría, la disparidad de opiniones que los militares suecos tenían sobre la neutralidad y la independencia de Suecia con respecto a pactos y alianzas o sobre la necesidad de adherirse a la OTAN, comprendió lo poco que en el fondo sabía sobre el mundo en el que había vivido. Claro que resultaba imposible adquirir unos conocimientos que no le habían interesado hasta entonces. Ahora sólo podía aprender acerca de aquel mundo mediante una revisión retrospectiva. Se preguntó abatido si había alguna característica propia de toda su generación. Cierta renuencia a interesarse por el mundo en que vivían, por las circunstancias políticas siempre cambiantes. ¿O acaso se trataba de una generación dispar y dispersa entre quienes se preocupaban y se mostraban indiferentes?
Ahora comprendía que su padre siempre estuvo mejor informado que él mismo sobre cuanto sucedía a su alrededor. No sólo por el episodio de Tage Erlander y el discurso por él pronunciado en Malmö. También recordó una ocasión, a principios de los setenta, en que su padre lo reconvino con vehemencia en cuanto supo que no se había molestado en ir a votar en los comicios celebrados días antes. Wallander aún recordaba la indignación de su padre, que lo tildó de «borrego político» y lo despachó del taller arrojándole un pincel a la cara. En aquella ocasión, la actitud de su padre le resultó simplemente extraña. ¿Por qué iba a preocuparse él de las disputas que entretenían a los políticos suecos? Lo que a él le incumbía era, como mucho, las cuestiones relativas a los impuestos y los salarios, y poco más.
Dedicó mucho tiempo a reflexionar sobre si sus amigos tendrían la misma actitud al respecto. Si tampoco se interesaban por la política más allá de lo que afectaba a sus asuntos particulares. La mayoría de las ocasiones en que hablaban de política la discusión se reducía a la crítica de los políticos, a quejarse de lo ridículo de sus actuaciones y a elucubrar sobre las distintas alternativas.
En realidad, sólo hubo un breve período en el que se cuestionó con seriedad la situación política de Suecia, de Europa y quizá del mundo entero. Hacía unos veinte años, a raíz del doble asesinato de una pareja de ancianos agricultores de Lenarp. No tardaron en comprobar que cabía sospechar de unos inmigrantes ilegales o de aspirantes a refugiados políticos. Wallander se vio obligado a enfrentarse a su propia opinión sobre la inmigración masiva a Suecia. Y descubrió que, bajo su actitud aparentemente pacífica y tolerante, se ocultaban criterios oscuros, quizá racistas. Aquello lo llenó de asombro y de temor, procuró deshacerse de semejantes prejuicios y lo consiguió. Pero después de la investigación, que se resolvió curiosamente en el mercado de Kivik, donde detuvieron a los dos asesinos, volvió a su indolencia política.
En varias ocasiones a lo largo de aquel otoño acudió a la biblioteca de Ystad para consultar libros sobre la historia de Suecia en los años posteriores a la guerra y se informó sobre todas las discusiones políticas en torno a la cuestión de si Suecia debía o no adquirir armas nucleares o adherirse a la OTAN. Pese a que él se hacía adulto mientras se debatían aquellos asuntos, no conservaba el menor recuerdo de haber reaccionado en ningún sentido ante las declaraciones de los políticos. Era como si hubiese vivido en una burbuja.
En alguna ocasión le contó a Linda cómo empezaba a considerar su existencia. Y resultó que ella tenía un interés muy distinto por las cuestiones políticas. Wallander se sorprendió, pues no se había percatado de ello hasta ese momento. Según Linda, la conciencia política no era algo que se advirtiese en la gente a simple vista.
—¿Acaso alguna vez me planteaste una discusión política? —le preguntó Linda—. ¿Por qué iba yo a hablar contigo de esos temas, sabiendo lo poco que te interesan?
—¿Y qué dice Hans?
—Él sabe mucho del mundo que lo rodea. Y no siempre estamos de acuerdo.
Wallander también reflexionaba a menudo acerca de su opinión sobre Hans. A finales del otoño de 2008, a mediados de octubre, Linda lo llamó alteradísima para anunciarle que la policía danesa había hecho una redada en las oficinas de Hans, en Copenhague. Algunos de los agentes financieros, en particular, dos islandeses, habían falseado la rentabilidad de unas acciones sólo para asegurarse sus réditos y bonificaciones. Con la crisis financiera, estalló la burbuja. Durante cierto tiempo, todos los empleados, incluido Hans, fueron sospechosos de haber estado implicados en el embrollo. Hasta el mes de marzo, Hans no supo que había dejado de ser objeto de sospecha de participar en las irregularidades. Para él fue muy duro, pues se enfrentaba además al dolor por la pérdida de su padre. En varias ocasiones le pidió a Wallander que le explicase los detalles de lo ocurrido y él le facilitó tanta información como pudo, aunque se retrajo a la hora de dar a entender siquiera la verdad subyacente.
Wallander se preguntaba sobre todo cómo proceder para que su síntesis sobre sus ideas y certezas llegase a tanta gente como fuese posible. ¿Y si entregaba su escrito a las autoridades de forma anónima? Pero ¿habría alguien que se lo tomase en serio? ¿Quién tendría el menor interés en enturbiar las buenas relaciones entre Suecia y Estados Unidos? ¿No sería el silencio en torno al espionaje de Håkan von Enke justo lo que todos los implicados deseaban?
A finales de septiembre empezó a escribir y, a aquellas alturas, llevaba ya ocho meses dedicado a aquella empresa. No quería que lo acontecido cayese en el silencio del olvido. La sola idea lo indignaba.
Al mismo tiempo que escribía cumplía con sus obligaciones laborales. Dos desesperanzadoras investigaciones sobre agresiones graves llenaron sus días aquel otoño. En abril de 2009 empezó a dedicarse a una serie de incendios provocados en la región de Ystad.
Lo que más lo preocupaba durante aquel período eran, naturalmente, sus inopinadas pérdidas de memoria. El peor incidente se presentó uno de los días de Navidad. Había estado nevando durante la noche y él se vistió para salir y retirar la nieve de la entrada. Cuando hubo terminado, de repente, no supo dónde se encontraba. Ni siquiera reconoció a
Jussi
. Le llevó un buen rato recordar que se hallaba en su propio jardín. Ni que decir tiene que nunca hizo lo que debería haber hecho, no acudió al médico. Y no lo hizo por miedo, sencillamente.
Intentó hallar consuelo en la excusa de que trabajaba demasiado, que estaba agotado. A veces lo conseguía. Sin embargo, siempre lo atenazaba el temor de que las pérdidas de memoria se agravasen. Lo asustaba la idea de perder el juicio, de sufrir un principio de Alzheimer.
Estaba tumbado en la cama. Era un domingo por la mañana y no tenía que ir al trabajo. Linda iría a verlo con Klara a primera hora de la tarde, quizás acompañadas por Hans. A las seis de la mañana se levantó, soltó a
Jussi
y fue a preparar el desayuno. Dedicó el resto de la mañana a sus escritos. Justo aquella mañana intuyó por primera vez que aquello era una especie de «testamento de su existencia». Así había sido su vida y aunque viviese diez o quince años más, no resultaría especialmente diferente. Por otro lado, se preguntaba no sin cierto presagio de vacío interior, qué haría el día que se jubilase. Recordó sus conversaciones con Nyberg, que pronto se refugiaría en los densos bosques del norte.
Sólo existía una respuesta: Klara. Su presencia siempre lo llenaba de alegría. Y ella seguiría allí cuando todo terminase. Justo aquella mañana de mayo puso el punto final. No creía que hubiese más que decir. Había pasado al ordenador todos los folios y ahora tenía delante una copia impresa. Con esfuerzo, palabra por palabra, fue reconstruyendo la historia del hombre que lo hizo creer que su esposa era una espía. Pensó, además, que también ese hombre formaba parte de aquella historia.
Para algunos de los cabos sueltos jamás halló solución. Allí seguían. Uno de los que más lo intrigaban era la cuestión de los zapatos de Louise. ¿Por qué los dejaron tan pulcramente colocados a su lado? Wallander supuso que no la habrían asesinado en Värmdö, sino en otro lugar, y que entonces no los habría llevado puestos. Y, seguramente, quien los dejó junto a su cadáver no reflexionó sobre lo que hacía. Tampoco encontró respuesta a la pregunta de dónde habría estado Louise el tiempo que permaneció desaparecida. Lo más probable es que la hubiesen tenido cautiva hasta que decidieron que debía morir por salvar a Håkan von Enke.
Otra cuestión misteriosa era la relativa a las piedras: las que halló en casa de Håkan von Enke, la que le entregó Atkins y la que vio en la mesa del balcón de George Talboth. Intuyó, eso sí, que se trataba de una suerte de
souvenirs
, recogidos en el archipiélago por personas que se hallarían ausentes de sus islas y atolones. Pero ¿por qué desaparecieron del escritorio de Von Enke? Imaginaba varias respuestas posibles, pero sin decidirse por ninguna.
De vez en cuando, hablaba con Atkins. Lo oyó llorar la muerte de su amigo. De sus amigos, se corregía el hombre al teléfono, pues no olvidaba a Louise. Atkins le dijo que asistiría al entierro, pero cuando se celebró, a mediados de agosto, no se presentó. Y tampoco volvió a llamar a Wallander nunca más. Él se preguntaba a veces de qué hablarían Atkins y Von Enke cada vez que se veían. Jamás lo sabría.
Había otra pregunta que le habría gustado hacerles a Håkan y a Louise. ¿Por qué aquel desorden en el cajón del escritorio de Håkan? ¿Había planeado refugiarse en Camboya, se habría visto obligado a huir? Tampoco sabía por qué Louise von Enke sacó doscientas mil coronas del banco. No encontró dinero cuando desalojaron el apartamento de Estocolmo. No había ni rastro del dinero y jamás hallaron explicación para ello.
Los muertos se llevaron consigo sus secretos. Del mismo modo que la decisión de Sten Nordlander de matar a Håkan von Enke antes de quitarse la vida él mismo sería siempre un misterio para él.
A veces creía entender… Y otras le resultaba incomprensible.
A finales de noviembre, mientras asistía a un curso en Estocolmo, alquiló un coche y se dirigió a la residencia de Niklasgården. Lo acompañaba Hans, que aún no había tenido fuerzas para emprender el viaje y conocer a su hermana. Para Wallander resultó conmovedor ver a Hans junto al lecho de Signe. Y pensaba a menudo en el hecho de que Håkan von Enke visitase regularmente a su hija. «De ella sí se fiaba», se decía Wallander. «A ella se atrevió a confiarle sus documentos más secretos.»
Durante mucho tiempo caviló sobre si darle un título a su escrito. Finalmente, dejó la portada en blanco. Doscientas doce páginas en total. Lo hojeó por última vez, se detenía de vez en cuando para comprobar que no había ninguna errata… y suponía que se había acercado a la verdad tanto como era posible.
Decidió enviárselo a Ytterberg sin figurar como remitente, sino haciéndoselo llegar a través de su hermana Kristina, desde Estocolmo. Ytterberg adivinaría, claro está, que sería un envío de Wallander, pero jamás podría demostrarlo.
«Ytterberg es un hombre sensato», pensó Wallander. «Y utilizará la información de forma óptima. Y será capaz de comprender por qué se lo hice llegar de forma anónima.»
Pero Wallander intuía que también Ytterberg se daba contra un muro que no quería ceder. Los Estados Unidos aún eran la salvación para muchos suecos. Una Europa sin Estados Unidos apenas podría defenderse. Nadie quería conocer la verdad que Wallander creía haber encontrado.