Robert siempre había imaginado que una cesárea era una cosa muy pacífica. Nada de jadeos, nada de empujar ni gritar, un simple corte siguiendo una línea bien trazada y el bebé salía sin esfuerzo. De modo que no estaba preparado para el combate de lucha libre que aconteció. Se había iniciado ya cuando lo dejaron pasar y le dijeron que se quedase en un rincón, desde donde miró el espectáculo con los ojos abiertos como platos. Annie estaba bajo los efectos de la anestesia y Robert vio cómo aquellos hombres, perfectos desconocidos, hurgaban en sus entrañas con los brazos metidos hasta los codos en sangre y visceras, tiraban con fuerza y arrojaban burujos sanguinolentos a un rincón. Luego dilataron el boquete con abrazaderas metálicas y gruñeron, resollaron y se retorcieron hasta que uno de ellos, el héroe de guerra, lo tuvo en sus manos. Entonces, los otros se quedaron súbitamente quietos y miraron cómo extraía del vientre totalmente abierto de Annie aquella cosita reluciente de grasa uterina.
Aquel hombre, que también se las daba de gracioso, dijo a Robert como si tal cosa: «A ver si hay suerte la próxima vez. Es una niña.» Robert sintió deseos de matarlo. Pero una vez que la hubieron limpiado y secado, y tras comprobar que tanto sus manos como sus pies tenían todos los dedos que debían tener, se la entregaron envuelta en una manta blanca. Robert olvidó su cólera y la cogió en brazos. Luego la depositó en la almohada de Annie para que al despertar lo primero que viera fuese a Grace.
La próxima vez. No había habido una próxima vez. Los dos deseaban otro hijo, pero Annie había sufrido cuatro abortos, el último de los cuales, muy avanzado el embarazo, casi le había costado la vida. Se les aconsejó que no siguieran intentándolo, pero la advertencia estaba de más. El dolor había aumentado en progresión geométrica a cada intento, y al final ninguno de los dos se sintió capaz de afrontar otra pérdida. Después del cuarto aborto, Annie dijo que quería ligarse las trompas. Él creyó que aquello era un modo de castigarse a sí misma y le rogó que desistiera. Finalmente, y a regañadientes, ella cedió y se hizo colocar un espiral, no sin comentar con tono siniestramente irónico que con un poco de suerte el efecto sería el mismo.
Fue precisamente en aquel momento cuando Annie tuvo la oferta —que, para sorpresa de Robert, aceptó— de dirigir su primera revista. Y mientras él advertía que su esposa canalizaba su cólera y su desilusión hacia ese su nuevo papel, comprendió que lo hacía bien para distraerse bien para castigarse. Ambas cosas tal vez. Pero no le asombró en absoluto que a raíz de su brillante éxito, casi todas las revistas importantes del país empezaran a tratar de pisotearla.
Aquel fracaso conjunto era algo de lo que ya nunca hablaban pero que se había filtrado por cada una de las grietas de su relación.
Había estado presente, de forma tácita, aquella tarde cuando Annie llegó al hospital y él se había derrumbado y echado a llorar. Sabía que Annie tenía la sensación de que la culpaba por no haber sido capaz de darle otro hijo. El modo brusco con que ella había reaccionado se debía, tal vez, a que de algún modo veía en ellas un indicio de aquella culpa. Y quizá tuviese razón. Pues esa frágil muchacha que yacía ahora mutilada por el bisturí de un cirujano era todo lo que tenían. Qué mala e imprudente había sido Annie al engendrar un solo hijo. ¿Realmente lo pensaba él así? Claro que no. Pero entonces ¿cómo podía plantearse a sí mismo la cuestión con tanta facilidad?
Robert siempre había pensado que amaba a su esposa más de lo que ella lo querría nunca. No dudaba de que lo quisiera. Su matrimonio, comparado con muchos que él había observado, era feliz. Aún eran capaces de darse placer el uno al otro, mental y físicamente. Apenas había pasado un día en todos aquellos años sin que él se considerara afortunado por haberse casado con ella. No dejaba de preguntarse por qué una persona tan vital había querido tener por marido a un hombre como él.
Y no era que Robert se subestimara. Objetivamente —y él consideraba, objetivamente, que la objetividad constituía uno de sus puntos fuertes— era uno de los abogados mejor dotados que conocía. También era un buen padre, un buen amigo con los pocos amigos íntimos que tenía y, pese a todos los chistes de abogados que corrían por ahí, un hombre genuinamente virtuoso. Pero aunque él jamás se habría considerado un estúpido, sabía que le faltaba la agudeza de Annie. No la agudeza, la chispa. Que era lo que siempre había encontrado excitante en ella, desde aquella primera noche en África cuando abrió la puerta y la vio allí de pie con su equipaje.
Robert tenía seis años más que Annie, pero a menudo se había sentido mucho mayor. Y al considerar toda la gente poderosa y encantadora que ella conocía, le parecía poco menos que un pequeño milagro el que estuviera a gusto con él. Incluso estaba seguro —o todo lo seguro que un hombre podía estarlo en esos asuntos— de que nunca le había sido infiel.
Pero desde que Annie había aceptado ese nuevo empleo la primavera pasada, la relación entre ellos se había vuelto tirante. La sangría del despacho la había convertido en una persona irritable y más crítica de lo habitual. Tanto Grace como Elsa habían advertido el cambio, y cuando Annie estaba cerca intercambiaban miradas. Elsa parecía aliviada siempre que era él y no Annie, como sucedía últimamente, quien llegaba primero a casa. Rápidamente le pasaba a Robert los mensajes, le enseñaba lo que había preparado para cenar y se iba corriendo antes de que llegara Annie.
Robert notó una mano en su hombro y al volverse vio a su esposa de pie a su lado. Tenía dos grandes surcos oscuros bajo los ojos. Le tomó la mano y se la llevó a la mejilla.
—¿Has dormido? —preguntó él.
—Como un bebé. Ibas a despertarme…
—Yo también me he quedado dormido.
Ella sonrió y miró a Grace.
—No hay cambios —dijo.
Hablaban en voz baja como si temieran despertar a su hija. Permanecieron un rato mirándola, Annie con la mano aún en el hombro de su esposo, el ruido del resucitador midiendo el silencio entre ambos. Luego ella se estremeció y apartó la mano. Se arrebujó en su chaqueta de lana.
—He pensado que iré a casa a buscar algunas de sus cosas —dijo—. Así las tendrá a su lado cuando despierte.
—Iré yo. Es mejor que no conduzcas ahora.
—No, déjalo. En serio. ¿Me dejas tus llaves?
Robert las buscó y se las dio.
—Prepararé una bolsa para nosotros. ¿Necesitas algo en especial?
—Sólo ropa, quizá una maquinilla de afeitar.
Ella se inclinó y lo besó en la frente.
—Ten cuidado —dijo él.
—Descuida. No tardaré.
La vio partir. Annie se detuvo al llegar a la puerta y al volverse para mirarlo él supo que quería decirle algo.
—¿Qué? —preguntó. Pero ella sólo sonrió y sacudió la cabeza. Luego dio media vuelta y se fue.
A aquella hora del día las carreteras estaban despejadas y prácticamente desiertas. Annie condujo hacia el sur por la 87 y luego al este por la 90, tomando la misma salida que el camión aquella mañana.
No había habido deshielo y los faros del coche iluminaban los montones de nieve sucia a lo largo del arcén. Los neumáticos antideslizantes que había colocado Robert producían un débil rumor al rodar por el asfalto cubierto de arena. En la radio daban un programa coloquio; una mujer telefoneaba para decir lo preocupada que estaba por su hijo adolescente. Recientemente había comprado un coche nuevo, un Nissan, y el chico parecía haberse enamorado del vehículo. Se pasaba horas enteras sentado dentro, acariciándolo, y ese día, al entrar ella en el garaje, lo había pillado haciendo el amor con el tubo de escape.
«Vaya, es lo que uno llamaría una fijación, ¿eh?», dijo el presentador, que se llamaba Melvin. Daba la impresión de que los presentadores de aquellos programas siempre era tipos sabelotodos y despiadados como aquel Melvin, y Annie no podía entender cómo había personas que seguían llamando si sabían perfectamente que serían humillados. Quizá ésa fuese la gracia. Aquella mujer no parecía sentirse aludida.
«Pues —dijo—, supongo que de eso se trata. Pero no sé qué puedo hacer.»
«No haga nada —exclamó Melvin—. El chico se cansará pronto, ya sabe como son los tubos de escape. Otra llamada…»
Annie se desvió de la carretera por el camino vecinal que zigzagueaba colina arriba hasta su casa. Allí la calzada estaba cubierta de reluciente nieve dura y Annie condujo con precaución por el túnel de árboles y torció por el camino de entrada que Robert debía de haber limpiado esa mañana. Los haces de luz de sus faros recorrieron la blanca fachada de chilla de la casa, cuyos gabletes se perdían entre hayas imponentes. La casa permanecía a oscuras y las paredes y el techo del vestíbulo dieron un vislumbre de azul al colarse momentáneamente la luz de los faros. Una lámpara exterior se encendió automáticamente cuando Annie condujo hasta la parte de atrás y esperó a que se levantase la puerta del garaje subterráneo.
La cocina se hallaba como Robert la había dejado. Las puertas de los armarios estaban abiertas y encima de la mesa las dos bolsas de comestibles aún por desempaquetar. El helado que había en una de ellas se había derretido y goteaba formando en el suelo un pequeño charco rosado. La luz roja del contestador parpadeaba. Había tres mensajes, pero Annie no tenía ganas de escuchar mensajes. Vio la nota que Grace había dejado a Robert y la miró fijamente, como si no quisiera tocarla. Luego se volvió con brusquedad y se puso a limpiar el suelo y a guardar la comida que no se había estropeado.
Arriba, mientras preparaba una bolsa para Robert y para ella, tuvo la sensación de comportarse como un robot, como si hasta el menor de sus actos estuviese programado. Suponía que aquel entumecimiento tenía algo que ver con el shock o que tal vez se trataba de alguna clase de rechazo.
De lo que no había duda era de que la primera visión de Grace tras salir del quirófano le había resultado tan sumamente extraña y excepcional que no había podido asimilarla. Había llegado a sentirse casi celosa del dolor que corroía a Robert. Lo había visto recorrer con la mirada el cuerpo de su hija, como si de ese modo pudiese mitigar el sufrimiento que cada una de las intrusiones de los médicos había provocado en ella. Annie, en cambio, sólo miró. Aquella nueva versión de su hija era una realidad que carecía por completo de sentido.
Annie tenía la ropa y el cabello impregnados de olor a hospital, así que se desvistió y se duchó. Dejó que el agua corriera un poco sobre su cuerpo y luego ajustó la temperatura hasta que casi no pudo soportarla de tan caliente. A continuación levantó el brazo para regular la roseta de manera que el agua le pinchara la piel como agujas al rojo. Cerró los ojos y levantó la cara hacia la ducha; el dolor la hizo gritar, pero no hizo nada por evitarlo, contenta de que le doliera. Sí, eso podía sentirlo. Al menos podía sentir eso.
Al salir de la ducha el baño estaba lleno de vapor. Annie limpió el espejo parcialmente con la toalla y procedió a secarse al tiempo que contemplaba la imagen empañada y líquida de un cuerpo que no parecía el suyo. Siempre le había gustado su cuerpo, aunque estaba más llena y tenía los pechos más voluminosos de lo que predicaba la sección de estilo de su revista. Pero el espejo empañado le devolvía ahora una distorsionada abstracción rosada de sí misma, como un cuadro de Francis Bacon, y la visión le resultó tan inquietante que apagó la luz del baño y volvió rápidamente al dormitorio.
La habitación de Grace estaba como ella debía de haberla dejado la mañana anterior. A los pies de la cama aún por hacer estaba la larga camiseta que utilizaba a modo de camisón. Se agachó a recoger unos tejanos que había en el suelo. Eran los que tenían rotos deshilachados en las rodilleras, remendados por dentro con pedazos de un vestido floreado que había pertenecido a Annie. Recordaba el día en que se había ofrecido a arreglárselos y cómo le dolió cuando Grace le dijo con tono impasible que prefería que lo hiciese Elsa. Annie echó mano de su truco de siempre y, manifestándose ofendida con el simple gesto de enarcar una ceja, consiguió que Grace se sintiera culpable.
—Lo siento, mamá —dijo, y la rodeó con sus brazos—. Pero sabes que coser no se te da bien.
—Cómo que no —dijo Annie, convirtiendo en una broma lo que ambas sabían distaba mucho de serlo.
—Bueno, puede que sí. Pero no tan bien como Elsa.
Annie volvió a la realidad, dobló los tejanos de su hija y los guardó. Luego arregló la cama y se quedó de pie examinando la habitación y preguntándose qué llevar al hospital. En una suerte de hamaca que pendía sobre la cama había docenas de muñecos de peluche; un auténtico zoológico, desde osos y búfalos hasta milanos y oreas. Amigas y familiares se los habían traído de todos los puntos del globo terráqueo, y ahora, reunidos allí, se turnaban en compartir la cama de Grace. Cada noche, con escrupulosa imparcialidad, ella seleccionaba dos o tres, en función de su tamaño, y los ponía sobre su almohada. Annie comprobó que la última noche habían sido un zorrino y una especie de dragón horripilante que Robert le había traído de Hong Kong. Annie los dejó otra vez en la hamaca y rebuscó para encontrar al amigo más antiguo de Grace, un pingüino llamado
Godfrey,
que los compañeros de trabajo de Robert le habían enviado a la clínica el día en que nació su hija. Uno de los ojos era ahora un botón, y el muñeco estaba un poco flojo y desteñido de tantos viajes a la lavandería. Annie lo sacó del montón y lo metió en la bolsa.
Se acercó al escritorio que había al lado de la ventana y cogió el walkman de su hija y el estuche de casetes que siempre llevaba cuando iba de excursión. El médico había dicho que intentaran que escuchase música. Sobre la mesa había dos fotografías enmarcadas. En una de ellas aparecían los tres en una barca. Grace estaba en medio con los brazos sobre los hombros de Annie y Robert, y todos reían. Annie la metió en la bolsa y cogió la otra fotografía. Era de
Pilgrim
en el prado que había más arriba de la caballeriza, y había sido tomada poco después de que lo compraran el verano anterior. No llevaba silla ni bridas, ni siquiera ronzal, y el sol centelleaba en su oscuro pelaje. Tenía la cabeza vuelta hacia la cámara y la miraba fijamente. Era la primera vez que Annie estudiaba aquella foto, y de pronto le pareció inquietante la imperturbable mirada del caballo.
Ignoraba si
Pilgrim
aún vivía. Todo lo que sabía era lo que Mrs. Dyer le había dicho la tarde anterior en el hospital respecto a que lo habían llevado al consultorio del veterinario en Chatham y que sería trasladado a Cornell. Ahora, mirándolo en aquella fotografía, sintió que se reprochaba algo; no el que ignorara cuál había sido su suerte, sino algo más hondo que todavía no acertaba a comprender. Metió el retrato en la bolsa, apagó la luz y bajó.