Tenía ganas de aparcar, pero no encontraba un lugar apropiado. Había un imponente casino solitario y mientras ella miraba, su rótulo de neón no dejó de parpadear, rojo y extravagante en la luz que se extinguía. Condujo colina arriba, dejando atrás un bar y unas cuantas tiendas bajas con un aparcamiento de tierra delante. Al lado de una maltrecha camioneta había dos indios de larga melena negra y plumas en sus sombreros vaqueros, viendo cómo se acercaba el Lariat con el remolque. Algo en su mirada la inquietó y siguió colina arriba, giró a la derecha y se detuvo. Apagó el motor y por un rato permaneció muy quieta. Notó que Grace sentada en la parte de atrás, la miraba. Finalmente, fue la muchacha quien rompió el silencio.
—¿Qué hacemos? —preguntó con voz muy cauta.
—¿Cómo? —dijo Annie bruscamente.
—Está cerrado. Mira.
Junto a la carretera había un cartel que rezaba: MONUMENTO NACIONAL. AQUÍ TUVO LUGAR LA BATALLA DE LITTLE BIGHORN. Grace estaba en lo cierto. Según el horario de visitas que constaba: en el cartel hacía una hora que había cerrado. A Annie la enfureció aún más que Grace hubiera creído que había ido allí deliberadamente, como una turista más. No quiso ni mirarla. Dirigió la vista al frente y respiró hondo.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto, Grace?
—¿Qué?
—Sabes a qué me refiero. ¿Cuánto tiempo va a durar?
Siguió una larga pausa. Annie vio que una planta rodadora perseguía su propia sombra por la carretera en dirección a ellas. Rozó el coche al pasar. Annie se volvió a mirar a Grace y ésta apartó la vista al tiempo que se encogía de hombros.
—Quiero decir, ¿va a durar mucho? —prosiguió Annie—. Hemos recorrido tres mil kilómetros y no has abierto la boca. De modo que he pensado que lo mejor era preguntar, a ver si me entero. ¿Es así como vamos a estar a partir de ahora?
Grace tenía la mirada baja y jugueteaba con su walkman. Se encogió nuevamente de hombros.
—No lo sé.
—¿Quieres que demos la vuelta y regresemos a casa? —preguntó Annie, y al ver que por toda respuesta su hija soltaba una risita amarga, insistió—: Bueno, ¿qué?
Grace alzó la vista y miró de reojo por la ventanilla, en un intento por aparentar indiferencia, pero Annie advirtió que pugnaba por no echarse a llorar. Se oyó un ruido de pisadas al moverse
Pilgrim
en el remolque.
—Porque si es eso lo que quieres…
De pronto Grace se volvió con el rostro desencajado. Estaba llorando a moco tendido y su impotencia por aguantarse las lágrimas hacía que se sintiese aún más furiosa con Annie.
—¡Y a ti qué más te da! —exclamó—. ¡Siempre eres la que decide! Finges que te importa lo que quieren los demás pero es mentira.
—Grace —dijo pausadamente Annie, levantando una mano, pero ella la apartó de un manotazo.
—¡No! ¡Déjame en paz!
Annie la miró por un instante y luego abrió la puerta y se apeó. Echó a andar a ciegas, inclinando la cara al viento. El camino rodeaba un pinar y conducía a un aparcamiento y un edificio bajo, ambos desiertos. Siguió caminando. Tomó un sendero que ascendía por la colina y se encontró junto a un cementerio delimitado por barandillas negras de hierro. En lo alto de la colina había un sencillo monumento de piedra y fue allí donde se detuvo.
En esa misma ladera, una día de junio de 1876, George Armstrong Custer y más de doscientos soldados fueron aniquilados por aquellos a quienes pretendían masacrar. Los nombres estaban grabados al aguafuerte en la piedra. Annie miró colina abajo el camposanto de lápidas blancas que proyectaban sombras alargadas bajo los últimos rayos de sol de la tarde. Permaneció allí contemplando la vasta y ondulante llanura de hierba batida por el viento que se extendía desde aquel triste lugar hasta un horizonte donde la tristeza era infinita. Y rompió a llorar.
Más tarde le parecería extraño el que hubiese ido a aquel lugar casualmente. Nunca conseguiría saber si otro sitio visitado al azar habría provocado en ella el llanto tanto tiempo reprimido. El monumento era una especie de cruel anomalía, ya que honraba a los autores del genocidio en tanto que las innumerables tumbas de aquellos a quienes habían asesinado sanguinariamente seguirían para siempre en el anonimato. Pero la sensación de sufrimiento y la presencia de tantos y tantos fantasmas trascendía cualquier detalle. Era sólo un lugar adecuado para el llanto. Y Annie agachó la cabeza y lloró. Lloró por Grace, por
Pilgrim
y por las almas en pena de los hijos que habían muerto en su vientre. Pero, sobre todo, lloró por sí misma y por aquello en que se había convertido.
Toda la vida había estado en lugares que no eran el suyo. Estados Unidos no era su hogar. Y tampoco lo era, cuando lo visitaba ahora, Inglaterra. En ambos países la trataban como si viniera del otro. Lo cierto era que no pertenecía a ninguna parte. No era de aquí ni de allá. No tenía hogar desde la muerte de su padre. Era una persona desarraigada, a la deriva.
En su momento ello había constituido una ventaja. Sabía cómo sacar provecho de las cosas. Podía adaptarse sin problemas a cualquier grupo, cultura o situación. Sabía por instinto qué hacer y con quién relacionarse para triunfar en la vida. Y en su trabajo, que tanto la había obsesionado, ese don la había ayudado mucho a ganar lo que merecía la pena ganar. Pero desde el accidente de su hija todo aquello le parecía despreciable.
En los últimos tres meses había sido la fuerte, engañándose al pensar que Grace necesitaba precisamente eso. El caso era que no sabía de qué otra forma reaccionar. Al haber perdido todo contacto consigo misma, lo había perdido también con su propia hija, y ello hacía que se sintiese consumida por la culpa. La acción se había convertido en un sustituto de los sentimientos. O cuando menos en la expresión de los mismos. Ese era el motivo, ahora lo comprendía, que se hubiera lanzado a esa aventura demencial con
Pilgrim.
Annie siguió sollozando hasta que le dolieron los hombros, luego se dejó deslizar con la espalda pegada a la fría piedra del monumento y se quedó sentada con la cabeza entre las manos. Y así permaneció hasta que el sol se sumergió, pálido y líquido, tras los picos nevados de los distantes montes Bighorn, y los álamos que bordeaban el río se fundieron en una única cicatriz negra. Cuando levantó la vista, era de noche y el mundo la cúpula del cielo.
—Señora… —Era un guardabosque. Sostenía una linterna, pero con el haz de la luz convenientemente apartado de la cara de ella—. ¿Se encuentra bien, señora?
Annie se secó la cara y tragó saliva.
—Sí. Gracias —dijo—. Estoy bien. —Se levantó.
—Su hija estaba un poco preocupada.
—Sí. Lo siento. Ahora voy.
Cuando Annie se marchó el hombre se llevó una mano al ala del sombrero.
—Buenas noches. Vaya usted con Dios.
Bajó hasta el coche, consciente de que el guardabosques estaba observándola. Grace dormía en el asiento de atrás. Annie puso el motor en marcha, encendió las luces y cambió de dirección en lo alto de la carretera. Volvió a la interestatal dando un rodeo y condujo toda la noche hasta llegar a Choteau.
El rancho de los hermanos Booker recibía su nombre, Double Divide, de los dos arroyos que corrían por sus tierras. Nacían en sendos pliegues montañosos y en sus primeros ochocientos metros parecían gemelos. En ese lugar la sierra que los separaba era baja, tanto que en un punto determinado ambos cauces se encontraban, pero entonces ascendía abruptamente en escabrosa cadena de riscos, empujando cada arroyo hacia un lado. Forzados así a buscar caminos independientes, se convertían en dos pequeños ríos bastante distintos.
El de más al norte corría raudo y poco profundo por un amplio y diáfano valle. Sus márgenes, aunque a veces empinadas, daban fácil acceso al ganado, las truchas asomaban la cabeza en los remansos remontando su curso, en tanto que las garzas gustaban de acechar a sus presas en los guijarrales. La ruta que el arroyo del sur se veía obligado a tomar era más exuberante y llena de obstáculos y árboles. Serpenteaba entre enmarañados sotos de sauce y sanguiñuelo para desaparecer un trecho entre cenagales. Más abajo, dibujando meandros en una pradera tan llana que sus revueltas se enlazaban consigo mismas, formaba un laberinto de quietas charcas negras e islotes de hierba cuya geografía era constantemente transformada por los castores.
Ellen Booker solía decir que aquellos arroyos eran como sus dos hijos varones, Frank, el del norte y Tom, el del sur. Eso fue hasta que Frank, que tenía entonces diecisiete años, comentó una noche durante la cena que le parecía una injusticia porque a él también le gustaban los castores
[2]
. Su padre le dijo que fuera a lavarse la boca con agua y jabón y lo mandó a la cama. Tom no estaba muy seguro de que su madre hubiera captado el chiste, pero así debió de ser, porque nunca volvió a hacer aquel comentario.
La cabaña que llamaban la «casa del arroyo», donde Tom y Rachel, y luego Frank y Diane, habían vivido, ahora estaba desocupada. Se levantaba sobre un peñasco que dominaba un recodo del arroyo septentrional. Desde allí podía verse el valle y, más allá de las copas de los álamos, la casa grande a poco más de medio kilómetro, rodeada de graneros, establos y corrales blanqueados. Las dos casas estaban unidas por un camino de tierra que zigzagueaba hasta los prados inferiores donde el ganado pasaba el invierno. Ahora, a primeros de abril, en esa parte del rancho casi no quedaba nieve. Sólo se la veía en los barrancos umbríos y entre los pinos y abetos que salpicaban la cara norte de la sierra.
Tom miró hacia la casa del arroyo desde el asiento del acompañante del viejo Chevy y se preguntó, como hacía a menudo, sobre la posibilidad de mudarse allí. Él y Joe volvían de alimentar el ganado y el chico esquivaba los baches con mano experta. Joe era bajo para su edad y tenía que sentarse tieso como un palo para ver más allá del capó. Durante la semana era Frank quien se encargaba del forraje, pero los fines de semana le gustaba hacerlo a Joe y Tom le echaba una mano. Habían descargado los fardos de alfalfa y juntos disfrutaban al ver las vacas y los terneros acercarse en tropel para comer.
—¿Podemos ir a ver el potro de
Bronty?
—preguntó Joe.
—Claro que sí.
—En la escuela hay un chico que dice que deberíamos marcarlo y adiestrarlo.
—Ya.
—Dice que si se hace cuando acaban de nacer, luego es fácil manejarlos.
—Sí. Hay gente que lo dice.
—En la tele hicieron un programa en que un tipo lo hacía con gansos. Tenía una avioneta y los gansos pequeños crecían pensando que era su madre. El tipo hacía volar la avioneta y los gansos la seguían.
—Algo de eso he oído.
—¿Tú qué opinas de esas cosas?
—Verás Joe, yo no soy un entendido en gansos. Puede que a ellos les parezca bien creer que son avionetas. —Joe rió—. Pero cuando se trata de un caballo mi opinión es que lo primero es dejarlo que aprenda a ser caballo.
Volvieron en coche al rancho y aparcaron junto al largo establo donde Tom guardaba varios de sus caballos. Los hermanos gemelos de Joe, Scott y Craig, salieron corriendo de la casa al verlos llegar. Tom advirtió que Joe ponía mala cara. Los gemelos tenían nueve años y como eran rubios, guapos y ruidosos siempre llamaban la atención más que su hermano.
—¿Vais a ver al potro? —chillaron al unísono—. ¿Podemos ir?
Tom les revolvió el pelo y dijo:
—Siempre que os estéis callados.
Los llevó al establo y los tres se quedaron junto a la casilla de
Bronty
mientras Joe entraba.
Bronty,
que era una yegua quarter de diez años, color bayo rojizo, adelantó el hocico hacia Joe, quien comenzó a frotarle el cuello suavemente con la mano. A Tom le gustaba ver que el chico se movía entre caballos con holgura y confianza. El potro, algo más oscuro que su madre, había estado tumbado en un rincón y ahora trataba de ponerse de pie, bamboleándose cómicamente sobre las patas rígidas para buscar el cobijo de su madre, sin dejar de mirar a Joe. Los gemelos rieron.
—Qué pinta tan graciosa tiene —dijo Scott.
—Yo tengo una foto vuestra a esa edad —dijo Tom—. ¿Y sabéis una cosa?
—Parecían un par de ranas —terció Joe.
Los gemelos se cansaron enseguida y se fueron. Tom y Joe llevaron los otros caballos a la explanada que había detrás del establo. Después de desayunar tenían pensado empezar el trabajo con algunos tusones. Mientras iban hacia la casa, los perros seecharon a ladrar y pasaron de largo a toda velocidad. Tom se volvió y vio el Ford Lariat doblando al pie de la loma y enfilando el camino de entrada a la casa. Dentro sólo iba el conductor, y cuando el coche estuvo más cerca Tom advirtió que se trataba de un mujer.
—¿Tu madre espera a alguien? —preguntó Tom. Joe se encogió de hombros. El coche se detuvo y los perros comenzaron a dar vueltas y ladrar sin parar alrededor de él. Entonces Tom reconoció a la conductora. Resultaba difícil de creer. Joe notó algo en su mirada.
—¿La conoces?
—Diría que sí. Pero no sé qué ha venido a hacer aquí.
Hizo callar a los perros y echó a andar. Annie bajó del coche y se acercó a Tom, nerviosa. Llevaba tejanos, botas de marcha y un enorme jersey de color crema que le llegaba hasta la mitad del muslo. El sol encendía por detrás sus cabellos de rojo y Tom se dio cuenta de que recordaba perfectamente aquellos ojos verdes del día en las caballerizas. Ella lo saludó con un movimiento de la cabeza sin llegar a sonreír, un poco avergonzada.
—Buenos días, Mr. Booker.
—Buenos, en efecto. —Se quedaron quietos unos instantes—. Joe, te presento a Mrs. Graves. Joe es sobrino mío.
Annie tendió la mano hacia el muchacho.
—Hola, Joe. ¿Cómo estás?
—Bien.
Annie miró el valle, las montañas, y luego otra vez a Tom.
—Qué lugar tan hermoso.
—Así es —dijo Tom al tiempo que se preguntaba cuándo se decidiría aquella mujer a explicarle qué diablos estaba haciendo allí, aunque tenía una ligera idea.
Annie respiró hondo.
—Mr. Booker, creerá usted que estoy loca, pero seguramente habrá adivinado por qué he venido.
—Supongo que no pasaba sencillamente por aquí.
Annie casi sonrió.
—Perdone que me presente así por las buenas, pero sabía lo que me diría si le telefoneaba. Se trata del caballo de mi hija.