El hombre que susurraba a los caballos (12 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Annie sólo había hablado una vez con Harry Logan. La conversación telefónica había sido delicada y aunque en ningún momento ella lo amenazó con demandarlo, lo cierto era que la posibilidad había estado presente en cada una de sus palabras. Logan se había mostrado encantador y Annie, al menos por el tono de voz, había expresado lo más próximo a una disculpa de que era capaz. Pero desde entonces sólo habían recibido noticias de
Pilgrim
por parte de Liz Hammond. La veterinaria, que no quería más preocupaciones para la pobre Grace, había hecho creer a Annie que el caballo se recuperaba de manera muy satisfactoria.

Le dijo que las heridas estaban curando bien, que los injertos de piel en la pata no habían presentado problemas y que el hueso del testuz había quedado mucho mejor de lo que habría cabido esperar. Nada de ello era mentira. Y nadie había preparado a Annie, Robert o Grace para lo que estaban a punto de ver cuando lle garon y aparcaron delante de la casa de Joan Dyer.

Mrs. Dyer salió del establo y cruzó el patio en dirección al coche limpiándose las manos en la chaqueta acolchada que solía llevar. El viento le levantaba mechones de pelo gris y Joan sonrió y se los apartó de la cara. Fue una sonrisa tan rara y poco característica que Annie se quedó perpleja. Tal vez se sentía turbada al ver al padre de Grace ayudar a ésta a coger las muletas.

—Hola, Grace —dijo Mrs. Dyer—. ¿Cómo estás, querida?

—Está muy bien, ¿verdad, cariño? —dijo Robert.

«¿Por qué no deja que sea ella quien responda?», pensó Annie.

—Oh, sí. Muy bien —dijo Grace con una valiente sonrisa.

—¿Qué tal la Navidad? ¿Muchos regalos?

—Muchísimos —contestó Grace—. Lo pasamos de fábula, ¿verdad? —Miró a Annie.

—De fábula —ratificó Annie.

Nadie parecía saber qué más decir, y por un momento permanecieron allí de pie, soportando el viento e incómodos por la situación. Las nubes se amontonaban, amenazadoras, en el cielo, y una súbita explosión de sol encendió las paredes rojas del establo.

—Grace quiere ver a
Pilgrim
—dijo Robert—. ¿Está en el establo?

Mrs. Dyer parpadeó.

—No. Está en la parte de atrás.

Annie notó que algo malo pasaba y vio que Grace también se había dado cuenta.

—Estupendo —dijo Robert—. ¿Podemos ir a verlo?

Mrs. Dyer vaciló, pero sólo un instante.

—Desde luego.

Echó a andar. Salieron del patio y fueron hacia la hilera de viejas casillas.

—Vayan con cuidado. Está todo bastante enfangado. —Se volvió un poco para mirar a Grace y sus muletas y luego le lanzó a Annie una mirada que parecía de advertencia.

—A que se le da bien andar con esas cosas, ¿no cree, Joan? —dijo Robert—. A duras penas puedo seguirla.

—Sí, ya lo veo. —Mrs. Dyer sonrió, brevemente.

—¿Por qué no está en el establo? —preguntó Grace. Joan Dyer no respondió. Habían llegado a las casillas y se detuvo junto a la única puerta cerrada. Se volvió, tragó saliva y miró a Annie.

—No sé qué les habrán contado Harry y Liz.

Annie se encogió de hombros.

—Bueno, sabemos que tiene suerte de seguir con vida —dijo Robert. Se hizo el silencio. Todos esperaban que Mrs. Dyer siguiera hablando. Ella parecía estar buscando las palabras adecuadas.

—Grace —dijo—,
Pilgrim
ya no es lo que era. El accidente ha dejado profundas huellas en él. —Grace pareció de pronto muy preocupada y Mrs. Dyer miró a los padres en busca de ayuda—. A decir verdad, no creo que sea muy buena idea que lo vea.

—¿Por qué lo dice? ¿Qué…? —empezó Robert, pero Grace lo interrumpió.

—Quiero ver a
Pilgrim.
Abra la puerta.

Mrs. Dyer miró a Annie para ver qué decidía ella. Annie creyó que habían llegado demasiado lejos para volverse atrás. Asintió con la cabeza. A regañadientes, Mrs. Dyer descorrió el pestillo de la parte superior de la puerta. De inmediato se produjo una explosión de ruido que sobresaltó a todos. Luego se hizo el silencio. Mrs. Dyer abrió lentamente la parte superior y Grace se asomó; Robert y Annie estaban detrás de ella.

La muchacha tardó unos instantes en habituarse a la oscuridad. Entonces lo vio. Tan frágil fue su voz que los otros apenas oyeron qué decía.


¿Pilgrim? ¿Pilgrim?
—Luego soltó un grito, se volvió y Robert tuvo que actuar con presteza para evitar que se cayera—. ¡No! ¡Papá, no!

Él la rodeó con sus brazos y se la llevó al patio. El sonido de sus sollozos se desvaneció a medida que se alejaban y se perdía en el viento.

—Lo siento mucho, Annie —dijo Mrs. Dyer—. No debería haberla dejado.

Annie la miró sin expresión y luego se acercó un poco más a la casilla. La alcanzó una acre oleada de olor a orines y vio que el suelo estaba lleno de excrementos.
Pilgrim
estaba al fondo de la casilla y la observaba entre las sombras. Tenía las patas separadas y la cabeza gacha, a poco más de un palmo del suelo. Su hocico, surcado por grotescas cicatrices, parecía retarla a dar un paso, y jadeaba con breves y nerviosos bufidos. Annie sintió un escalofrío en la nuca y el caballo pareció darse cuenta, pues amusgó las orejas, le enseñó todos los dientes y la miró de soslayo en una horripilante parodia de amenaza.

Annie escrutó el blanco de sus ojos, inyectado de sangre, y por primera vez en su vida supo que de verdad era posible creer en el demonio.

Capítulo 5

Llevaban casi una hora reunidos y Annie empezaba a estar harta. El despacho estaba prácticamente lleno de gente enzarzada en un esotérico debate sobre qué matiz concreto de rosa iría mejor en la próxima portada. Las maquetas rivales estaban desplegadas ante ellos. A Annie todas le parecían horribles.

—Yo es que no creo que nuestros lectores sean del tipo rosa fucsia —decía alguien.

El director de arte, que pensaba lo contrario, se ponía cada vez más a la defensiva.

—No es fucsia —dijo—. Es caramelo eléctrico.

—Bueno, pues tampoco me parecen ni eléctricos ni acaramelados. Es muy años ochenta.

—¿Ochenta? ¡No seas ridículo!

En otro momento, Annie habría cortado la discusión antes de que llegara a esos extremos. Les habría dicho lo que pensaba y ahí habría acabado el problema. Pero ocurría que concentrarse le resultaba imposible. Peor aún, no le importaba demasiado.

Toda la mañana lo mismo. Primero había asistido a un desayuno de negocios para hacer las paces con el agente de Hollywood cuyo «agujero negro» se había puesto como una fiera al enterarse de que el artículo sobre él no se publicaría. Luego la gente de producción había tomado su despacho por asalto y durante dos horas la habían machacado con sus augurios pesimistas sobre el precio del papel. Uno de ellos se había puesto una colonia tan espantosamente mareante que cuando se marcharon Annie había tenido que abrir todas las ventanas. Aún podía olerla.

En las últimas semanas había tenido que delegar más que nunca responsabilidades en su amiga Lucy Friedman, subdirectora y gurú de la revista en cuestiones de estilo. La portada objeto de discusión guardaba relación con un artículo sobre gigolós que Lucy había encargado, y presentaba una fotografía de una estrella de rock tan perenne como sonriente cuyas arrugas habían sido borradas por ordenador según la cláusula del contrato.

Consciente sin duda de que Annie tenía la cabeza en otra cosa, Lucy llevaba la voz cantante en la reunión. Era una mujer grande y belicosa dotada de un malvado sentido del humor y una voz de silenciador de coche viejo. Le gustaba darle la vuelta a las cosas y eso precisamente estaba haciendo en ese momento al decir que el fondo de la portada no debería ser rosa sino verde lima fluorescente.

Mientras el ambiente iba caldeándose, Annie se quedó otra vez medio adormilada. En una oficina al otro lado de la calle había un hombre con gafas y traje junto a la ventana, ejecutando una especie de
tai chi.
Annie observó la extraordinaria precisión de sus movimientos y lo quieta que mantenía la cabeza, y se preguntó para qué podía servirle todo aquello.

Algo atrajo su atención. Por el panel de cristal vio que Anthony, su ayudante, le hacía señas y se señalaba el reloj. Era casi mediodía y había quedado con Robert y Grace en la clínica ortopédica.

—¿Tú qué crees Annie? —dijo Lucy.

—Perdona, Luce, ¿decías?

—Verde lima. Y las letras en rosa.

—Fabuloso —dijo Annie, y optó por ignorar algo que masculló el director de arte. Se echó hacia adelante y apoyó las palmas sobre el escritorio—. Oye, ¿no podríamos dejarlo para otro rato? Tengo una cita.

Había un coche esperándola. Le dio la dirección al taxista y se sentó en la parte de atrás, arrebujada en su chaqueta, mientras cruzaban la zona este de la ciudad en dirección a la zona residencial. Las calles y quienes por ellas caminaban parecían tristes y grises. Era esa época tenebrosa en que el nuevo año había corrido lo suficiente como para que todos vieran que era tan malo como el anterior. Mientras esperaban en un semáforo, Annie vio a dos mendigos acurrucados en un portal, uno declamando al cielo con grandes aspavientos y el otro dormido al lado. Sintió las manos frías y las hundió en los bolsillos de su chaqueta.

Pasaron por delante de Lester's, la cafetería de la 84 a donde Robert solía llevar a Grace a desayunar antes de ir al colegio. Aún no habían hablado de la escuela, pero Grace no tardaría en tener que enfrentarse a las miradas de sus compañeras de clase. No iba a ser fácil pero cuanto más lo postergaran, peor iba a ser. Si le ajustaba bien la pierna nueva, la que iban a probarle hoy en la clínica, Grace volvería a caminar muy pronto. Cuando le hubiera cogido el tranquillo, tendría que reemprender las clases.

Annie llegó veinte minutos tarde. Robert y Grace ya habían entrado y estaban con la ortopeda, Wendy Auerbach. La recepcionista se ofreció a cogerle la chaqueta, pero Annie se negó y de inmediato fue conducida por un pasillo blanco y estrecho hasta la sala de pruebas.

La puerta estaba abierta y ninguno de los tres la vio entrar. Grace se encontraba sentada en una cama, en leotardos. Estaba mirándose las piernas, pero Annie no pudo verlas porque la ortopeda estaba arrodillada delante, ajustando alguna cosa. Robert contemplaba la escena.

—¿Qué tal? —dijo la ortopeda—. ¿Lo sientes mejor? —Grace asintió—. Correcto. Ahora probemos si te pones de pie.

La mujer se apartó y Annie vio cómo Grace fruncía el entrecejo concentrándose en bajar muy lentamente de la cama. Entonces levantó la vista y vio a su madre.

—Hola —la saludó, e hizo todo lo posible por sonreír.

—Hola —dijo Annie—. ¿Cómo va eso?

Grace se encogió de hombros. A Annie le sorprendió lo pálida que estaba y lo frágil que parecía.

—La chica tiene talento —dijo Wendy Auerbach—. Siento que hayamos tenido que empezar sin usted, mamá.

Annie levantó una mano dando a entender que no le importaba. Le sacaba de quicio la inquebrantable jovialidad de aquella persona. Si lo de «correcto» ya era malo, lo de llamarla «mamá» era jugar con la muerte. Le resultaba difícil apartar los ojos de la pierna y se daba cuenta de que Grace estaba analizando su reacción. La prótesis era de color carne y, salvo por el gozne y el orificio de la válvula, una copia razonable de su pierna izquierda. A Annie le pareció que tenía un aspecto horrendo, escandaloso. No supo qué decir. Robert acudió en su ayuda.

—Encaja a las mil maravillas —dijo.

Tras la primera prueba, habían sacado un nuevo molde de escayola del muñón, al que habían adaptado esa nueva prótesis mejorada. La fascinación de Robert por la tecnología había facilitado mucho las cosas. Había llevado a Grace al taller y había hecho tantas preguntas que probablemente ya sabía lo suficiente para dedicarse a fabricar prótesis. Annie sabía que con su actitud no sólo pretendía distraer a Grace sino también a sí mismo del horror de todo aquello. Pero funcionó, y Annie no pudo por menos que agradecérselo.

Entró alguien con un andador y Robert y Annie vieron cómo Wendy Auerbach enseñaba a su hija a utilizarlo. Sólo sería necesario durante un par de días, dijo la ortopeda, hasta que Grace se acostumbre a la nueva pierna. Luego bastaría con emplear un baston, pero enseguida comprobaría que ni siquiera eso era necesario. Grace se sentó otra vez y la ortopeda le dio unos cuantos consejos sobre el mantenimiento y la higiene de la prótesis. Se dirigía sobre todo a Grace, pero tratando de implicar también a los padres. Sin embargo, esto pronto se redujo a Robert, pues era él quien hacía las preguntas y, de todos modos, la mujer parecía notar que a Annie no le caía bien.

—Correcto —dijo finalmente—. Creo que eso es todo.

Los acompañó a la puerta. Grace llevaba puesta la pierna ortopédica, pero se ayudaba con las muletas. Robert llevaba el andador y una bolsa con cosas que Wendy Auerbach les había dado para el cuidado de la prótesis. Él le dio las gracias y todos esperaron mientras la ortopeda abría la puerta y daba un último consejo a Grace.

—Recuerda, puedes hacer prácticamente todo lo que hacías antes. Con que, señorita, en cuanto te sientas capaz podrás volver a montar ese caballote tuyo.

Grace bajó los ojos. Robert le puso una mano en el hombro. Annie se rezagó un poco antes de salir.

—Ella no quiere montar —dijo entre dientes al pasar—. Y el caballo tampoco quiere que lo monte. ¿Correcto?

Pilgrim
se iba consumiendo. Los huesos fracturados y las cicatrices que tenía por todo el cuerpo habían curado, pero las lesiones en los nervios de la espaldilla lo habían dejado cojo. Sólo podía ayudarlo una combinación de fisioterapia y confinamiento. Pero se mostraba tan violento ante la presencia de cualquier humano que ello resultaba imposible sin peligro de sufrir heridas graves. Así pues, su sino era el confinamiento. En la oscura pestilencia de su casilla, tras el establo en que había conocido tiempos mejores,
Pilgrim
empezó a perder peso.

Harry Logan carecía del valor y la destreza de Dorothy Chen administrando inyecciones. Y fue así como los hijos de Mrs. Dyer idearon una astuta técnica para ayudarlo. Cortaron una pequeña ventanilla deslizante en la sección inferior de la puerta, a través de la cual daban de comer y beber al caballo. Cuando le tocaba una inyección lo dejaban hambriento. Mientras Logan esperaba jeringa en mano, los chicos ponían cubos de comida y agua en la parte de afuera y luego abrían la ventanilla. A menudo les daba un ataque de risa cuando se escondían a un lado y esperaban a que el hambre y la sed vencieran el miedo del caballo. Cuando asomaba el hocico para olfatear los cubos, los chicos bajaban la trampilla y le atrapaban la cabeza el tiempo suficiente para que Logan pudiera aplicarle una inyección en el cuello. Logan odiaba ese sistema. Y sobre todo el modo en que se reían los chicos.

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