El hombre que susurraba a los caballos (41 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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El agua bajaba torrencialmente por el sendero que llevaba a la casa del arroyo, y en la parte de atrás caía a chorro por todas las esquinas del tejado. Tom aparcó todo lo cerca que pudo del porche para que Robert y Grace no quedaran empapados al bajar. Robert se apeó el primero. Cerró la portezuela y desde el asiento de atrás Grace preguntó en voz baja a Tom cómo había ido con
Pilgrim.
Aunque antes de salir habían echado un vistazo al caballo, no habían tenido tiempo de hablar a solas.

—Ha ido bien. No te preocupes.

Ella sonrió y Joe le dio un empujoncito en el brazo con expresión de alegría. Grace no pudo preguntar más porque Robert abrió la puerta de atrás para que saliera del coche.

A Tom debería habérsele ocurrido que la lluvia habría dejado el borde del porche resbaladizo. Pero no se le ocurrió, hasta que Grace bajó del coche y patinó. Lanzó un grito al caer. Tom se apeó y rodeó el coche corriendo.

Robert estaba inclinado sobre ella con cara de preocupación.

—Grace, ¿estás bien, Grace?

—Sí. —Intentaba ponerse de pie y parecía más avergonzada que dolorida—. Estoy bien, papá, en serio.

Annie se acercó corriendo y a punto estuvo de caer también.

—¿Qué ha pasado?

—Nada, nada —dijo Robert—. Es que ha resbalado.

Joe había bajado también del coche, muy preocupado. Ayudaron a levantarse a Grace, quien gimió al apoyar el peso de su cuerpo en ambas piernas. Robert la rodeó con el brazo.

—¿Seguro que estás bien, Gracie?

—Papá, por favor, que no hay para tanto. Estoy bien.

Grace cojeaba pero intentó disimular mientras la llevaban a la casa. Temiendo perderse algo, los gemelos estaban a punto de entrar también, pero Tom los detuvo y con buenas palabras los mandó de nuevo al Chevrolet. Por la expresión de Grace comprendió que era momento de irse.

—Bueno, hasta mañana.

—Hasta mañana —dijo Robert—. Gracias por la excursión.

—No hay de qué —dijo Tom. Le guiñó un ojo a Grace y le dijo que durmiera bien; ella sonrió valientemente y respondió que eso haría. Dirigió a Joe hacia la puerta mosquitera y se volvió para decir buenas noches. Sus ojos encontraron los de Annie. Intercambiaron una mirada fugaz que bastó para expresar todo cuanto sus corazones habrían querido decir.

Tom se llevó un índice al sombrero y se despidió.

Grace supo que algo se había roto tan pronto se dio contra el suelo del porche y, momentáneamente horrorizada, pensó que era su fémur. Sólo al ponerse de pie pudo asegurar que no había sido así. Temblaba y estaba muerta de vergüenza, eso sí, pero no se había hecho daño.

Era peor que eso. La funda de la prótesis se había abierto de arriba abajo.

Grace estaba sentada en el canto de la bañera con los tejanos bajados en torno al tobillo izquierdo y la pierna ortopédica en las manos. La cara interior de la funda rota estaba caliente y húmeda y olía a sudor. A lo mejor podrían pegarla o ponerle esparadrapo o algo. Pero en ese caso tendría que contarles a todos lo que había pasado, y si la cosa no funcionaba no la dejarían montar a
Pilgrim.

Al marcharse los Booker, Grace había tenido que emplearse a fondo para restar importancia a la caída. Había tenido que sonreír, bromear y decir a sus padres no menos de una docena de veces que se encontraba bien. Al final pareció que la creían. En el momento oportuno, se había pedido el primer baño y huido escaleras arriba para examinar los daños a puerta cerrada. Mientras cruzaba la sala notó que el maldito artefacto se le movía, y subir por las escaleras le resultó bastante complicado. Si apenas podía hacer eso, ¿cómo diablos iba a montar a caballo? ¡Mierda! Qué manera más tonta de caerse. Lo había estropeado todo.

Se quedó sentada largo rato, pensando. Abajo se oía a Robert hablar entusiasmado de los alces. Intentaba imitar el reclamo de Tom, sin conseguirlo en absoluto. Oyó reír a Annie. Era estupendo que por fin hubiera podido venir. Si Grace les decía lo que le había pasado echaría a perder la velada.

Finalmente decidió qué haría. Se puso de pie y del botiquín cogió un paquete de tiritas. Con ellas haría el mejor apaño que pudiera y por la mañana trataría de montar a
Gonzo.
Si todo iba bien, no le diría nada a nadie hasta que hubiera hecho lo propio con
Pilgrim.

Annie apagó la luz del cuarto de baño y cruzó el descansillo sin hacer ruido hasta la habitación de Grace. La puerta estaba entornada y al abrirla un poco más los goznes rechinaron levemente. La lámpara aún estaba encendida, era la que habían comprado en Great Falls para sustituir la que se había roto. Annie recordaba aquella noche como si hubiese tenido lugar en otra vida.

—Grace…

No hubo respuesta. Se acercó a la cama y apagó la luz. Vio casualmente que la pierna ortopédica no estaba apoyada en el sitio acostumbrado sino que yacía en el suelo, remetida entre la sombra de la cama y la mesita. Grace estaba dormida y respiraba tan suavemente que Annie tuvo que esforzarse por oírla inspirar. Sus cabellos, arremolinados sobre la almohada, semejaban el estuario de un río negro. Annie permaneció un rato contemplándola.

Qué valiente había sido su reacción al caerse. Era evidente que tenía que haberle dolido. Luego, durante la cena y hasta que subió, había estado muy alegre, graciosa y animada. Era una muchacha increíble. Antes de la cena, mientras Robert se daba un baño, Grace le había dicho lo que Tom opinaba acerca de montar a
Pilgrim.
No cabía en sí de gozo y excitación con la sorpresa que pensaba darle a su padre. Joe lo llevaría a ver el potro de
Bronty
y luego bajaría en el momento justo para que la viera a lomos de
Pilgrim.
Annie no las tenía todas consigo y suponía que a Robert le ocurriría otro tanto. Pero, si Tom lo consideraba seguro, no había duda de que lo era.

—Parece muy buena gente —había dicho Robert de Tom mientras se servía otra rodaja de salmón que, sorprendentemente, estaba buenísimo.

—Ha sido muy amable con nosotras —dijo Annie de la manera más natural posible. Siguió un breve silencio durante el cual las palabras quedaron flotando en el aire como sometidas a examen. Afortunadamente, Grace se puso a hablar de algunas cosas que había visto hacer a Tom con
Pilgrim
durante la semana.

Annie se inclinó para besar a su hija en la mejilla. Desde la lejanía del sueño, Grace murmuró una respuesta.

Robert ya se había acostado. Estaba desnudo. Al entrar ella y empezar a desvestirse, él dejó su libro a un lado y la observó, esperándola. Era la señal que había empleado durante años, y en otro tiempo ella había disfrutado de desnudarse delante de él hasta el punto de encontrarlo excitante. Pero ahora la forma en que la observaba en silencio le resultó inquietante, insoportable casi. Ella, por supuesto, sabía que después de una separación tan prolongada Robert deseaba hacer el amor. Y había temido ese momento toda la noche.

Se quitó el vestido, lo dejó sobre la silla y de pronto fue tan consciente de la mirada de él y de la intensidad del silencio, que hubo de acercarse a la ventana y asomarse a mirar.

—Ya no llueve.

—Hace media hora que ha dejado de llover.

—Ah. —Miró hacia la casa grande. Aunque no había estado en la habitación de Tom conocía la ventana y vio que la luz estaba encendida. «Oh Dios —pensó—, ¿por qué no podría ser él? ¿Por qué no él y yo?» La idea la llenó de una especie de ansia tan próxima a la desesperación que tuvo que cerrar rápidamente la persiana y volverse. Se quitó apresuradamente las bragas y el sujetador y cogió la camiseta holgada que normalmente empleaba para dormir.

—No te la pongas —dijo Robert suavemente. Ella lo miró y él sonrió—. Ven.

Robert extendió sus brazos y ella tragó saliva e hizo lo que pudo para devolverle la sonrisa, rezando para que no notase lo que suponía dejaban traslucir sus ojos. Dejó a un lado la camiseta y se acercó a la cama, sintiéndose extrañamente expuesta en su desnudez. Se sentó en el lado de Robert y no pudo evitar que se le erizara la piel cuando él le deslizó una mano por el cuello y la otra por el pecho izquierdo.

—¿Tienes frío?

—Sólo un poco.

Él le acercó la cabeza con suavidad y la besó como siempre la besaba. Y ella intentó, con todas las fuerzas de que fue capaz bloquear su mente a cualquier comparación y perderse en los contornos familiares de aquella boca, en su sabor y olor tan familiares y en el tacto conocido de la mano en su pecho.

Annie cerró los ojos pero no pudo reprimir la creciente sensación de engaño; había engañado a aquel hombre bueno y cariñoso no tanto por lo que había hecho con Tom sino por lo que deseaba hacer. Sin embargo, la sensación que la dominaba, por más que ella se dijese que era una tontería, era la de estar engañando a Tom por lo que hacía en ese momento con Robert.

Robert apartó la sábana y le hizo sitio a su lado. Annie vio el dibujo de vello castaño en su vientre y el abultado balanceo de su rosada erección. La notó dura contra su muslo al deslizarse a su lado y encontrar de nuevo su boca.

—No sabes cuánto te he echado de menos, Annie.

—Yo también te he echado de menos.

—¿De veras?

—Shhh. Claro que sí.

Ella notó la palma de la mano de él moviéndose por su costado y subir por la cadera hasta su vientre, y supo que la acariciaría entre las piernas y descubriría que no estaba excitada. En el momento en que sus dedos alcanzaban el borde de su vello, ella se apartó un poco.

—Déjame hacer una cosa antes —dijo ella, y se deslizó entre las piernas de él y le tomó el miembro con la boca. Hacía mucho, años incluso, que no lo hacía y él no pudo evitar estremecerse de arriba abajo de pura excitación.

—Oh Annie. No sé si podré aguantar.

—Da igual. Tengo ganas.

«Qué perversamente mentirosos nos hace el amor —pensó Annie—. Qué oscuros y sinuosos caminos nos hace recorrer». Y mientras él se corría, ella tuvo la triste certeza de que pasara lo que pasase nunca volverían a ser los mismos y que ese acto culpable era, por parte de ella, su regalo de despedida.

Más tarde, con la luz apagada, él la penetró. La noche era tan oscura que no podían ni verse los ojos y, protegida de esa manera, Annie reaccionó por fin. Se dejó llevar por el líquido vaivén de su acoplamiento y encontró más allá de la pena unos instantes de olvido.

Capítulo 30

Después del desayuno Robert llevó a Grace en coche al establo. La lluvia había despejado y refrescado el aire y el cielo era una impecable cúpula de azul. Robert había advertido ya que Grace estaba más callada y seria esa mañana, y le había preguntado si se encontraba bien.

—Estoy bien, papá. Y, por favor, deja de preguntármelo.

—Perdona.

Ella sonrió, le tocó el brazo, y él la dejó estar. Grace había llamado a Joe antes de salir y cuando llegaron al establo él ya había ido a buscar a
Gonzo
a la explanada. Mientras bajaban del Lariat, los saludó con expresión risueña.

—Buenos días, muchacho —dijo Robert.

—Buenos días, Mr. Maclean.

—Robert, por favor.

—De acuerdo, señor.

Llevaron a
Gonzo
al establo. Robert observó que Grace parecía cojear más que el día anterior. Por un instante incluso dio la impresión de que perdía el equilibrio, y tuvo que agarrarse a la puerta de una casilla para sostenerse. Robert se quedó mirando cómo ensillaban a
Gonzo
y preguntó a Joe cuántos años tenía el poni, qué alzada y si los pintos eran de un temperamento especial. Joe respondió amplia y educadamente. Grace no dijo palabra. Robert se daba cuenta, por el modo en que fruncía el entrecejo, de que algo le preocupaba. Adivinó por las miradas de Joe que éste también lo había notado, aunque los dos sabían que era mejor no preguntar.

Sacaron a
Gonzo
por la parte de atrás y lo llevaron al ruedo. Grace se dispuso a montar.

—¿Sin nada en la cabeza? —preguntó Robert.

—¿Quieres decir sin casco?

—Sí, bueno.

—Ya ves papá, sin casco.

Robert se encogió de hombros y sonrió.

—Tú sabrás.

Grace lo miró entrecerrando los ojos. Joe sonrió, pasando la mirada de uno a otro. Entonces Grace cogió las riendas y apoyándose en el hombro de Joe, puso el pie izquierdo en el estribo. Al apoyar el peso en su pierna ortopédica, algo pareció ceder y Robert advirtió que daba un respingo.

—Mierda —dijo ella entre dientes.

—¿Qué pasa?

—Nada. No pasa nada —respondió Grace. Con un gruñido de esfuerzo pasó la pierna sobre el arzón de la silla y se sentó. Antes incluso de que se hubiera acomodado en la silla él comprendió que algo iba mal y entonces vio que Grace arrugaba la cara y se dio cuenta de que estaba llorando.

—¿Qué pasa, Grace?

Ella sacudió la cabeza. Robert pensó que le dolía algo, pero cuando ella habló quedó claro que las lágrimas eran de rabia.

—Nada bueno. —Casi escupió la palabras—. Esto no funciona.

Robert tardó lo que quedaba de día en contactar con Wendy Auerbach. La clínica tenía un contestador automático con un número de urgencia que curiosamente parecía comunicar siempre. Era como si todos los ortopedas de Nueva York hubieran decidido irse de vacaciones dejándola a ella de guardia. Cuando por fin consiguió hablar con la clínica, una enfermera le dijo que lo sentía mucho pero no podía proporcionar ningún teléfono particular. No obstante, si era tan urgente como Robert decía (cosa que, a juzgar por su tono, ella parecía dudar) intentaría ponerse en contacto personalmente con la doctora Auerbach. Una hora después la enfermera llamó. La doctora Auerbach estaba fuera, no volverá a casa hasta la tarde.

Mientras esperaban, Annie telefoneó a Terri Carlson, cuyo número, a diferencia del de Wendy Auerbach, sí aparecía en el listín. Terri le dijo que conocía a alguien en Great Falls que tal vez pudiese montar otra clase de prótesis en pocos días, pero no se lo aconsejaba. Cuando uno se acostumbraba a una clase de pierna ortopédica, dijo, cambiar a otra era complicado y podía llevar tiempo.

Aunque las lágrimas de Grace le habían inquietado y habían hecho que sintiese lástima al verla tan frustrada, Robert sintió también alivio por haberse ahorrado lo que, ahora sabía, iba a ser una sorpresa especialmente pensada para él. La visión de Grace montando a
Gonzo
ya había sido bastante angustiosa; la idea de verla a lomos de
Pilgrim,
de cuya conducta más sosegada todavía no se fiaba, simplemente le aterraba.

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