La tarta no era nada del otro mundo. Annie se había olvidado de la canela y tan pronto como hubo cortado el primer trozo se dio cuenta de que podía haberla horneado quince minutos más. Pero a nadie pareció importarle. Los chicos comieron helado y enseguida volvieron al ordenador mientras los adultos tomaban café sentados a la mesa.
Frank se lamentaba de los conservacionistas, los «verdosos», como él los llamaba, y de que no entendieran absolutamente nada de criar ganado. Se dirigía a Annie, porque Diane y Tom ya habían oído sus quejas un centenar de veces. Aquellos maníacos dejaban sueltos a los lobos que traían de Canadá para que pudieran comerse las reses además de los osos pardos. Hacía un par de semanas, explicó, a un ranchero de Augusta le habían matado dos vaquillas.
—Y esos verdosos vinieron desde Missoula con sus helicópteros y sus conciencias ecologistas y le dijeron, lo sentimos tío, nos llevamos el lobo de aquí pero ni se te ocurra poner trampas o cazarlo porque te ponemos un pleito por menos de nada. El bicho ése debe de estar tomando el fresco en una piscina de algún hotel de cinco estrellas, mientras nosotros pagamos la factura. —Advirtió que Tom le sonreía a Annie y señalándolo con el dedo, agregó—: Aquí donde lo ves, Annie, él es uno de ellos. Lleva el rancho en la sangre, pero es más verde que un sapo mareado en una mesa de billar. Espera a que el lobo se meriende uno de sus potrillos y verás la que se arma.
Tom rió y vio que Annie fruncía el entrecejo.
—Disparar, enterrar y a otra cosa mariposa —dijo—. Es la respuesta del ranchero humanitario a la naturaleza.
Annie soltó una carcajada y de pronto reparó en que Diane estaba mirándola. La miró a su vez y Diane sonrió de un modo que no hizo sino resaltar el hecho de que lo de antes no había sido una sonrisa.
—¿Qué opina usted, Annie? —preguntó.
—Bueno, yo vivo en un lugar muy distinto.
—Pero tendrá una opinión al respecto.
—La verdad es que no.
—Imposible. En su revista debe de salir este tema más de una vez.
A Annie le sorprendió ese acoso. Se encogió de hombros y dijo:
—Imagino que toda criatura tiene derecho a la vida.
—¿Ah sí? ¿Hasta las ratas y los mosquitos que transmiten la malaria?
Diane seguía sonriendo y el tono era jovial, pero Annie percibió algo que la puso en guardia.
—Tiene razón —dijo al cabo—. Supongo que depende de a quién muerdan.
Frank soltó una risotada y Annie miró a Tom con el rabillo del ojo. Él le estaba sonriendo. Y así, de un modo que costaba comprender, fue Diane quien finalmente pareció dispuesta a dejarlo correr. Nadie supo si era así en realidad, pues de pronto se oyó un chillido y Scott apareció detrás de ella agarrándola del hombro, las mejillas encendidas de rabia.
—¡Joe no me deja el ordenador!
—No te toca a ti —dijo Joe desde donde los otros seguían apiñados en torno a la pantalla.
—¡Sí, me toca!
—¡Que no!
Diane llamó a Joe e intentó poner paz. Pero los gritos arreciaron y pronto se vio también envuelto Frank y la discusión pasó de lo concreto a lo general.
—¡Nunca me dejas probar nada! —exclamó Scott, al borde del llanto.
—No seas crío —dijo Joe.
—Chicos, chicos. —Frank había apoyado las manos sobre los hombros de sus hijos.
—Te crees muy importante…
—Venga, calla de una vez.
—… porque le das clases de equitación a Grace y todo eso.
Todos se quedaron callados excepto una caricatura de pájaro que graznaba en el monitor. Annie miró a Grace y ésta apartó rápidamente la vista. Nadie parecía saber qué decir. Scott estaba un poco perplejo por el efecto que su revelación había causado.
—¡Os he visto! —su tono era ahora más insultante pero menos seguro—. ¡Ella montaba a
Gonzo,
abajo en el arroyo!
—Serás cerdo —dijo Joe entre dientes, y al mismo tiempo arremetió contra él.
Todo el mundo explotó. Scott fue a dar de espaldas contra la mesa y empezaron a volar tazas y vasos. Los dos chicos cayeron al suelo trabados de brazos y piernas al tiempo que Frank y Diane se arrojaban sobre ellos chillando e intentando separarlos. Craig se acercó corriendo con la intención de intervenir en la pelea, pero Tom alargó una mano y lo retuvo con suavidad. Annie y Grace sólo pudieron ponerse en pie y mirar.
Un momento después Frank sacaba a los chicos de la casa; Scott gemía, Craig lloraba como muestra de solidaridad y Joe postraba una furia callada que se hacía oír más que el llanto de los otros dos. Tom los acompañó hasta la cocina.
—Lo siento mucho, Annie —dijo Diane.
Estaban de pie junto a la mesa como aturdidos supervivientes de un huracán. Grace estaba pálida al otro lado de la sala. Al mirarla Annie, algo que no era ni miedo ni pena sino un híbrido de ambas cosas pareció cruzar el rostro de la chica. Tom lo advirtió también al regresar de la cocina, se acercó a Grace y le puso una mano en el hombro.
—¿Estás bien?
Ella asintió sin mirarlo y dijo:
—Me voy arriba. —Cogió su bastón y cruzó la estancia con desmañada prisa.
—Grace… —dijo Annie con suavidad.
—¡No, mamá!
Salió y los tres se quedaron escuchando el irregular sonido de sus pasos en la escalera. Annie vio que Diane estaba desconcertada. En Tom percibió una compasión que, de haberse dejado llevar, la habría hecho deshacerse en lágrimas. Aspiró hondo y trató de sonreír.
—¿Sabían algo de esto? —preguntó—. ¿Lo sabía todo el mundo menos yo?
Tom negó con la cabeza.
—No creo que ninguno de nosotros lo supiera.
—Quizá quería darnos una sorpresa —aventuró Diane.
Annie rió:
—Sí, ya.
Sólo quería que se fueran todos, pero Diane insistió en quedarse a poner orden, de modo que llenaron el lavaplatos y quitaron los cristales rotos de la mesa. Después, Diane se remangó y empezó con los cacharros. Evidentemente pensaba que era mejor estar alegre, y mientras fregaba se puso a hablar del baile que Hank iba a organizar el lunes en su rancho y al que todos estaba invitados.
Tom apenas pronunció palabra. Ayudó a Annie a trasladar otra vez la mesa junto a la ventana y esperó mientras ella desconectaba el ordenador. Luego, entre los dos, empezaron a poner todas sus cosas de nuevo sobre la mesa.
Annie nunca supo qué la impulsó a hacerlo, pero de pronto preguntó cómo estaba
Pilgrim.
Tom no respondió al momento sino que siguió ordenando cables sin mirarla, mientras pensaba. Cuando por fin habló, su tono fue casi de indiferencia.
—Oh, creo que saldrá adelante.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Estás seguro?
—No, pero verá, donde hay dolor hay sentimiento, y donde hay sentimiento hay esperanza. —Le pasó el último cable—. Ya está —dijo.
Se volvió a mirarla y sus ojos se encontraron.
—Gracias —dijo Annie en voz baja.
—Ha sido un placer. No deje que ella la rechace.
Cuando regresaron a la cocina Diane ya había terminado y todo estaba en su sitio excepto las cosas que ella había llevado para la cena. Una vez que hubo quitado importancia a las muestras de agradecimiento de Annie y pedido disculpas por la conducta de los chicos, ella y Tom dijeron buenas noches y se fueron.
Annie se quedó bajo la luz del porche y los observó alejarse. Y mientras sus siluetas eran tragadas por la oscuridad, sintió ganas de llamarlos para que se quedaran y la abrazaran y la preservaran del frío que nuevamente invadía la casa del arroyo.
Tom se despidió de Diane al lado del establo y entró a ver a la potranca enferma. Al bajar de la casa del arroyo, Diane había comentado lo tonto que era Joe por llevar a montar a la chica sin decírselo a nadie. Tom dijo que a él no le parecía ninguna tontería, que comprendía la razón de que Grace hubiera querido mantenerlo en secreto. Joe se estaba portando con ella como un amigo y nada más. Diane replicó que eso no era asunto del chico y que francamente se alegraría cuando Annie hiciera las maletas v se llevara la chica de vuelta a Nueva York.
La potranca no había empeorado, aunque sí seguía respirando un poco deprisa. La temperatura le había bajado a treinta y nueve. Tom le frotó el cuello y le habló suavemente mientras con la otra mano le tomaba el pulso por detrás del codo. Contó los latidos durante veinte segundos y luego multiplicó por tres. Eran cuarenta y dos por minuto, un poco por encima de lo normal. Pensó que por la mañana tal vez tuviese que avisar al veterinario si la cosa seguía igual.
Cuando salió del establo vio que la luz de la habitación de Annie estaba encendida, y así seguía cuando él acabó de leer y apagó la luz de su dormitorio. Se había habituado a mirar por última vez la casa del arroyo donde las persianas iluminadas del cuarto de Annie destacaban en la oscuridad de la noche. A veces veía su sombra cruzar la ventana mientras ella hacía su desconocido ritual vespertino, y en una ocasión la había visto detenerse allí, enmarcada por el fulgor de la luz, para desvestirse, y de pronto, se sintió como si fuese un fisgón.
Ahora la persiana estaba abierta y él supo que algo había pasado o estaba pasando quizá en ese mismo instante. Pero sabía que era algo que sólo ellas podían resolver y, aunque parecía una tontería, se dijo que las persianas tal vez no estuviesen abiertas para impedir que entrara la oscuridad sino para dejarla salir.
Nunca había querido o necesitado tanto a una mujer desde que conociera a Rachel, hacía ya tantos años.
Había sido el primer día que la veía con un vestido. Era sencillo, de algodón estampado con un sinfín de pequeñas flores rosadas y negras y botones de nácar por la parte de delante. Le llegaba más abajo de las rodillas y dejaba sus brazos al descubierto.
Al llegar él y decirle Annie que fuera a la cocina a tomar una copa no había podido quitarle los ojos de encima. Había ido detrás de ella aspirando la estela de su perfume, y mientras le servía el vino él se había fijado en el modo en que se mordía la punta de la lengua en un gesto de concentración. Notó también un atisbo de tirante de raso que durante toda la velada intentó sin éxito no mirar. Y ella le había pasado la copa con una sonrisa, arrugando las comisuras de la boca de un modo que deseó fuera sólo para él.
Así lo había creído durante la cena, porque las sonrisas qué había dedicado a Frank, Diane y los chicos eran muy diferentes. Y tal vez lo había imaginado, pero cuando ella hablaba, si bien aparentemente para todos, le pareció que siempre se dirigía a él. Nunca la había visto con los ojos maquillados y advirtió que la luz de la vela se reflejaba en ellos cuando reía.
Después del incidente de los chicos y de que Grace saliese hecha una fiera, únicamente la presencia de Diane había impedido que tomara a Annie entre sus brazos y la dejara llorar como comprendió que tenía ganas de hacer. No fue tan tonto como para pensar que ese impulso era sólo para consolarla. No, se debía a que deseaba abrazarla y conocer de cerca su tacto, sus formas, su olor.
No era que Tom pensara que habría sido una actitud indecorosa, aunque sabía que otros podían pensar así. El dolor de aquella mujer, su hija, el dolor de esa hija formaban parte de ella, ¿no? ¿Y qué hombre podía considerarse Dios como para decidir sobre el sutil reparto de sentimientos apropiado a cada una, a ambas o a cualquiera de ellas?
Todas las cosas eran, en el fondo, una sola y lo mejor que un hombre podía hacer era cogerle el aire al caballo, cabalgar en armonía con él y ser todo lo fiel a ese aire que su alma le permitiera.
Annie apagó las luces de la planta baja y al subir por la escalera vio que la habitación de Grace estaba cerrada y que no salía luz por debajo de la puerta. Annie se dirigió a su dormitorio y encendió la lámpara. Se detuvo en el vano de la puerta, consciente de que en ese momento cruzar el umbral tenía un significado especial. No podía olvidar lo sucedido. ¿Cómo iba a permitir que el vacío entre las dos se ahondara aún más durante la noche como si de un inexorable fenómeno geológico se tratase? No tenía por qué ser así.
Annie abrió la puerta y la luz procedente del descansillo entró en el cuarto de Grace. Le pareció que las sábanas se movían, pero no pudo asegurarlo pues la cama estaba más allá del triángulo iluminado y a Annie le costó acostumbrarse a la oscuridad.
—¿Grace?
Estaba de cara a la pared y en la forma de sus hombros bajo la sábana había una especie de estudiada quietud.
—Grace.
—¿Qué? —No se movió.
—¿Podemos hablar?
—Tengo ganas de dormir.
—Yo también, pero creo que estaría bien que hablásemos.
—¿De qué?
Annie se acercó a la cama y se sentó en ella. La pierna ortopédica estaba apoyada en la pared junto a la mesita de noche. Grace suspiró y se puso boca arriba, mirando el techo. Annie aspiró hondo. «Hazlo bien —se repetía—. No te hagas la ofendida, tranquila, sé simpática.»
—Así que vuelves a montar a caballo…
—He hecho un intento.
—¿Y qué tal ha ido?
Grace se encogió de hombros.
—Bien. —Seguía intentando poner cara de fastidio.
—Es estupendo.
—¿Ah sí?
—¿No te lo parece?
—No lo sé, dímelo tú.
Annie luchó contra los latidos de su corazón, diciéndose que debía conservar la calma, darle tiempo, aceptar las cosas. En cambio, se oyó preguntar:
—¿No podías habérmelo dicho?
Grace la miró y el odio que había en sus ojos casi le cortó la respiración.
—¿Decírtelo? ¿Por qué?
—Grace…
—¿Por qué? Dímelo. ¿Acaso te importa? ¿O es porque tienes que saberlo y controlarlo todo y no dejar que nadie haga nada a menos que tú lo mandes? ¿Es por eso?
—Oh, Grace.
Annie sintió un súbita necesidad de luz y alargó la mana para encender la lámpara de la mesita de noche, pero su hija se lo impidió.
—¡Deja eso! ¡La quiero apagada! —exclamó, y lanzó un golpe que alcanzó a Annie en la mano e hizo caer la lámpara al suelo. La base de cerámica se partió en tres limpios pedazos—. Haces como que te importa pero lo único que te importa eres tú y lo que la gente piense de ti. Y tu trabajo y tus amigos famosos.
Grace se afianzó en los codos como si quisiera reforzar la rabia que sus lágrimas no hacían sino acrecentar.
—Además ¿no dijiste que no querías que volviera a montar? Entonces ¿por qué mierda tengo que decírtelo? ¡Por qué tengo que decirte nada! ¡Te odio!