Guardó silencio. Sorbió por la nariz, recobró la compostura, y continuó:
—
Pilgrim
estuvo increíble. Quiero decir, también se puso bastante histérico, pero se recuperó al momento. Daba la impresión de que sabía lo que yo quería. Podría haber pateado a Judith, qué sé yo, pero no lo hizo. Sabía lo que hacía. Y si el del camión no hubiera hecho sonar la bocina, lo habríamos logrado, estábamos muy cerca. Yo tenía los dedos así de cerca, estaba a punto de tocarlo… —Tenía la cara contorsionada de dolor por lo que pudo ser y no fue, y al final llegaron las lágrimas. Tom la estrechó en sus brazos y ella apoyó la cara en su pecho y sollozó—. Vi la cara de Judith allá en el suelo, mirándome, un momento antes de que sonara la bocina. Se la veía tan poca cosa, tan asustada. Podría haberla salvado. A ella y a todos.
Tom no dijo nada, pues sabía que las palabras no cambiarían las cosas y que incluso con los años la certidumbre de Grace se mantendría viva como en ese momento. Permanecieron así largo rato mientras la noche los envolvía y él acercó la nariz a la nuca de Grace y olió el perfume de sus jóvenes cabellos. Y cuando ella terminó de llorar y él notó que su cuerpo se relajaba, le preguntó con suavidad si deseaba continuar. Grace asintió con la cabeza y respiró hondo.
—Fue la bocina la que desencadenó todo.
Pilgrim
se volvió hacia el camión. Fue una locura, pero parecía como si no quisiera permitirlo. No quería dejar que aquel monstruo enorme nos hiciera daño a los cuatro, él se disponía a luchar. ¡Santo Dios, luchar contra un camión de cuarenta toneladas! ¿Qué le parece? Pero yo noté que era eso lo que pretendía hacer. Y cuando el camión estuvo justo delante de nosotros,
Pilgrim
se encabritó. Entonces caí y me di en la cabeza. Es todo lo que recuerdo.
Tom conocía el resto, al menos en líneas generales. Annie le había dado el teléfono de Harry Logan y hacía un par de días el hombre le había contado su versión de lo sucedido. Logan le había explicado el final de Judith y
Gulliver
y la forma en que
Pilgrim
había escapado y de qué manera lo encontraron en el arroyo con aquel boquete enorme en el pecho. Tom hizo un montón de preguntas concretas, algunas de las cuales sabía que a Logan le sonaban desconcertantes. Pero el hombre parecía bien dispuesto y tuvo la paciencia de enumerar con detalle las heridas del caballo y lo que había hecho para tratarlas. Le contó a Tom cómo habían llevado a
Pilgrim
a la clínica de Cornell —cuya fama había llegado a oídos de Tom— y todo lo que le habían hecho allí.
Cuando Tom le dijo, con toda la sinceridad del mundo, que no conocía ningún veterinario capaz de curar un caballo tan malherido, Logan rió y dijo que ojalá él no lo hubiera hecho. Dijo que las cosas se habían puesto feas en la caballeriza de los Dyer y que sólo Dios sabía lo que aquellos chicos le habían hecho pasar al pobre animal. Añadió que se sentía culpable de haber permitido cosas como trabar la cabeza del caballo en la puerta para ponerle las inyecciones.
Grace empezaba a tener frío. Era tarde y su madre estaría preguntándose dónde se encontraba. Volvieron caminando lentamente al establo, atravesaron su oscuro y resonante vacío, y salieron por el otro extremo en dirección al coche. Las luces del Chevrolet saltaban y se inclinaban mientras iban dando saltos por el camino que conducía a la casa del arroyo. Durante un rato los perros estuvieron corriendo delante de ellos y cuando volvían la cabeza para mirar el coche sus ojos despedían destellos de un verde fantasmal.
Grace preguntó a Tom si lo que ahora sabía le ayudaría para hacer que
Pilgrim
se pusiera bien, y él respondió que tendría que pensar un poco pero que esperaba que sí. Cuando se detuvieron él se alegró de que a Grace no se le notara que había llorado, y cuando ella se apeó y le dedicó una sonrisa comprendió que intentaba darle las gracias pero sentía demasiada vergüenza. Tom miró hacia la casa esperando ver a Annie, pero no estaba a la vista. Sonrió a Grace y se tocó el ala del sombrero.
—Hasta mañana.
—Bueno —dijo ella, y cerró la puerta.
Cuando entró los demás ya habían comido. Frank estaba sentado a la mesa del salón ayudando a Joe con un problema de matemáticas y diciendo a los gemelos por última vez que bajaran el volumen del televisor o lo apagaría. Sin decir palabra, Diane cogió la cena que le había guardado y la puso en el microondas mientras Tom iba a lavarse al cuarto de baño de abajo.
—¿Le han gustado los nuevos teléfonos? —preguntó Diane.
Por la puerta entreabierta Tom vio que reanudaba su labor en la cocina.
—Oh, sí, estaba encantada.
Se secó las manos y volvió a entrar. Estaba sonando el timbre del microondas. Diane le había preparado pastel de carne con indias verdes y una enorme patata asada. Ella siempre había creído que esa era su comida favorita y Tom no quería desilusionarla de modo que aunque no tenía hambre se sentó a comer.
—Lo que no entiendo es qué va a hacer con el tercer teléfono —dijo Diane, sin levantar la vista.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, que yo sepa sólo tiene dos orejas.
—Sí, pero tiene un fax y otros aparatos que necesitan una línea para ellos solos y como la gente la llama constantemente, necesita tres líneas. Se ha ofrecido a pagar lo que le han instalado.
—Y tú has dicho que no, claro.
Tom no se atrevió a negarlo, y advirtió que Diane sonreía para sí. Sabía que era mejor no discutir cuando estaba de aquel humor. Diane había dejado claro desde el principio que no le entusiasmaba la idea de tener a Annie allí y Tom creyó que lo mejor era dejarla hablar. Siguió comiendo y durante un rato ninguno de los dos dijo nada.
Frank y Joe discutían sobre si una cifra había que dividirla o multiplicarla.
—Me ha dicho Frank que esta mañana la has dejado montar a
Rimrock.
—Sí. No se subía a un caballo desde que era una cría. Lo hace bien.
—Y esa chiquilla. Las cosas que pasan…
—Sí.
—Parece tan sola. Estaría mejor en la escuela, creo yo.
—No sé qué decirte. Yo la veo bien.
Cuando terminó de comer fue a echar un vistazo a los caballos y luego dijo a Diane y a Frank que tenía que leer un poco y les dio a todos las buenas noches.
La habitación de Tom ocupaba la esquina noroeste de la casa y desde su ventana lateral podía contemplarse el valle. Era una habitación amplia y aún lo parecía más por las pocas cosas que en ella había. La cama era la misma en que habían dormido sus padres, alta y estrecha con un cabezal de arce con volutas. Estaba cubierta por una gruesa colcha que había hecho la abuela de Tom. En tiempos había sido roja y blanca, pero el rojo era ahora un rosa pálido y en algunos lugares la tela estaba tan gastada que por debajo asomaba el relleno. Había también una pequeña mesa de niño con una silla solitaria, una cómoda y un viejo sillón de cuero situado bajo una lámpara al lado de la negra estufa de hierro.
En el suelo había unas alfombras mejicanas que Tom había conseguido años atrás en Santa Fe, pero eran demasiado pequeñas para que el sitio resultara acogedor y producían más bien el efecto contrario, desperdigadas como islotes perdidos en un mar de tablas teñidas de oscuro. En la pared del fondo había dos puertas, una era la del armario donde guardaba la ropa, y la otra la de un cuarto de baño pequeño. En la pared sobre la cómoda había unas pocas fotografías de su familia modestamente enmarcadas. Había una de Rachel con el niño en brazos que había empezado a perder color. Había otra más reciente de Hal, con la sonrisa misteriosamente idéntica a la que lucía su madre en la foto de al lado. Pero pese a las fotos, los libros y los números atrasados de revistas de caballos que llenaban las paredes, un desconocido se habría preguntado cómo un hombre de la edad de Tom podía vivir con tan escasas pertenencias.
Tom se sentó a la mesa y repasó una pila de viejos
Quarter Horse Journal,
buscando un artículo que recordaba haber leído un par de años atrás. Era de un preparador californiano al que había conocido una vez y trataba de una yegua joven que había sufrido un grave accidente. La transportaban desde Kentucky con otros seis caballos y en algún punto de Arizona el conductor se había dormido y el vehículo había salido de la carretera y dado una vuelta de campana. El remolque quedó sobre el costado en que estaba la puerta y el equipo de salvamento tuvo que abrirse paso con sierras de cadena. Descubrieron que los caballos estaban atados en sus compartimientos y que colgaban del cuello de lo que ahora era el techo, todos muertos a excepción de la yegua.
Ese preparador tenía la teoría de que una manera de ayudar al caballo era utilizar su reacción natural ante el dolor. Era un poco complicado y Tom no estaba seguro de haberlo entendido del todo. Parecía basarse en la idea de que aunque el instinto primario del caballo lo inducía a huir, cuando realmente sentía dolor se enfrentaba a él con decisión.
El preparador respaldaba su teoría diciendo que en estado salvaje los caballos huían ante una manada de lobos, pero que cuando notaban el contacto de sus dientes en la piel plantaban cara al dolor. Argumentaba que era como el proceso semejante al de la dentición; el bebé no elude el dolor sino que le hinca el diente. Y afirmaba que esa teoría le había ayudado a solucionar los problemas de la traumatizada yegua que sobrevivió al accidente.
Tom encontró el ejemplar que buscaba y volvió a leer el artículo con la esperanza de que pudiese arrojar luz sobre el problema de
Pilgrim.
Era parco en detalles pero, aparentemente, lo único que había hecho el hombre era empezar con la yegua desde cero, desde los primeros pasos del adiestramiento, haciendo que lo correcto resultara fácil y lo incorrecto difícil. No estaba mal, pero no constituía ninguna novedad para Tom. Era justamente lo que él estaba haciendo. Y en cuanto a eso de «plantar cara» al dolor, aún no le veía mucho sentido. Pero ¿qué estaba haciendo, buscar un truco nuevo? Ya debía saber que no había trucos. Era una cosa entre el caballo y él, un entendimiento de lo que a cada uno le pasaba por la cabeza. Dejó a un lado la revista, se retrepó y suspiró.
Aquella tarde, al escuchar a Grace y antes a Logan, había intentado hallar en sus palabras algo a que aferrarse, alguna clave que le sirviera para actuar. Pero no encontró nada. Y ahora por fin comprendía qué había estado viendo todo el tiempo en los ojos de
Pilgrim.
La ruina absoluta. La confianza del animal, en sí mismo y en cuantos lo rodeaban, se había hecho añicos. Aquellos a los que amaba y en quienes confiaba lo habían traicionado. Grace,
Gulliver,
todos; le habían hecho subir por aquella cuesta como si fuese segura, y después, cuando resultó que no lo era, le habían gritado y hecho daño.
Tal vez el propio
Pilgrim
se culpaba de lo sucedido. Pues ¿qué motivo tenían los humanos para pensar que tenían el monopolio de la culpa? Tom a menudo había visto caballos que protegían a sus jinetes, especialmente si eran niños, de los peligros a que los conducía su inexperiencia.
Pilgrim
había defraudado a Grace y luego, al intentar protegerla del camión, no había conseguido a cambio más que dolor y castigo. Y después todos aquellos desconocidos que lo habían engañado y encerrado y pegado y atravesado con sus agujas y apresado en la oscuridad, la mierda y la pestilencia.
Más tarde, luchando contra el insomnio, con la luz apagada y la casa sumida en el silencio, Tom notó que algo flotaba pesadamente dentro de él y se alojaba en su corazón. Por fin tenía la imagen que había buscado o todo lo que de ella quizá lograse conseguir, y era la imagen más sombría y desesperanzadora que había visto jamás.
No había ninguna clase de engaño, nada disparatado ni caprichoso en el modo en que
Pilgrim
había evaluado los horrores que le habían acontecido. Simplemente era lógico, y eso hacía que ayudarlo fuese extremadamente difícil. Y Tom quería ayudarlo con toda su alma. Por el caballo en sí y por la chica. Pero sabía también —y al mismo tiempo sabía que eso no estaba bien— que por encima de todo quería hacerlo por la mujer con la que había salido a cabalgar esa mañana y cuyos ojos y boca podía imaginar ahora tan claramente como si la tuviera a su lado en la cama.
La noche en que murió Matthew Graves, Annie y su hermano estaban con unos amigos en las montañas Azules de Jamaica. Eran los últimos días de las vacaciones navideñas y sus padres habían vuelto a Kingston dejando allí unos días más a sus hijos, que lo estaban pasando en grande. Annie y George, su hermano, compartían una cama doble provista de una enorme mosquitera en la que, en mitad de la noche, la madre de sus amigos se introdujo en camisón para despertarlos. La mujer encendió la luz de la mesita de noche y se sentó al pie de la cama esperando a que Annie y George se despabilaran un poco. A través de la gasa de la mosquitera, Annie distinguió al marido, inmóvil en su pijama a rayas y con la cara en sombras.
Annie siempre recordaría la extraña sonrisa de la mujer. Más tarde comprendió que se trataba de una sonrisa nacida del miedo a lo que tenía que decirles, pero en ese momento en que el sueño y la conciencia se omiten su expresión le pareció graciosa, y cuando la mujer les dijo que tenía malas noticias y que su padre había muerto, Annie creyó que era una broma. No muy graciosa, pero broma al fin.
Muchos años después, cuando Annie decidió que era hora de poner remedio a su insomnio (impulso que sentía cada cuatro o cinco años y que sólo conducía a grandes desembolsos de dinero para oírse decir cosas que ya sabía), fue a ver a una hipnoterapeuta. La mujer utilizaba una técnica «orientada a los hechos», lo cual significaba, aparentemente, que sus clientes debían tratar de sugerir incidencias que pudieran marcar el inicio del conflicto en que estuviesen metidos, fuera cual fuese. Entonces ella ponía al cliente rápidamente en trance, lo hacía volver y solucionaba el problem.
Tras la primera sesión de cien dólares la pobre mujer empezaba a poner en tela de juicio que Annie lograra recordar un solo incidente adecuado, de modo que Annie se devanó los sesos durante una semana tratando de encontrar alguno. Lo había hablado con Robert, y fue éste quien dio con ello: el día en que Annie despertó a sus diez años para enterarse de que su padre había muerto.
La hipnoterapeuta casi se cayó de la silla de pura excitación, Annie se mostró, asimismo, extremadamente complacida, como aquellas chicas del colegio a las que siempre había odiado que se sentaban en la primera fila y levantaban la mano. «No te duermas porque alguien a quien amas podría morir.» La cosa no pasaba de eso. El que en los veinte años siguientes Annie hubiera dormido todas las noches como un tronco no pareció preocupar a la mujer.