Annie intentó cogerla en brazos pero Grace la apartó.
—¡Vete! ¡Déjame en paz! ¡Vete!
Annie se puso de pie, sintió que se tambaleaba y por un instante pensó que iba a caerse. Casi a ciegas avanzó hacia el charco de luz que sabía la conduciría a la puerta. No tenía una idea clara de qué haría una vez allí, sólo que estaba obedeciendo una orden que la obligaba a marcharse. Al llegar a la puerta oyó que su hija decía algo y se volvió y miró hacia la cama. Grace estaba otra vez de cara a la pared y le temblaban los hombros.
—¿Qué? —dijo Annie.
Esperó, y no supo si fue su propia aflicción o la de Grace la que amortiguó nuevamente las palabras, pero hubo algo en el modo en que fueron pronunciadas que la hizo retroceder. Se acercó a la cama hasta una distancia en que podía tocarla, pero no lo hizo por miedo a que la rechazara.
—Grace… No he oído lo que has dicho.
—Digo que… me ha venido. —Lo dijo entre sollozos y al principio Annie no comprendió.
—¿Qué te ha venido?
—La regla.
—¿Cómo? ¿Esta noche?
Grace asintió.
—Lo he notado cuando estaba abajo y al llegar aquí tenía las bragas manchadas de sangre. Las he lavado en el baño pero no quedan limpias.
—Oh, Gracie.
Annie puso una mano en el hombro de su hija y ésta se volvió. Ya no había ira en su rostro, sólo dolor y pena. Annie se sentó en la cama y estrechó a su hija entre sus brazos. Grace la abrazó y Annie notó que sus sollozos de niña hacían que ambas se agitaran como si fueran un solo cuerpo.
—¿Quién me va a querer?
—¿Qué, cariño?
—¿Quién me va a querer? Nadie.
—Oh Gracie, eso no es verdad…
—¿Por qué iban a quererme?
—Por ti misma. Porque eres increíble. Eres hermosa y fuerte. Y la persona más valiente que he conocido en toda mi vida.
Se abrazaron y lloraron juntas. Y cuando pudieron hablar otra vez Grace le dijo que no había querido decir las cosas terribles que había dicho y Annie contestó que ya lo sabía pero que había parte de verdad en ellas y que era consciente de haber hecho muchas cosas mal. Permanecieron cada una con la cabeza apoyada en el hombro de la otra, y dejaron hablar a sus corazones como nunca se habían atrevido a hacerlo.
—Todos estos años que tú y papá intentabais tener otro hijo, yo rezaba cada noche para que esa vez saliera bien. Y no por ti o porque quisiera tener un hermano, sino porque así ya no tendría que seguir siendo… tan, no sé.
—Dilo.
—Tan especial. Porque yo era la única, notaba que los dos esperabais de mí que fuera la mejor en todo, y yo no era tan perfecta, yo era yo y nada más. Y ahora voy y lo estropeo todo.
Annie la estrechó y le acarició el pelo y le dijo que las cosas no eran como ella decía. Y pensó, sin llegar a decirlo, que el amor era una mercancía peligrosa y que la exacta graduación de lo que uno daba y tomaba era demasiado precisa para los simples humanos.
Estuvieron mucho rato allí sentadas, hasta que Annie notó que la humedad de sus lágrimas se le había enfriado en el vestido.
Grace se quedó dormida en sus brazos y no despertó ni siquiera cuando Annie la acostó y se tendió a su lado.
Escuchó el respirar de su hija, un sonido uniforme y confiado y permaneció un rato contemplando cómo la brisa agitaba los visillos. Luego se durmió con un sueño profundo, mientras fuera la tierra, enorme y silenciosa, giraba bajo el firmamento.
Desde la ventanilla salpicada de lluvia del taxi negro Robert miró a la mujer de la valla anunciadora que había estado agitando el brazo durante los últimos diez minutos gracias a uno de esos artilugios electrónicos. Ella llevaba unas Rayban y un bañador fucsia y en la otra mano tenía lo que se suponía era una piña colada. La mujer hacía lo posible por convencer a Robert y varios centenares de viajeros más embotellados por el tráfico y empapados de lluvia de que lo mejor que podían hacer era comprar un billete de avión a Florida.
Lo cual era discutible. Y un timo peor de lo que parecía, porque la prensa inglesa no había escatimado espacio a la hora de informar sobre unos turistas británicos que recientemente habían sido atracados, violados y asesinados precisamente en Florida. Mientras el taxi avanzaba lentamente, Robert advirtió que un bromista había garabateado junto a los pies de la mujer la frase «Y no olvide llevar la Uzi».
Comprendió demasiado tarde que habría sido mejor tomar el metro. En los últimos diez años cada vez que iba a Londres, estaban excavando para ampliar la carretera al aeropuerto, y se sentía inclinado a creer que no lo hacían a propósito. El vuelo a Ginebra salía al cabo de treinta y cinco minutos y a este paso lo iba a perder por un par de años. El taxista ya le había informado, con algo sospechosamente parecido al regocijo, de que en el aeropuerto había un auténtico «puré de guisantes», que era como los ingleses se referían a la niebla.
Y la había. Pero no perdió su avión porque el vuelo había sido cancelado. Fue a sentarse al vestíbulo de la clase
business
y durante un par de horas disfrutó de la camaradería de un número cada vez mayor de enojados ejecutivos, cada cual ahondando en su particular camino hacia la trombosis coronaria. Trató de llamar a Annie pero le salió el contestador y se preguntó dónde podían estar. Había olvidado preguntarles qué pensaban hacer ese Memorial Day, el primero en muchos años que no pasaban juntos.
Dejó un mensaje y cantó unos compases de
Halls of Moctezuma
especialmente para Grace, algo que solía hacer por esas fechas en el desayuno, lo que daba pie a las protestas de su hija. Después echó una última ojeada a las notas de la reunión del día (que habían salido bien) y al papeleo de la del día siguiente (que también podía salir bien si es que conseguía llegar a tiempo) y luego lo guardó todo y fue a dar otra vuelta por la zona de embarque.
Mientras contemplaba unos jerseys de cachemir para jugar al golf que no habría regalado ni a su peor enemigo, alguien lo saludó y al levantar la vista vio a un hombre que se acercaba a aquella categoría más que ningún otro conocido suyo.
Freddie Kane era un personajillo en el mundo editorial, una de esas personas a las que uno no preguntaba demasiado acerca de la verdadera naturaleza de sus asuntos, no por temor a ponerlas en un aprieto a ellas sino a uno mismo. Él compensaba cualquier deficiencia que pudiera haber en aquel tenebroso terreno dejando claro que poseía una fortuna personal y que, además, conocía todos los chismes que había que conocer sobre cualquiera que fuese «alguien» en Nueva York. Al olvidar el nombre de Robert en cada una de las cuatro ocasiones en que habían sido presentados, Kane había dejado igualmente claro que entre esos «alguien» no contaba al marido de Annie Graves. En cambio, a Annie sí, y mucho.
—¡Hola! ¡Me parecía que eras tú! ¿Cómo te va? —Cogió con una mano el hombro de Robert y utilizó la otra para sacudir la de éste de un modo extrañamente violento y flaccido a la vez. Robert sonrió y vio que el hombre usaba unas gafas como las que los artistas de cine llevaban últimamente con la esperanza de tener un aspecto más intelectual. Sin duda alguna había olvidado otra vez el nombre de Robert.
Charlaron un rato sobre los jerseys de golf, intercambiando información sobre sus respectivos destinos, hora aproximada de llegada y las propiedades de la niebla. Robert se mostró evasivo sobre los motivos de su estancia en Europa, no porque fuera un secreto sino porque el que lo hiciera decepcionaba a Freddie. Y tal vez fue en venganza por lo que Freddie hizo el siguiente comentario:
—Parece ser que Annie tiene problemas con Gates —dijo.
—¿Perdón?
Freddie se tapó la boca con una mano y puso cara de colegial pillado en falta.
—Uy. A lo mejor no tenías que saberlo.
—Lo siento, Freddie. Sabes más que yo.
—Bueno, es que un pajarito me ha dicho que Gates ha iniciado otra caza de brujas. Seguramente no hay nada de cierto.
—¿A qué te refieres con eso de caza de brujas?
—Oh, ya sabes cómo son estas cosas, los mismos perros pero con distinto collar. He oído decir que le estaba haciendo la vida imposible a Annie, eso es todo.
—Pues es la primera noticia que…
—Bah, chismorreos. No tenía que haberlo mencionado. —Sonrió satisfecho de haber conseguido lo único que debía de haberse propuesto al saludar a Robert, y dijo que tenía que volver al mostrador para quejarse una vez más a la compañía aérea.
De vuelta en el vestíbulo, Robert se tomó otra cerveza y ojeó un ejemplar de
The Economista
mientras meditaba sobre lo que le había dicho Freddie. Aunque se había hecho el candido, al instante había sabido de qué estaba hablando el otro. Era la segunda vez en una semana que oía decir algo parecido.
El martes anterior había asistido a una recepción ofrecida por uno de los clientes importantes de su firma. Era la clase de fiestas para la que normalmente daba cualquier excusa a fin de no ir, pero que en esa ocasión, estando Annie y Grace fuera, en realidad había esperado con cierta ilusión. Se celebraba en unas suntuosas oficinas de unos cuantos acres cuadrados cerca del Rockefeller Center, con montañas de caviar en las que uno casi podía practicar esquí.
Llamaran como llamasen ahora a una reunión de abogados (cada semana le adjudicaban un nombre nuevo y más despectivo), aquella era sin duda una de ellas.
Había muchos rostros conocidos de otros bufetes y Robert supuso que el motivo por el que los anfitriones los habían invitado a todos era mantener a la firma de Robert en estado de alerta. Entre los otros abogados estaba Don Farlow. Sólo habían coincidido una vez, pero a Robert le caía bien y sabía que Annie le tenía en gran estima profesional.
Farlow lo saludó efusivamente y a Robert le gustó comprobar mientras charlaban que no sólo compartían un apetito rayano en la voracidad por el caviar, sino una postura saludablemente cínica respecto a aquellos que lo suministraban. Se parapetaron junto al enorme vivero y Farlow escuchó con paciencia las explicaciones de Robert sobre los avances del pleito sobre el accidente de Grace, que con las complicaciones que estaban surgiendo parecía condenado a durar varios años. Luego hablanron de otras cosas. Farlow preguntó por Annie y qué tal le iban las cosas en el oeste.
—Annie es sensacional —dijo Farlow—. La mejor. Lo malo es que ese crápula de Crawford también lo sabe.
Robert le preguntó qué quería decir y Farlow pareció sorprendido y, acto seguido, incómodo. Rápidamente cambió de tema y la única cosa que dijo, al marcharse, fue que le dijese a Annie que volviera pronto. Al llegar a casa Robert llamó a su esposa de inmediato y le mencionó el comentario de Farlow, pero ella restó importancia al asunto.
—Aquello es el palacio de la paranoia —dijo. Sí claro, Gates le hacía la vida imposible, pero no más de lo acostumbrado—. Ese bastardo sabe que me necesita más que yo a él.
Robert lo dejó estar, aun cuando le parecía que las bravatas de Annie estaban pensadas más para convencerse a sí misma que a él.
Ahora bien, si Freddie Kane estaba al corriente, se podía apostar a que casi todo Nueva York lo sabía o lo sabría pronto. Y aunque Robert no estaba metido en ese mundo, lo conocía suficientemente para saber qué importaba más, lo que se decía o lo que era verdad.
Hank y Darlene solían organizar el baile para la fiesta del Cuatro de Julio. Pero ese año Hank tenía fecha para hacerse operar las varices a finales de junio y no estaba para dar saltos, de modo que lo habían adelantado aproximadamente un mes a fin de que coincidiera con el Memorial Day.
Eso implicaba un riesgo. Unos años atrás, para esas fechas habían caído más de dos palmos de nieve, y algunos de los invitados de Hank pensaban que un día dedicado a honrar a aquellos que habían muerto por su país no era el más adecuado para festejar nada. Hank dijo que puestos en ese plan, también era una tontería celebrar la independencia cuando uno llevaba tanto tiempo casado como él con Darlene, y que todos sus conocidos que habían estado en Vietnam tenían ganas de armar una buena, así que al diablo.
Y como para darle una lección, llovió.
Ríos de lluvia caían sobre los toldos, hinchándolos y haciendo sisear las hamburguesas, las costillas y los filetes en la barbacoa. Por si eso fuera poco, un rayo hizo explotar una caja de fusibles y apagó todas las luces de colores que habían colgado en el patio. A nadie pareció importarle mucho. Se apiñaron todos en el establo. Alguien le dio a Hank una camiseta que él se puso de inmediato; en la parte de delante ponía en grandes letras negras: «Ya te lo decía yo.»
Tom tardaba en llegar porque el veterinario no había podido ir al Double Divide hasta después de las seis. Le había puesto otra inyección a la potranca pensando que con eso bastaría. Seguían ocupados con ella cuando los otros se fueron a la fiesta. Desde la puerta del establo había visto como Annie y Grace se amontonaban con los chicos en el Lariat. Annie lo había saludado con el brazo y le había preguntado si iba con ellos. Tom respondió que iría más tarde. Le gustó ver que llevaba puesto el mismo vestido que dos noches atrás.
Ni ella ni Grace habían mencionado lo sucedido aquella noche. El domingo Tom se levantó antes del alba y mientras se vestía vio que las persianas de Annie seguían abiertas y la luz encendida. Sintió ganas de ir allí y ver si todo iba bien, pero pensó que era mejor esperar para no dar la impresión de que quería entrometerse Cuando hubo terminado con los caballos y entró para desayunar Diane le dijo que Annie acababa de llamar para preguntar si le parecía bien que ella y Grace los acompañaran a la iglesia.
—Será que quiere hacer un artículo para su revista —dijo Diane. Tom replicó que eso era injusto y que a ver si no atosigaba a Annie. Diane no había vuelto a decirle nada.
Habían ido a la iglesia en dos coches y estaba claro, al menos para Tom, que algo había cambiado entre madre e hija. Había una quietud nueva. Notó que ahora cuando Annie hablaba Grace la miraba a los ojos y que, después de aparcar los coches, se tomaron del brazo y caminaron juntas hasta la iglesia.
Como en un banco no había espacio para todos, Annie y Grace se sentaron en la fila de delante donde un rayo de sol entraba sesgado por una ventana, atrapando en su luz finas nubéculas de polvo. Tom se percató de que los otros feligreses miraban a las recién llegadas, y descubrió que él mismo no dejaba de mirar la nuca de Annie cuando ella se levantaba para cantar o inclinaba la cabeza en el momento de rezar una oración.