No intercambiaron más palabras durante el resto de la pieza y al terminar ella volvió a mirarlo del mismo modo y se alejó, contoneándose como una furcia. Tom aún estaba recobrándose del lance cuando Annie se acercó a él por detrás.
—Lástima que no llueva —murmuró.
—Ven a bailar conmigo —dijo él, y la agarró antes de que alguien pudiera llevársela.
La música era rápida y bailaron separados, desviando la mirada sólo cuando su intensidad amenazaba con abrumarlos o delatar su pasión. Tenerla tan cerca e inaccesible a la vez era como una exquisita forma de tortura. Tras el segundo número, Frank intentó llevársela, pero Tom bromeó diciendo que era el hermano mayor y no quiso ceder.
La siguiente pieza era una balada lenta en que una mujer cantaba sobre su amado, al que iban a ejecutar. Por fin pudieron tocarse. El roce de la piel de ella y la ligera presión de su cuerpo a través de la ropa casi lo hizo tambalearse de vértigo, y tuvo que cerrar momentáneamente los ojos. Sabía que Diane estaría mirándolos desde alguna parte pero no le importó.
La polvorienta pista de baile estaba atestada. Annie miró en derredor y dijo a media voz:
—Necesito hablar contigo. ¿Qué podemos hacer para hablar?
Él tuvo ganas de decir: «¿De qué tenemos que hablar? Te vas. No hay más que hablar.» Pero, en lugar de eso dijo:
—El estanque de ejercicios. Dentro de veinte minutos. Iré a buscarte.
Annie sólo tuvo tiempo de asentir con la cabeza, pues al momento se le acercó Frank una vez más y se la llevó.
A Grace le daba vueltas la cabeza y no era sólo a causa de los dos vasos de ponche que había tomado. Había estado bailando prácticamente con todos los hombres presentes —Tom, Frank, Hank, Smoky, incluso con su querido Joe— y la imagen que ahora tenía de sí misma era sensacional. Podía bailar cualquier cosa sin perder el equilibrio ni una sola vez. Podía hacer de todo. Le habría gustado que Terri Carlson hubiese estado allí para que la viera. Por primera vez en su nueva vida, tal vez incluso en toda su vida, se sentía hermosa.
Necesitaba orinar. Había un lavabo a un lado del establo, pero al llegar allí vio que había cola. Decidió que nadie se molestaría si utilizaba uno de los baños de la casa —había confianza suficiente y además, en cierto modo, era su fiesta—, de manera que se dirigió hacia el porche.
Cruzó la puerta mosquitera, poniendo instintivamente la mano para que no hiciera ruido al cerrarse. Mientras iba hacia la cocina, oyó voces. Frank y Diane estaban discutiendo.
—Lo que pasa es que has bebido más de la cuenta —decía él.
—Que te den por el saco.
—No es asunto tuyo, Diane.
—Ella no le ha quitado ojo de encima desde que llegó. Echa un vistazo ahí fuera, hombre. Parece una loba en celo.
—Eso es absurdo.
—Dios, mira que sois tontos los hombres.
Se oyó el ruido de unos platos al romperse. Grace se había quedado inmóvil. En el momento en que decidía que lo mejor era volver al establo y hacer cola, oyó los pasos de Frank dirigiéndose hacia el cuarto de las botas. Grace sabía que no iba a tener tiempo de marcharse sin que él la viera. Y si la pillaba escabullándose sabría con certeza que había estado escuchando a hurtadillas. Lo único que podía hacer era seguir andando hacia adelante y tropezar con él como si acabase de entrar.
Al aparecer delante de ella en el portal, Frank se detuvo un instante y se volvió hacia Diane.
—Cualquiera diría que estás celosa.
—¡Venga, déjame en paz!
—Eres tú quien tienes que dejarlo en paz a él. Ya es un adulto.
—¡Y ella una mujer casada y con una hija!
Frank se volvió y entró en el cuarto de las botas sacudiendo la cabeza. Grace avanzó hacia él.
—Hola —dijo alegremente.
Frank parecía mucho más que sobresaltado, pero se recobró enseguida y sonrió.
—¡Pero si es la reina del baile! ¿Cómo estás? —Le puso las manos en los hombros.
—Oh, estoy pasándolo en grande. Gracias por la fiesta y todo lo demás.
—Es un verdadero placer, puedes creerme, Grace. —Le dio un beso en la frente.
—¿Puedo usar el cuarto de baño? Es que fuera hay mucha cola…
—Desde luego que sí. Entra.
Cuando Grace pasó por la cocina no vio a nadie allí. Oyó pasos subiendo por la escalera. Sentada en el inodoro se preguntó de quién habrían estado discutiendo y tuvo el primer indicio de que tal vez lo sabía.
Annie llegó antes que él y rodeó lentamente el estanque hasta el lado más apartado. El aire olía a cloro y el roce de la suela de sus zapatos sobre el suelo de hormigón resonó en la cavernosa oscuridad. Se apoyó en la pared blanqueada y notó la fresca lisura en la espalda. Un rayo de luz llegaba del establo y Annie miró cómo se reflejaba en el agua absolutamente quieta del estanque. En el otro mundo, oyó que terminaba una canción country y empezaba otra que apenas se distinguía de la anterior.
Le parecía imposible que no hiciera ni veinticuatro horas que habían estado los dos en la cocina de la casa del arroyo sin nadie que los importunara ni los mantuviese separados. Deseó haberle dicho entonces lo que quería decirle ahora. Le había parecido que no encontraría las palabras adecuadas. Esa mañana al despertar en sus brazos, no había estado menos segura, incluso en la misma cama que hacía sólo una semana había compartido con su esposo. Sólo se avergonzaba de no sentir vergüenza alguna. Y sin embargo algo le había impedido decírselo; y ahora se preguntaba si sería el miedo o la posible reacción de él.
No era que dudase de que Tom la quería. Eso ni pensarlo. Sólo que había algo en él, una especie de triste presagio que era casi fatalista. Se había dado cuenta de ello cuando Tom había intentado desesperadamente que comprendiera qué había hecho con
Pilgrim.
El espacio junto al establo se inundó brevemente de luz. Tom se detuvo y la buscó en la oscuridad. Ella caminó hacia él y entonces él la vio y fue a su encuentro. Annie corrió los últimos metros que los separaban como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo. Entre sus brazos sintió que por fin se liberaba de aquello que toda la tarde había intentado reprimir. Sus respiraciones fueron una, sus bocas también, su sangre parecía impulsada por el mismo corazón a través de sus venas.
Cuando por fin pudo hablar, permaneció en el cobijo de los brazos de él y le dijo que había decidido separarse de Robert. Habló con toda la serenidad de que fue capaz, apretando la mejilla contra su pecho, temerosa tal vez de lo que pudiera ver en los ojos de Tom si se decidía a mirar. Dijo que sabía lo mal que iban a pasarlo todos. Pero a diferencia de la pena que significaría perder a Tom, ésa era una pena que al menos podía imaginar.
Tom escuchó en silencio, estrechándola entre sus brazos y acariciándole el pelo. Pero cuando terminó y vio que él no decía nada, Annie notó el primer dedo frío del terror acercándose a ella. Levantó la cabeza, atreviéndose por fin a mirarlo, y observó que él estaba demasiado emocionado para decir nada. Tom apartó la vista. La música seguía sonando en el establo. Volvió a mirarla y sacudió levemente la cabeza.
—Oh, Annie.
—¿Qué? Dime.
—No puedes hacerlo.
—Sí que puedo. Iré a Nueva York y se lo diré.
—¿Y Grace? ¿Podrás decírselo a ella?
Annie lo miró fijamente. ¿Por qué le hacía eso? Ella esperaba su ratificación y él sólo expresaba recelo, poniéndola frente a la única cuestión que ella no había osado encarar. Y de pronto se dio cuenta de que en su determinación había recurrido a la vieja costumbre de autoprotegerse, exteriorizándola; pues claro que a los hijos les afectaban esas cosas, se había dicho, era inevitable, pero si se hacía de un modo civilizado y sensible no tenía por qué ser un trauma, al menos duradero; no era como quedarse sin la madre o el padre sino sólo perder una geografía obsoleta. En teoría, Annie sabía que eso era así; sus amistades divorciadas demostraban que era posible. Pero aplicado a ellos y a Grace, la cosa parecía ridícula.
—Después de lo que ha sufrido… —dijo él.
—¿Acaso crees que no lo sé?
—Naturalmente que lo sabes. Lo que iba a decir es que precisamente por eso, porque lo sabes, no tienes que hacerlo aun cuando creas que puedes.
Annie notó que se ponía a llorar y que no podía impedirlo.
—No tengo otra elección. —Lo dijo casi en un grito que resonó en las desnudas paredes como un lamento.
—Eso es lo que dijiste de
Pilgrim
—replicó Tom—, pero estabas equivocada.
—¡La otra alternativa es perderte! —Al ver que él asentía, agregó—: ¿No ves que eso no es una alternativa? ¿Tú escogerías perderme?
—No —respondió él sin más—. Pero no tengo por qué perderte.
—¿Recuerdas lo que dijiste de
Pilgrim
? Dijiste que había ido hasta el borde del abismo, que vio lo que había más allá y optó por aceptarlo.
—Pero si lo que vieras allí fuese dolor y sufrimiento, sólo un loco escogería aceptarlo.
—Para nosotros no sería dolor ni sufrimiento.
Él sacudió la cabeza. Annie se sentía furiosa. Con él por decir lo que ella sabía en el fondo que era verdad, y consigo misma por los sollozos que ahora sacudían su cuerpo.
—Tú no me quieres —dijo, y al instante se odió por su sensiblera autocompasión, y luego todavía más por la sensación de triunfo que experimentó al ver que a él se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Oh, Annie. No sabes lo mucho que te quiero.
Ella lloró en sus brazos y perdió toda noción del tiempo. Le dijo que no podía vivir sin él y no vio premonición alguna cuando Tom respondió que en el caso de él era cierto, pero no en el de ella. Añadió que con el tiempo valoraría aquellos días como un regalo de la naturaleza que había logrado mejorar enormemente sus vidas.
Cuando ya no pudo llorar más, Annie se lavó la cara en el agua fría del estanque y Tom le alcanzó una toalla y la ayudó a limpiarse el rímel que se le había corrido. Sin apenas cruzar palabra, esperaron a que la rojez desapareciera de sus mejillas. Y luego, por separado, se fueron.
Annie se sentía como un animal enlodado contemplando el mundo desde el fondo de una charca. Por primera vez en meses había tomado una pildora para dormir. Era de las que se decía tomaban los pilotos de líneas aéreas, lo cual se suponía que debía tranquilizarlo a uno respecto a los somníferos y, sin duda, respecto a los pilotos. Era cierto que cuando las tomaba de manera regular sus efectos secundarios parecían mínimos. Esa mañana las sentía desperdigadas por su cerebro como una gruesa manta que no podía quitarse de encima aunque su tejido le permitiese recordar por qué había tomado esa pildora y dar gracias por haberlo hecho.
Grace había ido a buscarla poco después de que ella y Tom salieran del establo y le había dicho sin más que quería marcharse. Estaba pálida y parecía preocupada, pero cuando Annie le preguntó qué le ocurría ella contestó que nada, que sólo estaba cansada. Pero rehuía su mirada de un modo extraño. Camino de la casa del arroyo, después de haberse despedido de los demás, Annie trató de hablar del baile, pero apenas obtuvo un par de frases como respuesta. Le preguntó de nuevo si se encontraba bien y Grace respondió que estaba cansada y un poco mareada.
—¿Por el ponche?
—No lo sé.
—¿Cuántos vasos has bebido?
—¡No lo sé! Qué más da, no empieces con eso.
Grace se fue directamente a la cama y cuando Annie entró a darle un beso ella murmuró una respuesta y se quedó mirando la pared. Igual que había hecho a su llegada a la casa. Annie no dudó en recurrir a sus pastillas para dormir.
Alcanzó el reloj y a su cerebro embotado le costó un gran esfuerzo concentrarse en él. Eran casi las ocho. Recordó que al despedirse Frank le había preguntado si por la mañana los acompañarían a la iglesia y que ella había respondido que sí, pues le parecía un final apropiado y en cierto modo una penitencia. Arrancó de la cama su cuerpo reacio y lo dirigió al baño. La puerta de la habitación de Grace estaba entreabierta. Annie decidió darse un baño, y luego preparar un zumo e ir a despertarla.
Se metió en el agua humeante y trató de aferrarse a los últimos efectos de la tunda del somnífero. Gracias a ello aún sentía dentro de sí una fría geometría del dolor. «Éstas son las formas que ahora moran dentro de ti —se dijo—, y deberás acostumbrarte a esos puntos, líneas y ángulos nuevos.»
Se vistió y fue a la cocina a preparar el zumo para Grace. Eran las ocho y media. Desaparecida ya su modorra, había buscado distracción en confeccionar mentalmente una lista de lo que debía hacer en ese último día en el Double Divide.
Preparar el equipaje, limpiar la casa, comprobar el depósito y los neumáticos del coche, coger comida y bebida para el viaje, pasar cuentas con los Booker…
Al llegar a lo alto de la escalera vio que la puerta de la habitación de Grace seguía como antes. Llamó con los nudillos al entrar. Las cortinas estaban corridas. Se dirigió a la ventana y las descorrió un poco. Hacía una mañana preciosa.
Entonces se volvió y vio que la cama estaba vacía.
Joe fue el primero en darse cuenta de que
Pilgrim
tampoco estaba. Para entonces habían registrado hasta el último rincón del rancho sin encontrar rastro de Grace. Se dividieron y recorrieron ambas orillas del arroyo; los gemelos iban gritando su nombre sin obtener otra respuesta que el canto de los pájaros. Entonces apareció Joe chillando desde los corrales y diciendo que el caballo había desaparecido y fueron todos corriendo al establo. La silla y la brida tampoco estaban.
—No os preocupéis —dijo Diane—. Se lo habrá llevado a dar un paseo.
Tom vio miedo en los ojos de Annie. Ambos sabían que había algo más.
—¿Hizo alguna vez algo parecido? —preguntó él.
—No, nunca.
—¿Cómo estaba cuando fue a acostarse?
—Callada. Dijo que se sentía un poco mareada. Parecía molesta por algo.
Al ver a Annie tan frágil y asustada Tom sintió ganas de abrazarla y consolarla, cosa que no habría extrañado a nadie, pero estando delante Diane no se atrevió a hacerlo y fue Frank el que se adelantó.
—Diane tiene razón —dijo Frank—. No hay de qué preocuparse.
Annie seguía mirando a Tom.
—¿
Pilgrim
es lo bastante fiable para que ella lo saque de paseo? Sólo lo ha montado una vez…
—El caballo está bien —contestó Tom. No era del todo mentira; la cuestión era si Grace estaría bien, y eso dependía de su estado anímico—. Iré con Frank a ver si podemos dar con ella.