El hombre que susurraba a los caballos (40 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Y en cuanto lo hiciera, ya no habría necesidad de que ella o su madre permanecieran allí.

Robert había comprado una guía de Montana en su librería favorita en Broadway, y para cuando se iluminó el cartel de «apriétense los cinturones» y empezaron a descender sobre Butte, probablemente sabía más sobre la ciudad que las 33.336 personas que allí vivían.

Unos minutos más y la tuvo a sus pies, «la colina más rica de la tierra», altura 1.727 metros, la mayor proveedora de plata del país en la década de 1880 y de cobre durante treinta años más. Robert sabía que la ciudad actual era poco más que un esqueleto de lo que fuera en tiempos, pero «no había perdido un ápice de su encanto», el cual, sin embargo, no se le mostró de inmediato desde su ventajoso asiento de ventanilla. Parecía, más bien, que alguien hubiera amontonado unas maletas sobre una ladera y hubiese olvidado ir a recogerlas.

Su intención había sido volar a Great Falls o Helena, pero en el último momento había surgido un problema en el trabajo y había tenido que modificar sus planes. Butte era una solución de compromiso. Pero aunque en el mapa parecía demasiado lejos para que Annie fuera a buscarlo en coche, ella había insistido en ir a recogerlo.

Robert no sabía muy bien cómo le habría afectado la pérdida de su empleo. La prensa de Nueva York había machacado la noticia toda la semana. «Gates da garrote a Graves», proclamaba un diario, mientras otros redundaban en el viejo chiste, como por ejemplo, «Graves cava su propia tumba». Era extraño ver a Annie convertida en mártir o víctima, que era como aparecía en los artículos más compasivos. Pero lo más extraño fue la indiferencia que había mostrado por teléfono al regresar de jugar a vaqueros.

—Me importa un comino —dijo.

—¿En serio?

—En serio. Me alegro de que me echen. Me dedicaré a otra cosa.

Robert se preguntó si habría marcado un número equivocado. Quizá se estaba haciendo la valiente. Annie dijo que estaba harta de la política y de los juegos de poder, quería volver a escribir, que era lo que de verdad sabía hacer. Grace, agregó, creía que aquélla era la mejor noticia que había recibido en su vida. Robert preguntó qué tal había ido la excursión a caballo y Annie simplemente respondió que había sido muy hermoso. Luego le pasó con Grace, recién salida del baño, para que se lo contara todo. Las dos irían a buscarlo al aeropuerto.

Había una pequeña muchedumbre agitando los brazos cuando Robert cruzó el asfalto, pero no pudo verlas. Luego se fijó mejor y advirtió que las dos mujeres con tejanos azules y sombrero vaquero que se reían de él, de forma bastante grosera, pensó, eran Annie y Grace.

—¡Dios mío! —exclamó mientras iba hacia ellas—. ¡Si son Pat Garrett y Billy el Niño!

—Hola, forastero —masculló Grace—. ¿Qué te trae a la ciudad? —Se quitó el sombrero y lo rodeó con sus brazos.

—Mi pequeña, ¿cómo estás? Dime, ¿cómo estás?

—Estoy bien. —Lo abrazaba con tanta fuerza que Robert se atragantó de emoción.

—Ya lo veo. Deja que te mire.

La apartó de sí y de pronto tuvo una visión de aquel cuerpo lisiado y vencido que tanto había mirado en el hospital. Costaba de creer. Sus ojos rebosaban vitalidad y el sol le había sacado todas las pecas a la cara y casi daba la impresión de que irradiaba luz. Annie miraba sonriente, adivinando sus pensamientos.

—¿Notas algo? —preguntó Grace.

—¿Todavía más…?

Grace giró sobre sí misma y entonces él comprendió.

—¡Sin bastón!

—Exacto.

—Mi vida.

Robert le dio un beso y al mismo tiempo alargó el brazo para acercar a Annie, que también se había quitado el sombrero. Su bronceado hacía que sus ojos pareciesen más claros y de un verde intenso. Robert pensó que nunca la había visto tan hermosa. Annie se acercó, lo abrazó y le dio un beso. Robert la estrechó entre sus brazos hasta que notó que podía controlarse y no dar el espectáculo delante de ellas.

—Parece que hubiesen pasado años —dijo al fin.

—Lo sé —asintió Annie.

El viaje de vuelta al rancho les llevó unas tres horas. Pero aunque estaba impaciente por enseñárselo todo a su padre, llevarlo a ver a
Pilgrim
y presentarle a los Booker, Grace disfrutó hasta el último kilómetro del trayecto. Iba sentada en la parte de atrás del Lariat y le había puesto el sombrero a Robert, que le quedaba pequeño y le daba un aspecto extraño, pero él se lo dejó puesto y pronto las hizo reír hablándoles de su vuelo de enlace a Salt Lake City.

Casi todos los asientos estaban ocupados por miembros de un coro religioso que no habían dejado de cantar en todo el viaje. A Robert le había tocado ir sentado entre dos voluminosos contraltos y tuvo que hundir la nariz en su guía de Montana mientras alrededor el coro bramaba «Más cerca de ti, Dios mío», cosa que, a cincuenta mil pies de altura, sin duda estaban.

Hizo que Grace buscara en su bolsa los regalos que les había comprado en Ginebra. Para ella había comprado una enorme caja de bombones y un pequeño reloj de cuco, cosa que ella nunca había visto. Robert admitió que sonaba como un loro con pilas, pero le juró que era absolutamente auténtico; sabía a ciencia cierta que los cucos taiwaneses sonaban como una verdadera mierda. Los regalos de Annie, que también desenvolvió Grace, eran el típico frasco de su perfume favorito y un pañuelo de seda que, como los tres sabían, nunca se pondría, Annie dijo que era precioso y se inclinó para darle un beso en la mejilla.

Al mirar a sus padres, uno al lado del otro en el asiento de delante, Grace experimentó auténtica alegría. Era como si las últimas piezas del rompecabezas de su vida volvieran a encajar. El único hueco que quedaba por llenar era montar a
Pilgrim,
y eso, si todo había ido bien en el rancho, pronto dejaría de ser un problema. Hasta que no lo supieran con seguridad, ni Annie ni Grace iban a decírselo a Robert.

Era una perspectiva que la entusiasmaba y la inquietaba a la vez. No era tanto que ella quisiera volver a montar a
Pilgrim
cuanto que sabía que tenía que hacerlo. Desde el día en que había montado a
Gonzo
nadie parecía ponerlo en duda, siempre, por supuesto, que Tom lo considerase seguro para ella. Sólo que Grace, interiormente, tenía sus dudas.

No guardaban relación con el miedo, al menos en su sentido más simple. Le preocupaba que llegado el momento pudiera sentir miedo, pero estaba casi segura de que si eso ocurría al menos sería capaz de dominarlo. Más le preocupaba la posibilidad de fallarle a
Pilgrim,
de no ser lo bastante buena.

La pierna ortopédica estaba causándole dolores constantes. Los últimos kilómetros conduciendo el ganado le habían resultado insoportables. No se lo había dicho a nadie. Y cuando Annie le hizo notar que se quitaba la pierna a menudo cuando estaban solas, Grace quitó importancia al asunto. Más duro había sido fingir delante de Terri Carlson. Terri observó que tenía el muñón muy hinchado y le dijo que necesitaba una prótesis nueva cuanto antes. El problema era que en el oeste no había nadie que hiciera esa clase de operación. El único sitio donde podían ponerle esa prótesis nueva era Nueva York.

Grace estaba decidida a aguantar. Sólo sería una semana, dos a lo sumo. Tendría que confiar en que el dolor no la distrajera demasiado ni mermara sus facultades cuando llegase el momento.

Atardecía cuando dejaron la carretera 15 y tomaron hacia el oeste. Ante ellos el Rocky Front aparecía poblado de masas de cúmulos que parecían querer alcanzarlos desde el cielo encapotado.

Pasaron por Choteau para que Grace pudiera mostrarle a Robert la casucha donde habían vivido al principio y el dinosaurio que vigilaba el museo. Ahora ya no le parecía tan grande ni malvado como cuando llegaron. Últimamente Grace casi esperaba que le guiñara un ojo.

Para cuando llegaron a la salida de la 89, el cielo estaba totalmente cubierto por una cúpula de nubarrones a través de la cual el sol encontraba difícil acceso. Mientras recorrían la recta carretera de grava hacia el Double Divide, se hizo el silencio y Grace empezó a ponerse nerviosa. Tenía una gran necesidad de que a su padre le impresionara el sitio. Annie sentía tal vez lo mismo, puesto que al ganar la loma y ver el rancho allá abajo, detuvo el coche para que Robert pudiera gozar de la vista.

La nube de polvo que habían levantado a su paso los adelantó y se alejó lentamente, dispersando motas doradas en un leve estallido de sol. Unos caballos que pastaban junto a los álamos que bordeaban el recodo más próximo del arroyo levantaron la cabeza para mirar.

—Caramba —dijo Robert—, ahora entiendo por qué no queréis volver a casa.

Capítulo 29

Annie había comprado la comida para el fin de semana camino del aeropuerto y naturalmente tendría que haberlo hecho de regreso. Cinco horas en un coche recalentado no habían hecho ningún favor al salmón. El supermercado de Buttle era lo mejor que había visto desde su llegada a Montana. Hasta tenían tomates y pequeñas macetas de albahaca, que se había marchitado en el trayecto. Annie las regó, luego las puso en el alféizar. Esperaba que sobreviviesen. Difícilmente podía esperarse lo mismo del salmón. Lo llevó al fregadero y le pasó agua fría con la esperanza de quitarle el olor a amoniaco.

El correr del agua ahogó el rumor grave de los truenos en el exterior. Annie lavó los costados del salmón y vio que sus escamas se arremolinaban y desaparecían con el agua. Luego le abrió el vientre destripado y lo puso bajo el grifo para quitar la sangre de su carne membranosa hasta que ésta quedó de un rosa lívido y reluciente. El olor ya no era tan penetrante, pero el tacto del flaccido pescado en sus manos le produjo tales náuseas que se vio obligada a dejarlo en el escurreplatos y salir rápidamente al porche en busca de aire fresco.

El aire no la alivió porque era caliente y denso. Casi había oscurecido, aun cuando era muy temprano para eso. Las nubes eran de un negro bilioso veteado de amarillo y estaban tan bajas que parecían comprimir la tierra entera.

Robert y Grace llevaban casi una hora fuera. Annie había querido dejarlo hasta la mañana siguiente pero Grace había insistido. Quería que su padre conociese a los Booker y luego llevarlo a ver a
Pilgrim.
Apenas le dejó tiempo para echar un vistazo a la casa antes de hacer que la llevase en coche al rancho. Le había pedido a Annie que los acompañara, pero ella se había negado con la excusa de que tenía que preparar la cena. Prefería no presenciar el encuentro entre Tom y Robert. No habría sabido hacia dónde mirar. Sólo de pensarlo volvió a sentir náuseas.

Se había bañado y cambiado de vestido pero se sentía otra vez pegajosa. Bajó del porche y se llenó los pulmones de aquel aire inservible. Luego fue lentamente hasta la parte delantera de la casa para esperarlos.

Había visto que Tom, Robert y todos los chicos subían al Chevrolet, y observó que el coche partía en dirección a los prados. Desde donde estaba sólo había podido ver a Tom en el asiento del conductor. Él no miró hacia la casa. Iba hablando con Robert, que ocupaba el asiento del acompañante. Annie se preguntó qué opinaría de él. Era como si la estuviesen juzgando por poderes.

Tom la había esquivado toda la semana y aunque ella creía conocer el motivo, sentía su reserva como si fuera un espacio cada vez mayor en su interior. Mientras Grace estaba en Choteau con Terri Carlson, Annie había esperado que él le telefonease como hacía siempre para preguntarle si quería salir a caballo, sabiendo en el fondo de su alma que él no lo haría. Cuando más tarde fue con Grace a ver cómo trabajaba con
Pilgrim,
él estaba tan concentrado que apenas pareció reparar en ella. Su conversación, momentos después, fue casi cortés de tan trivial.

Tenía ganas de hablar con él, de decirle que lamentaba lo sucedido, aunque no fuera verdad. De noche, sola en su cama, había pensado en aquella exploración mutua, echando a volar libremente su imaginación hasta que todo su cuerpo suspiró por él. Quería decirle que lo lamentaba sólo por si él estaba pensando mal de ella. Pero la única oportunidad que tuvo se presentó esa primera tarde en que él había acompañado a Grace, y al empezar ella a hablar Tom la había cortado, como si supiera qué iba a decir. Casi había salido corriendo tras él al advertir la expresión de sus ojos mientras se alejaba.

Annie se quedó cruzada de brazos observando relampaguear sobre la amortajada mole de las montañas. Ahora veía los faros del Chevrolet entre los árboles cerca del vado, y cuando llegaron arriba y empezaron a bajar notó en el hombro una gruesa gota de lluvia. Alzó los ojos y otra gota le dio de lleno en la frente y rodó por su cara. El aire había refrescado de repente y olía a polvo recién mojado. La lluvia, semejante a una cortina, se aproximaba a ella desde el valle. Se volvió y corrió hacia la casa para poner el salmón en la parrilla.

Era un tipo simpático. ¿Qué otra cosa esperaba Tom? Era animado, gracioso, interesante y, más importante aún, interesado por todo. Robert se inclinó para atisbar entre el infructuoso arco que describía el limpiaparabrisas. El tamborileo de la lluvia en el techo del coche les obligó a hablar a gritos.

—Si no le gusta el tiempo de Montana, espere cinco minutos —dijo Robert.

—¿Se lo ha contado Grace? —dijo Tom, riendo.

—Lo leí en mi guía de Montana.

—Papá es un devorador de guías turísticas —chilló Grace desde atrás.

—Muchas gracias, cariño, yo también te quiero.

Tom sonrió.

—Sí, bueno. Hoy llueve de verdad.

Tom los había llevado hasta donde ya no se podía pasar en coche sin problemas. Habían visto ciervos, un par de halcones y después una manada de alces en la parte más alejada del valle. Las crías, algunas de apenas una semana, se refugiaban de los truenos junto a sus madres. Robert llevaba unos prismáticos y estuvieron mirando por espacio de unos diez minutos. Los chicos no dejaron de pedir turno a voces todo el rato. Había un macho enorme con una cornamenta de seis puntas, que no se inmutó cuando Tom quiso incitarlo con sus gritos.

—¿Cuánto pesa un macho como ése? —preguntó Robert.

—Oh, unos trescientos kilos o más. Para agosto, sólo sus cuernos pesarán más de veinte kilos.

—¿Ha cazado alguno?

—Mi hermano Frank, sí, de vez en cuando. Yo prefiero ver sus cabezas moviéndose ahí arriba que colgadas de una pared.

Robert preguntó muchas cosas más camino de la casa, y Grace no dejó de tomarle el pelo. Tom pensó en Annie y en su implacable interrogatorio cuando él la había llevado a aquel sitio las primeras veces, y se preguntó si Robert se habría contagiado de ella o ella de él, o si los dos eran así por naturaleza y sencillamente eran el uno para el otro. Tom dedujo que seguramente se trataba de esto último, y procuró pensar en otra cosa.

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