Antes de que Annie pudiera decir nada, Frank se inclinó y miró hacia un extremo:
—Grace, ¿usted qué opina?
Grace miró a Annie, pero con la cara ya había contestado, lo cual fue suficiente para Frank.
—Entonces arreglado.
Diane se puso de pie.
—Voy a preparar café —dijo.
Cuando Tom salió al porche un cuarto de luna color hueso moteado pendía aún en el cielo que comenzaba a clarear. Se puso los guantes y sintió el aire frío en las mejillas. El mundo era una frágil capa de escarcha blanca y ninguna brisa agitaba las nubes que salían de su boca al respirar. Los perros corrieron a saludarlo, contoneándose al ritmo de sus colas, y él les tocó la cabeza y con un gesto casi imperceptible los mandó hacia los corrales, cosa que hicieron entre carreras, mordiscos y empellones, hollando la hierba de color magnesio. Tom se subió el cuello de su chaqueta verde de lana y descendió los escalones del porche para dirigirse a los corrales.
Las persianas de la planta superior de la casa del arroyo estaban bajadas. Annie y Grace aún debían de estar durmiendo. Tom las había ayudado a mudarse la tarde anterior después de que él y Diane la hubieran limpiado un poco. Diane apenas había abierto la boca en toda la mañana, pero él adivinó cómo se sentía por su expresión avinagrada y el modo metódicamente violento con que esgrimía el aspirador y hacía las camas. Annie dormiría en el dormitorio principal, orientado al arroyo. Era donde habían dormido Diane y Frank y, previamente, Tom y Rachel. Grace ocuparía el antiguo cuarto de Joe en la parte de atrás.
—¿Cuánto tiempo tienen pensado quedarse? —preguntó Diane mientras terminaba de hacer la cama de Annie. Tom estaba junto a la puerta, mirando si funcionaba un radiador. Se volvió, pero Diane no estaba mirándolo.
—No lo sé. Supongo que depende de como vaya la cosa con el caballo.
Diane no hizo ningún comentario, sólo arrimó de nuevo la cama empujando con la rodilla de modo que la cabecera chocó ruidosamente con la pared.
—Oye, si hay algún problema…
—¿Quién ha dicho que hay algún problema? Por mí no lo hay. —Pasó hecha una fiera por su lado y cogió una pila de toallas que había dejado en el rellano—. Sólo espero que sepa cocinar eso es todo. —Y se fue escaleras abajo.
Diane no estaba allí cuando Annie y Grace llegaron un poco más tarde. Tom las ayudó a descargar el equipaje y lo subió al piso de arriba. Suspiró aliviado al ver que habían traído dos cajas grandes con comida. El sol entraba sesgado por el ventanal de la sala de estar y hacía que la estancia pareciese etérea y luminosa. Annie dijo que le gustaba mucho. Preguntó si no pasaba nada si acercaba la mesa del comedor a la ventana para poder utilizarla como escritorio y contemplar el arroyo y los corrales mientras trabajaba. Tom cogió de un extremo y ella del otro y después él la ayudó a trasladar el ordenador, el fax y demás artilugios electrónicos cuyo objeto Tom no acertaba ni de lejos a adivinar.
Le había resultado muy extraño que la primera cosa que Annie quisiera hacer en aquel sitio nuevo, antes incluso de deshacer las maletas y ver dónde iba a dormir, fuese organizar su lugar de trabajo. Por la cara que ponía Grace mientras contemplaba la escena supo que a ella no le parecía nada raro; siempre había sido así.
La noche anterior había salido a echar el vistazo de rigor a los caballos, y de regreso había mirado la casa del arroyo; al ver luz se había preguntado qué estarían haciendo aquella mujer y su hija, y de qué podían estar hablando, si es que hablaban. Al contemplar la casa, cuya silueta se recortaba contra el despejado cielo nocturno, pensó en Rachel y en lo mal que lo había pasado entre aquellas cuatro paredes, en el dolor que encerraban. Ahora, después de tantos años, volvían a albergar dolor, un dolor profundo, delicadamente fraguado por sentimientos mutuos de culpabilidad y utilizado por unas almas agraviadas para castigar a quienes más amaban.
Tom dejó atrás los corrales. La hierba escarchada ronzaba bajo las suelas de sus botas. Junto al arroyo, las ramas de los álamos lucían adornos de plata, y en lo alto el cielo empezaba a sonrosarse por el este allí donde pronto empezaría a asomar el sol. Los perros estaban esperándolo delante de la puerta del establo, impacientes. Sabían que nunca los dejaba entrar con él, pero siempre pensaban que valía la pena intentarlo. Tom los ahuyentó y entró a ver los caballos.
Una hora después, cuando el sol había fundido varios trechos negros en el tejado cubierto de escarcha del establo, Tom sacó uno de los potros que había adiestrado la semana anterior y se subió de un solo impulso a la silla. El caballo, como todos los otros que él había criado, era dócil, y caminó suavemente por el camino de tierra en dirección a los prados.
Cuando pasaban cerca de la casa del arroyo, Tom observó que las persianas del dormitorio de Annie ya estaban subidas. Luego encontró huellas en la escarcha y decidió seguirlas hasta que se perdieron entre los sauces donde el camino cruzaba el arroyo en un vado de escasa profundidad. Había piedras que podían servir de pasaderas y, juzgando por las señales entrecruzadas y húmedas que en ellas había, dedujo que quienquiera que hubiese pasado por allí, las había utilizado para eso.
El potro la vio antes que él. Al advertir que el animal aguzaba las orejas, Tom alzó la vista y vio a Annie que volvía corriendo del prado. Llevaba una sudadera gris claro, leotardos negros y unas zapatillas como esas de cien dólares que anunciaban en la televisión. Ella aún no lo había visto y Tom detuvo el potro al borde del agua y esperó a que se acercara. Entre el grave murmullo de la corriente, distinguió ligeramente el sonido de su respiración. Annie llevaba el cabello recogido en un moño y tenía la cara sonrosada por el aire frío y el esfuerzo de la carrera. Iba mirando al suelo, tan concentrada en ver dónde ponía los pies que si el potro no hubiera bufado suavemente habría chocado de cabeza contra ellos. Pero el ruido le hizo que levantase la vista y se detuvo a unos diez metros de Tom.
—¡Hola!
Tom se llevó un índice al sombrero.
—Conque haciendo footing, ¿eh?
Ella lo miró con fingida altanería.
—Nada de footing, Mr. Booker. Yo corro.
—Pues tiene suerte, aquí los osos pardos sólo se comen a los que hacen footing.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Osos pardos? ¿Lo dice en serio?
—Bien, procuramos tenerlos bien alimentados, ¿sabe? —Tom advirtió su preocupación y sonrió—. Es broma. Oh, haberlos los hay, pero les gusta vivir un poco más arriba. Considérese a salvo. —Pensó añadir «excepto de los pumas», pero si Annie sabía lo de la californiana devorada, tal vez no lo encontrase muy gracioso.
Ella lo miró entrecerrando los ojos por haberle tomado él pelo. Luego esbozó una sonrisa y se aproximó de forma que el sol le dio de lleno en la cara, de modo que hizo visera con una mano para mirarlo. Sus pechos y sus hombros subían y bajaban al compás de su respiración y un ligero vapor escapaba de ella fundiéndose en el aire.
—¿Ha dormido bien ahí arriba? —preguntó Tom.
—Yo no duermo bien en ningún sitio.
—¿Funciona la calefacción? Hace mucho que…
—Todo está muy bien. Realmente han sido muy amables al dejarnos la cabaña.
—Las casas necesitan que se las habite.
—Bueno, de todos modos, gracias.
Por un instante, ambos se quedaron sin saber qué decir. Annie alargó la mano para tocar el caballo, pero lo hizo con un punto de brusquedad y el animal apartó la cabeza y retrocedió unos pasos.
—Perdone —dijo Annie.
Tom alargó el brazo y acarició el cuello del potro.
—Estire la mano. Un poco más abajo, así, que él pueda percibir su olor.
El potro bajó el hocico hacia la mano de Annie y lo exploró con las puntas de sus bigotes, husmeándola. Annie lo observó con una sonrisa dibujada en los labios, y Tom reparó de nuevo en esas comisuras que parecían misteriosamente dotadas de vida propia, modificando cada sonrisa según la ocasión.
—Es hermoso —dijo Annie.
—Sí, está saliendo muy bien. ¿Monta usted?
—Oh. Hace muchos años que no lo hago. Desde que tenía la edad de Grace.
Algo cambió en la expresión de su rostro y Tom lamentó al momento haber hecho aquella pregunta. Se dijo que era un tonto pues era evidente que en cierto modo ella se culpaba por lo que le había sucedido a su hija.
—Tengo que volver, me está entrando frío. —Annie avanzó dejando sitio al caballo al pasar junto a Tom—. ¡Creía que estábamos en primavera!
—Bueno, ya conoce el dicho, si no te gusta el tiempo de Montana, espera cinco minutos.
Tom giró en la silla y la observó regresar por las pasaderas del vado. Annie resbaló y se maldijo al sumergir una zapatilla en el agua helada.
—¿Necesita ayuda?
—No, estoy bien.
—Pasaré sobre las dos a buscar a Grace —dijo él a voz en grito.
—¡De acuerdo!
Annie alcanzó el otro extremo del arroyo y se volvió para saludar. Tom se tocó el sombrero y la vio dar media vuelta y echar a correr de nuevo sin mirar alrededor, preocupada únicamente por ver dónde ponía los pies.
Pilgrim
irrumpió en el ruedo como si fuese una bala. Corrió sin detenerse hasta el extremo opuesto y allí se detuvo, levantando una rociada de arena roja. Tenía la cola prieta y crispada y movía las orejas hacia atrás y hacia adelante. Su mirada desorbitada estaba fija en la puerta abierta por la que había entrado y por donde sabía que vendría el hombre.
Tom iba a pie y llevaba en la mano una banderola anaranjada y una cuerda arrollada. Entró en el ruedo, cerró la puerta y caminó hasta el centro. En el cielo, unas nubéculas blancas pasaban a toda velocidad haciendo cambiar constantemente la luz de la penumbra al fulgor.
Casi un minuto estuvieron allí quietos, hombre y caballo, estudiándose mutuamente. Fue
Pilgrim
el que se movió primero. El caballo bufó, agachó la cabeza y dio unos pasitos hacia atrás. Tom permaneció inmóvil como una estatua, con la punta de la banderola apoyada en el suelo. Entonces avanzó un paso en dirección a
Pilgrim
al tiempo que levantaba la banderola en la mano derecha y la hacía restallar. El caballo echó a correr de inmediato hacia la izquierda.
Dio vueltas y más vueltas, levantando arena, bufando ruidosamente y cabeceando sin parar. Su cola enmarañada, tiesa, ondeaba detras de él azotando el viento de un lado a otro. Corría con las ancas hacia adentro y la cabeza torcida hacia afuera, y hasta el último gramo de su masa muscular estaba tenso y concentrado únicamente en el hombre. Torcía de tal forma la cabeza que para ver a Tom tenía que forzar al máximo el ojo izquierdo hacia atrás. Pero no se desviaba en absoluto, extasiado por el miedo hasta tal punto que, en su otro ojo, el mundo no era sino una nada confusa que daba vueltas sin cesar.
Pronto los flancos empezaron a brillarle de sudor y en las comisuras de su boca aparecieron puntitos de espuma. Pero el hombre seguía urgiéndolo a avanzar, y cada vez que
Pilgrim
aflojaba el paso, la banderola se izaba y restallaba en el aire, forzándolo a seguir y seguir.
Grace observaba todo aquello desde el banco que Tom le había colocado justo al borde del ruedo. Era la primera vez que lo veía trabajar a pie y había en él una intensidad que Grace había advertido enseguida cuando al dar las dos apareció en el Chevrolet para llevarla a los establos. Pues ese día, como ambos sabían, comenzaría el trabajo de verdad.
La masa muscular de la pata de
Pilgrim
había aumentado mucho con las sesiones en el estanque, y las cicatrices de la cara y el pecho mejoraban día a día. Había llegado el momento de curar las cicatrices de su mente. Tom había aparcado junto al establo y la había dejado ir en cabeza por la hilera de casillas hasta la mayor de todas, que ahora ocupaba
Pilgrim.
La parte superior de la puerta estaba provista de barrotes y vieron que el caballo no dejaba de observarlos mientras se aproximaban a él. Siempre que llegaban a la puerta,
Pilgrim
reculaba hacia el fondo de la casilla, agachando la cabeza y echando las orejas hacia atrás. Pero ya no embestía cuando entraban y últimamente Tom dejaba que fuese Grace quien le pusiera la comida y el agua.
Pilgrim
tenía el pelo apelotonado y las crines sucias y enmarañadas y Grace ansiaba poder pasarle un cepillo.
La pared del fondo de la casilla disponía de una puerta corrediza que daba a un pasillo de hormigón donde había otras puertas que conducían al estanque y al ruedo. Para que entrase y saliese de ellas era cuestión de abrir la puerta adecuada. Ese día, como si presintiese una nueva jugada, el caballo no había querido obedecer y Tom había tenido que acercarse mucho y palmearle los cuartos traseros.
Mientras
Pilgrim
pasaba por enésima vez, Grace observó que volvía la cabeza para mirar de frente a Tom, preguntándose por qué de golpe y porrazo se le permitía aflojar el paso sin que se levantara la banderola. Tom lo dejó pasar del trote al paso y detenerse finalmente. El caballo permaneció quieto, mirando en torno, resoplando. Intrigado. Unos momentos después Tom echó a andar hacia él.
Pilgrim
echó las orejas hacia atrás, luego las enderezó. Sus músculos temblaban en ondulantes espasmos.
—¿Ves eso Grace? ¿Ves los músculos de los costados, llenos de nudos? Este caballo es de lo más testarudo que he conocido nunca. Vas a necesitar mucho tiempo de cocción, amigo mío.
Grace sabía a qué se refería Tom. Días atrás le había hablado de un viejo de Wallowa County, Oregon, llamado Dorrance, el mejor jinete que Tom había visto jamás. Cuando Dorrance trataba de hacer que un caballo se relajara, solía hincarle el dedo en los músculos diciendo que quería ver si las patatas ya estaban cocidas. Pero Grace comprendía que
Pilgrim
no iba a permitir una cosa así. Estaba moviendo la cabeza hacia un lado, estudiando con temor al hombre que se acercaba, y cuando Tom estuvo a cinco metros de distancia, echó a andar en la misma dirección que antes. Sólo que ahora Tom le bloqueó el paso con la banderola. El caballo frenó de golpe y torció repentinamente a la derecha. Giro hacia afuera, lejos de Tom, y en el momento en que sus ancas pasaban junto a él, Tom se puso astutamente detrás de él y lo golpeó con la banderola.
Pilgrim
arrancó de nuevo hacia adelante y comenzó a dar vueltas en el sentido de las agujas del reloj, y el proceso volvía a empezar de cero.