—Comprendo.
Annie esperó a que continuara, pero él permaneció callado.
—En fin. Lo hemos trasladado a un sitio mejor, y me preguntaba si usted podría… —Se dio cuenta de la futilidad, de la estupidez de sus palabras antes incluso de decirlas—. Si consideraría la posibilidad de venir a verlo otra vez.
—Lo siento. No puedo. Y aunque tuviera tiempo, francamente no veo de qué serviría.
—¿No podría dedicarle un día o dos? No me importa lo que tenga que pagar.
Annie lo oyó soltar una risita y lamentó haberlo dicho.
—Mire señora, espero que no le importe que le hable claro, pero a ver si lo entiende. Existe un límite para el sufrimiento que loss animales pueden soportar. Creo que ese caballo suyo lleva viviendo en la sombra demasiado tiempo. Es inútil.
—Entonces ¿piensa que habría que sacrificarlo, como todos? —Hizo una pausa, luego añadió—: Si el caballo fuera suyo, Mr. Booker, ¿lo sacrificaría?
—Mire usted, el caballo no es mío y me alegro de no tener que tomar una decisión como ésa. Pero si estuviera en su lugar, eso es lo que haría, desde luego.
Annie intentó convencerlo una vez más, pero comprendió que era inútil. El hombre se mostró comedido, tranquilo y absolutamente inmutable. Ella le dio las gracias y colgó el auricular. Luego se dirigió hacia el salón. Todas las luces estaban apagadas y la superficie del piano brillaba débilmente en la oscuridad. Annie se acercó lentamente a la ventana y se quedó allí un buen rato, mirando los imponentes bloques al otro lado del parque, hacia el este. Parecía un telón de foro, diez mil ventanas minúsculas, alfilerazos de luz en un falso cielo nocturno. Era imposible creer que dentro de cada una de ellas hubiese una vida con sus penas y su destino concretos.
Robert se había quedado dormido. Annie le cogió el libro de las manos, apagó la lámpara de su lado y se desnudó a oscuras. Permaneció largo rato tumbada boca arriba a su lado, escuchándolo respirar y contemplando las formas anaranjadas que las farolas dibujaban en el techo al colarse la luz por los bordes de la persiana. Ya había tomado una decisión. Pero no pensaba decírselo a Robert ni a Grace hasta que lo tuviera todo arreglado.
Por su talento para criar jóvenes y despiadados reclutas capaces de administrar su poderoso imperio, Crawford Gates era conocido, entre otros muchos nombres lisonjeros, como la Cara que Lanzaba Mil Mierdas. Por esta razón Annie siempre experimentaba sentimientos contradictorios cuando tenía que reunirse con él.
Estaba sentado frente a ella, sin quitarle los ojos de encima mientras comía meticulosamente su chamuscado pez espada. Annie miraba intrigada cómo el tenedor acertaba cada vez el siguiente trozo como guiado hacia su objetivo por un imán infalible. Estaban en el mismo restaurante al que él la había llevado hacía casi un año, cuando le había ofrecido la dirección de la revista. Era un lugar enorme y desangelado con suelo de mármol blanco y decoración minimalista en negro mate. Por algún motivo, a Annie le hacía pensar en un matadero.
Sabía que pedir un mes era mucho, pero creía tener derecho a ello; hasta el accidente apenas se había tomado un día libre e incluso a partir de entonces no había disfrutado de muchos.
—Tendré el teléfono, el fax, el modem, todo —dijo—. Ni te enterarás de que no estoy.
Se maldijo a sí misma. Llevaba hablando un cuarto de hora y no conseguía dar con el tono adecuado. Parecía estar suplicando, cuando lo que debería hacer era decirle sin rodeos cuáles eran sus intenciones. Nada en los modales de él sugería hasta ese momento que desaprobara su petición. Se limitaba a oírla mientras el maldito pez espada viajaba como dirigido por un piloto automático hasta su boca. Cuando Annie se ponía nerviosa tenía la estúpida costumbre de sentirse obligada a llenar los silencios de la conversación. Decidió callar a la espera de una reacción. Crawford Gates terminó de masticar, asintió y sorbió un poco de su Perrier.
—¿Vas a llevarte a Robert y a Grace contigo?
—Sólo a Grace. Robert ya tiene demasiados problemas. Pero a Grace le conviene salir. Desde que volvió a la escuela ha empezado a deprimirse un poco. Un cambio le vendrá bien.
Lo que Annie no le explicó fue que ni Grace ni Robert tenían aún la menor idea de qué se traía entre manos. Decírselo a ellos era prácticamente lo único que quedaba pendiente. Todo lo demás lo había hecho desde su despacho, con ayuda de Anthony.
La casa que había alquilado estaba en Choteau, que era lo más parecido a un pueblo que podía encontrarse cerca del rancho de Tom Booker. No había podido escoger mucho, pero la vivienda estaba amueblada y, por los detalles que le había dado la agencia, parecía apropiada. Había encontrado cerca un fisioterapeuta para Grace y varias cuadras dispuestas a alojar a
Pilgrim,
aunque Annie no había sido del todo sincera a la hora de explicar las características del caballo. Lo peor sería arrastrar el remolque por siete estados hasta llegar a Choteau. Pero Liz Hammond y Harry Logan habían hecho varias llamadas para conseguir una serie de sitios donde los acogerían de camino.
Crawford Gates se limpió los labios con la servilleta y dijo:
—Annie querida, te lo dije antes y te lo digo ahora. Tómate el tiempo que necesites. Estos hijos nuestros son lo mejor que tenemos, y cuando algo va mal hemos de estar a su lado y hacer lo que sea conveniente.
Viniendo de alguien que había abandonado a cuatro esposas y el doble de hijos, a Annie le pareció bastante gracioso. Parecía Ronald Reagan al final de un mal día, y aquella sinceridad de película sólo sirvió para agudizar la cólera que ya sentía por su propia y malísima actuación. Lo más probable era que al día siguiente aquel mangante estuviera comiendo en la misma mesa con su sucesora. Casi había esperado que Gates se lo soltase allí mismo y la despidiera sin más.
Camino de la oficina en su ridículamente largo Cadillac negro, Annie decidió que esa misma noche se lo diría a su esposo y a su hija. Grace se pondría a gritar y Robert le diría que estaba loca, pero acabarían aceptándolo porque siempre pasaba igual.
La otra persona a la que tenía que informar era precisamente aquella de la que dependía todo el plan: Tom Booker. Le extrañó que, sin embargo, ésta fuese la cosa que menos le preocupaba, pero Annie a menudo se había visto en situaciones similares cuando era periodista; su especialidad era la gente que decía no. En una ocasión había viajado ocho mil kilómetros hasta una isla del Pacífico para llamar a la puerta de un famoso escritor que nunca concedía entrevistas. Acabó viviendo quince días con él y el artículo que escribió mereció varios premios y fue publicado simultáneamente en varios países.
Consideraba un hecho simple e irrebatible el que si una mujer llegaba a extremos épicos a la hora de poner toda su confianza en la misericordia de un hombre, éste no podía negarse.
La carretera se extendía en línea recta entre cercas que convergían en la amenazadora cúpula negra del horizonte. En aquel punto remoto, donde la carretera parecía ascender hacia el cielo, los relámpagos se sucedían como si los átomos del asfalto alimentaran de nuevo las nubes. A cada lado, la pradera de Iowa se extendía llana y monótona hacia la nada, caprichosamente iluminada a través de las nubes por ondulantes y súbitos rayos de sol, como si un gigante estuviera buscando su presa.
En aquel paisaje tanto el espacio como el tiempo parecían sufrir alguna clase de trastorno, y a Annie no le costó vislumbrar lo que, de haberse dejado llevar, habría podido convertirse en pánico. Escrutó el cielo en busca de algo a que aferrarse, un signo de vida, un silo, un árbol, un ave solitaria, algo. Al no encontrar nada, se puso a contar las estacas de las cercas o las franjas de la carretera que se le venían encima desde el horizonte como si el relámpago las hubiera encendido. Imaginó el Lariat y su remolque en forma de misil vistos desde arriba, tragándose aquellas franjas a bocados regulares.
En dos días habían viajado más de mil novecientos kilómetros y durante todo ese tiempo Grace apenas había hablado. Se pasaba la mayor parte del rato durmiendo, como hacía ahora, aovillada en el amplio asiento de atrás. Cuando despertaba se quedaba allí, con los cascos del walkman puestos o mirando fijamente el exterior. Sólo en una ocasión Annie miró por el espejo retrovisor yvio que su hija la observaba. Annie sonrió y Grace apartó inmediatamente la vista.
Grace había reaccionado ante el plan de su madre tal como ésta había previsto. Se puso a gritar y le dijo que no pensaba ir, que no podían obligarla y basta. Se levantó de la mesa, fue a su cuarto y cerró de un portazo. Annie y Robert se quedaron allí un rato en silencio. Ella ya se lo había contado a su esposo y había aniquilado toda su resistencia.
—Grace no puede seguir evitando el tema —dijo Annie—. Es su caballo. No puede desentenderse como si nada.
—Pero Annie, piensa en todo lo que ha pasado.
—Escurrir el bulto no va a ayudarla, sólo está empeorando las cosas. Sabes lo mucho que quería a
Pilgrim.
Ya viste cómo se puso el día que fuimos a verlo. ¿Te imaginas cómo debe de haberla obsesionado esa visión?
Robert no respondió, sólo bajó la vista y sacudió la cabeza. Annie le cogió una mano.
—Sé que podemos hacer algo al respecto, Robert —dijo, más calmada—.
Pilgrim
puede volver a ser lo que era. Este hombre es capaz de curarlo, y así Grace volverá a estar bien.
Robert la miró.
—¿De veras crees que puede hacerlo? —preguntó.
Annie dudó, pero no lo suficiente como para que él lo notase.
—Sí —dijo. Era la primera vez que mentía sobre el particular. Robert naturalmente suponía que a Tom Booker se le había consultado sobre el viaje de
Pilgrim
a Montana. Annie había mantenido esa misma ilusión al hablar con Grace.
Al no encontrar un aliado en su padre, Grace se rindió, como Annie había esperado que hiciese. Pero el rencoroso silencio en que degeneró su cólera estaba durando mucho más de lo que Annie había supuesto. En los viejos tiempos, antes del accidente, Annie no tenía dificultad para cambiar esos estados de ánimo, ya fuera tomándoselos a broma o ignorándolos olímpicamente. Aquel silencio, sin embargo, era de una índole nueva. Era tan épico e inmutable como la aventura en que la chica había sido obligada a embarcarse, y a medida que consumían kilómetros Annie no pudo por menos que maravillarse de su vigor.
La mañana en que partieron, Robert las había ayudado con el equipaje y luego las había llevado a Chatham para acompañarlas a casa de Harry Logan. A ojos de Grace eso lo convertía en cómplice de su madre. Mientras cargaban a
Pilgrim
en el remolque, Grace permaneció inmóvil en el Lariat con los auriculares puestos, fingiendo que leía una revista. Los relinchos del caballo y el ruido de sus cascos aporreando los costados del remolque resonaban por todo el patio, pero Grace no se mostró alterada en ningún momento.
Harry administró a
Pilgrim
una fuerte dosis de sedantes y entregó a Annie una caja con ampollas y unas cuantas agujas por si se presentaba una emergencia. Se acercó al coche para saludar a Grace y empezó a hablarle del modo en que debía alimentar al caballo durante el viaje.
—Es mejor que se lo cuente a mamá —le interrumpió Grace.
Cuando fue el momento de partir, su respuesta al beso de Robert fue poco más que rutinaria.
Aquella primera noche la pasaron en casa de una pareja amiga de Logan que vivía a las afueras de una pequeña localidad al sur de Cleveland. Elliott, el marido, había estudiado veterinaria con Harry y trabajaba para una clientela muy numerosa. Era de noche cuando llegaron y Elliott insistió en que Annie y Grace entrasen a refrescarse un poco mientras él iba a ver a
Pilgrim.
Dijo que en otro tiempo también habían tenido caballos y dispuso una casilla en el establo.
—Harry ha dicho que lo dejemos en el remolque —explicó Annie.
—¿Cómo? ¿Todo el viaje?
—Eso es lo que ha dicho.
Elliott arqueó una ceja y esbozó una sonrisa entre profesional y paternalista.
—Ustedes entren en la casa. Echaré una ojeada.
Empezaba a llover y Annie no tenía intención de ponerse a discutir. La esposa de Elliott se llamaba Connie y era menuda y sumisa. Llevaba una frágil permanente que parecía hecha aquella misma tarde. Los hizo pasar y les enseñó sus habitaciones. La casa era espaciosa y en el silencio parecían resonar las voces de los niños que habían crecido allí y ya no estaban. Sus caras les sonreían desde las fotografías de instituto y graduaciones en días soleados.
Para Grace dispusieron el dormitorio de la hija y a Annie la alojaron en la habitación de huéspedes. Connie le mostró a Annie dónde estaba el baño y se fue diciendo que la cena estaría lista en cuanto ellas lo dijeran. Annie le dio las gracias y recorrió el pasillo para entrar un momento en el cuarto de Grace.
La hija de Connie se había mudado a Michigan después de casarse con un dentista, pero su antigua habitación conservaba fresca su presencia. Había libros y trofeos de natación y estantes repletos de animalitos de cristal. En medio del abandonado desorden de una infancia desconocida, Grace estaba junto a la cama buscando su neceser. No levantó la vista al entrar su madre.
—¿Todo bien?
Grace se encogió de hombros y siguió sin mirarla. Annie trataba de aparentar que no pasaba nada, fingiendo interés por las fotos de las paredes. Se desperezó.
—Uf. Tengo el cuerpo entumecido.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
El tono fue frío y hostil. Annie se volvió y vio que Grace estaba con los brazos en jarras, mirándola.
—¿Qué has dicho?
Grace abarcó el conjunto de la habitación con un desdeñoso gesto del brazo.
—Todo esto; ¡qué estamos haciendo aquí!
Annie suspiró, pero antes de que pudiese pronunciar palabra Grace le dijo que lo olvidara, que daba igual. Cogió de un manotazo el bastón y la bolsa de aseo y fue hacia la puerta. Annie vio que estaba furiosa porque no podía hacer un mutis más efectista.
—Grace, por favor.
—He dicho que lo olvides, ¿de acuerdo?
Annie y Connie estaban hablando en la cocina cuando llegó Elliott procedente del patio. Estaba pálido y tenía un costado lleno de barro. También cojeaba, aunque trataba de disimularlo.
—Lo he dejado en el remolque —dijo.