—
Pilgrim.
—Sí. Sé que puede ayudarlo y he venido a pedirle, a rogarle, que le eche otro vetazo.
—Mrs. Graves…
—Por favor. Sólo una vez. Será poco tiempo.
Tom se echó a reír.
—¿El qué? ¿Ir a Nueva York? —Señaló el Lariat—. ¿O pensaba llevarme hasta allí en coche?
—Está aquí. En Choteau.
Tom le dirigió una mirada de incredulidad.
—¿Quiere decir que lo ha traído hasta aquí desde Nueva York?
Ella asintió. Joe los miraba intentando comprender algo. Dianne había salido al porche y estaba contemplando la escena con la mosquitera abierta.
—¿Usted sola? —preguntó Tom.
—Con mi hija Grace.
—¿Sólo para que yo le eche un vistazo?
—Sí.
—¿Venís a comer, chicos? —gritó Diane. «Quién es ésa», era lo que en el fondo quería saber. Tom puso la mano en el hombro de Joe.
—Dile a tu madre que ahora voy —dijo, y mientras el chico se iba se volvió a Annie.
Por unos segundos se miraron fijamente. Ella se encogió levemente de hombros y, por fin, sonrió. Tom reparó en la forma en que las comisuras de la boca se le doblaban hacia abajo aun sin alterar la inquietud de su mirada. Se sentía obligado a actuar apresuradamente y se preguntaba por qué le daba igual.
—Perdone que se lo diga, señora. Pero veo que no es usted de las que aceptan un no por respuesta.
—Supongo que no —dijo Annie.
Grace estaba boca arriba sobre el suelo del mohoso dormitorio, haciendo sus ejercicios y escuchando las campanas electrónicas de la iglesia metodista que se alzaba al otro lado de la calle. No sólo daban la hora, sino que tocaban canciones enteras. A ella casi le gustaba ese sonido, sobre todo porque a su madre la volvía loca. Annie estaba abajo hablando por teléfono con la agencia inmobiliaria y quejándose precisamente de ello.
—¿Es que no saben que hay leyes para estas cosas? —estaba diciendo—. Esta gente contamina el aire.
Era la quinta vez en dos días que llamaba al agente. El pobre hombre había cometido el error de darle el número de su casa; Annie estaba estropeándole el fin de semana bombardeándolo a quejas: la calefacción no iba, los dormitorios eran húmedos, el supletorio que había pedido no estaba instalado, la calefacción seguía sin funcionar. Y encima las campanas.
—No sería tan grave si al menos tocaran algo medianamente decente —proseguía—. Es absurdo, los metodistas tienen canciones muy buenas.
El día anterior Grace se había negado a acompañarla al rancho. Después de que su madre se hubo marchado, decidió salir a explorar. Choteau era básicamente una larga calle principal con el tren a un lado y una cuadrícula de calles residenciales al otro. Había una peluquería canina, un videoclub, una parrilla y un cine donde pasaban una película que Grace había visto un año atrás. La supuesta gloria del pueblo era un museo donde se exhibían huevos de dinosaurio. Entró en un par de tiendas y la gente se mostró afable pero reservada. Era consciente de que los demás la miraban andar lentamente por la calle con su bastón. Cuando regresó a la casa se sintió tan abatida que se echó a llorar.
Annie había vuelto eufórica y le dijo a Grace que Tom Booker había accedido a ver a
Pilgrim
el día siguiente. Todo el comentario de Grace fue:
—¿Cuánto tiempo tendremos que quedarnos en esta pocilga?
Era una casa grande e irregular con revestimiento de tablilla azul claro y totalmente enmoquetada con una lanilla teñida de un amarillo pardusco. El escaso mobiliario parecía proceder de una subasta. Annie se quedó de piedra al ver el sitio por primera vez. Grace estaba exultante. Su aspecto notoriamente insuficiente era para ella la perfecta vindicación.
Interiormente, Grace no se oponía tanto a la misión de su madre como aparentaba. De hecho, era un alivio dejar la escuela y no tener que estar poniendo buena cara todo el tiempo. Pero sus sentimientos hacia
Pilgrim
eran muy confusos. La asustaban. Era mejor apartarlo totalmente de sus pensamientos. Pero con su madre era imposible. Todos sus actos parecían forzarla a enfrentarse a la cuestión. Annie se lo había tomado como si
Pilgrim
fuese suyo, cuando lo cierto era que pertenecía a Grace. Por supuesto que ésta quería que el caballo se pusiera bien, sólo que… Entonces, por primera vez, se le ocurrió que tal vez no quería que se pusiera bien. ¿Acaso lo culpaba por lo que había sucedido? No, eso era una estupidez. ¿Acaso quería que se quedase como estaba, lisiado de por vida? ¿Por qué tenía él que recuperarse y ella no? No era justo. «Basta, déjalo», se decía. Aquellos pensamientos alocados y retorcidos eran culpa de su madre, y Grace no permitiría que se apoderaran de su mente.
Se concentró en la gimnasia hasta que notó que el sudor le bajaba por el cuello. Levantó una vez y otra el muñón hasta que le dolieron los músculos de la nalga derecha y el muslo. Ya podía mirarse la pierna y aceptar que le pertenecía. La cicatriz estaba limpia, ya no la atormentaba con aquel molesto escozor. Su musculatura empezaba a recobrarse, hasta el punto de que la manga de su pierna ortopédica empezaba a quedarle un poco apretada. Oyó que Annie colgaba el auricular.
—¿Has terminado, Grace? No tardará en llegar.
No respondió, dejó que las palabras quedaran en suspenso.
—¿Grace?
—Sí. ¿Y qué?
Pudo sentir la reacción de Annie, imaginar la expresión de fastidio en su rostro dando paso a la resignación. Oyó que suspiraba y regresaba al comedor que, como no podía de otra forma, Annie había transformado en su despacho.
Todo lo que Tom prometió fue que iría a echar otro vistazo al caballo. Era lo menos que podía hacer, teniendo en cuenta los kilómetros que ella había recorrido. Pero había puesto como condición que iría solo. No quería tenerla fisgando detrás de él, metiéndole prisa. Ya sabía lo bien que se le daba apremiar a la gente. Annie le había hecho jurar que después se pasaría por la casa y le diría su veredicto.
Tom conocía la casa de los Petersen, en las afueras de Choteau, donde tenían alojado a
Pilgrim.
Eran gente bastante simpática, pero si el caballo estaba tan mal como la última vez que lo había visto, probablemente no lo aguantaran mucho tiempo.
El viejo Petersen tenía cara de forajido, con su barba de tres días y unos dientes tan negros como el tabaco que siempre mascaba. Se los enseñó en una sonrisa malévola en cuanto Tom apareció en su Chevrolet.
—¿Cómo es el dicho…? Si vienes buscando problemas, has llegado al sitio exacto. Por poco me mata cuando intenté sacarlo del remolque. No ha dejado de tirar coces y chillar como un fantasma, condenado animal.
Acompañó a Tom por un camino enfangado al borde del cual podían verse las herrumbrosas carrocerías de coches abandonados, hasta un viejo establo con casillas a los lados. Habían sacado a los otros caballos. Tom oyó a
Pilgrim
antes de llegar allí.
—Coloqué esta puerta el verano pasado —dijo Petersen—. La vieja ya se la habría cargado. La mujer dice que se lo vas a arreglar…
—¿Eso ha dicho?
—Ajá. Déjame que te dé un consejo. Antes que nada ve a ver a Bill Larson para que te tome las medidas.
El viejo rió estrepitosamente y le dio a Tom una palmada en la espalda. Bill Larson era el dueño de la funeraria del pueblo.
El caballo tenía un aspecto más lamentable aún que la última vez. La pata delantera estaba en tal mal estado que Tom se preguntó cómo conseguía tenerse en pie, por no hablar de dar coces todo el rato.
—En sus tiempos debía de ser un animal precioso —dijo Petersen.
—Supongo.
Tom se volvió. Había visto suficiente.
Regresó en coche a Choteau y miró el papel donde Annie le había anotado la dirección. Cuando aparcó delante de la casa y fue hasta la puerta principal, las campanas de la iglesia estaban tocando una melodía que no había oído desde que era pequeño en la escuela dominical. Llamó al timbre y esperó.
La cara que apareció en la puerta lo dejó de piedra. No era que esperase ver a la madre, sino la franca hostilidad reflejada en el rostro pecoso y macilento de la muchacha. Recordó la foto que le había enviado Annie; el contraste con aquella chica feliz con su caballo era sorprendente. Sonrió.
—Tú debes de ser Grace. —Ella no devolvió la sonrisa, sólo asintió con la cabeza y se apartó para dejarlo pasar. Tom se quitó el sombrero y esperó a que ella cerrase la puerta. Oyó a Annie hablar en un cuarto junto al vestíbulo.
—Está al teléfono. Puede esperar aquí dentro.
Grace lo condujo a un salón en forma de L. Mientras la seguía, Tom miró la pierna y el bastón, diciéndose mentalmente que no debía volver a mirar. La habitación era lúgubre y olía a humedad. Había un par de butacas viejas, un sofá medio hundido y un televisor en el que daban una vieja película en blanco y negro. Grace se sentó y siguió mirándola.
Tom se acomodó en el brazo de una de las butacas. La puerta del fondo estaba entornada y vio un fax, una pantalla de ordenador y una maraña de cables. De Annie sólo se veía una pierna cruzada y un pie que se sacudía con impaciencia. Parecía muy nerviosa por algo.
—¡Cómo! ¿Que dijo qué? No me lo puedo creer. Lucy… Lucy, me da lo mismo. Eso no tiene nada que ver con Crawford. La directora soy yo, ¿entiendes?, y quiero esa portada y ninguna otra.
Tom vio que Grace arqueaba las cejas y se preguntó si lo hacía por él. En la pantalla del televisor, una actriz cuyo nombre no recordaba estaba de rodillas en el suelo aferrada a James Cagney, implorándole que no la abandonase. Siempre hacían lo mismo; Tom no comprendía por qué se tomaban la molestia.
—Grace, ¿quieres traerle un café a Mr. Booker? —gritó Annie desde la otra habitación—. Y otro para mí, por favor.
Volvió a su llamada. Grace apagó la tele y se levantó, visiblemente enojada.
—Déjalo, en serio —dijo Tom.
—Mi madre acaba de prepararlo. —Grace lo miró como si él hubiera dicho una grosería.
—Entonces bueno, gracias. Pero tú quédate viendo la película. Yo iré a buscarlo.
—Ya la he visto. Es una lata.
Grace cogió el bastón y fue hacia la cocina. Tom esperó un momento y la siguió. Ella lo fulminó con la mirada al verlo entrar e hizo más ruido del necesario con las tazas. Tom se acercó a la ventana.
—¿Qué hace tu madre?
—¿Qué?
—Tu madre, a qué se dedica.
—Dirige una revista. —Le pasó una taza de café—. ¿Nata y azúcar?
—No gracias. Debe de ser un trabajo muy estresante.
Grace rió. A Tom le sorprendió lo amarga que sonaba.
—Supongo que sí.
Se produjo un incómodo silencio. Grace apartó la vista y se disponía a servir otra taza cuando se detuvo y lo miró otra vez Tom reparó en el temblor que agitaba la superficie del café debido a lo tensa que estaba. Era fácil adivinar que Grace tenía algo importante que decir.
—Por si ella no lo ha mencionado, yo no quiero saber nada de todo esto, ¿de acuerdo?
Tom asintió en silencio y esperó a que ella siguiera hablando Grace le había casi escupido las palabras y ahora estaba un poco desconcertada por su impasibilidad. Vertió bruscamente el café pero con tal rapidez que derramó un poco. Dejó la cafetera sobre la mesa y cogió la taza.
—Todo ha sido idea de ella —dijo sin mirarlo—. Yo creo que es una estupidez. Lo mejor sería que se desembarazaran del caballo.
Pasó por su lado y salió de la cocina. Tom la vio irse y luego se volvió a mirar al pequeño y descuidado patio trasero. Un gato estaba comiéndose una cosa tendinosa junto a un cubo de basura volcado.
Tom había ido a la casa para decir por última vez a la madre de la chica que el caballo estaba desahuciado. No le resultaría fácil decirlo después del viaje que habían tenido que hacer. Tom lo había pensado mucho desde la visita de Annie al rancho. Para ser exactos, había pensado mucho en Annie y en la tristeza que había visto en sus ojos. Se le había ocurrido que si se ocupaba del caballo, tal vez no lo hiciese para ayudar a éste sino a ella. Y eso nunca. Era el peor motivo para hacerlo.
—Lo siento. Era importante.
Tom se volvió y vio entrar a Annie. Llevaba una holgada camisa tejana y el cabello peinado hacia atrás, mojado aún de la ducha. Parecía un chico.
—No se preocupe.
Annie fue a buscar el café y llenó su taza hasta arriba. Luego se acercó a él e hizo otro tanto con la suya sin preguntarle.
—¿Ha ido a ver a
Pilgrim?
—Dejó la cafetera pero se quedó de pie delante de Tom. Olía a jabón, o tal vez a champú, pero en cualquier caso a algo caro.
—Sí. Vengo de allí.
—¿Y bien?
Tom aún no sabía de qué manera iba a decírselo, ni siquiera cuando empezó a hablar.
—Pues está todo lo mal que puede estar un caballo. —Se interrumpió y advirtió que algo saltaba en los ojos de ella. Luego, detrás de Annie, vio el rostro de Grace asomado al hueco de la puerta, tratando de aparentar que con ella no iba la cosa pero fracasando estrepitosamente. Conocer a esa muchacha había sido para Tom como ver el último retrato de un tríptico; el conjunto era ahora más claro. Los tres —madre, hija, caballo— estaban inseparablemente unidos por el dolor. Si podía ayudar al caballo aunque sólo fuera un poco, tal vez los ayudase a todos. ¿Qué había de malo en ello? Y a decir verdad, ¿cómo podía dar la espalda a tanto sufrimiento?
Se oyó decir:
—Quizá podamos hacer algo.
Enseguida comprobó el efecto tranquilizador de sus palabras en la expresión de Annie.
—Eh oiga, un momento, señora. Sólo he dicho quizá. Antes de pensar en ello siquiera, tengo que saber una cosa. La pregunta es para Grace. —Advirtió que la chica se ponía rígida—. Verás, cuando trabajo con un caballo nunca lo hago solo. Es inútil. Tiene que implicarse también el dueño, la persona que va a montarlo. Conque éste es el trato. No sé si podré hacer algo por el pobre
Pilgrim,
pero con tu ayuda, estoy dispuesto a intentarlo.
Grace soltó de nuevo aquella risa amarga y apartó la cara como si no pudiera dar crédito a lo que oía. Annie agachó la cabeza.
—¿Tienes algún problema, Grace? —dijo Tom.
Ella lo miró con lo que sin duda pretendía ser desdén, pero cuando abrió la boca, la voz le salió trémula:
—¿No le parece, digamos, evidente?
Tom reflexionó unos instantes y luego sacudió la cabeza.