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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

El hombre que susurraba a los caballos (42 page)

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Sin embargo, Robert no expresó sus dudas. Sabía que el problema no era de Grace sino suyo. Los únicos caballos con que se había sentido a gusto alguna vez eran esos que hay en los centros comerciales a los que se echa una moneda para que se mezan. En cuanto quedó de manifiesto que la idea contaba con el respaldo no sólo de Annie sino, lo que era más importante, de Tom Booker, Robert se convirtió en un paladín del proyecto como si él mismo hubiera sido su autor.

A las seis habían ideado un plan.

Wendy Auerbach telefoneó por fin e hizo que Grace le explicase exactamente dónde se le había roto la prótesis. Luego le dijo a Robert que si Grace regresaba a Nueva York e iba a verla el lunes a última hora, podían hacer una prueba el miércoles y tener lista la nueva pierna ortopédica para el fin de semana.

—¿Correcto?

—Correcto —dijo Robert, y le dio las gracias.

Reunidos en cónclave en la sala de la casa del arroyo, entre los tres decidieron qué hacer. Annie y Grace regresarían con él a Nueva York en avión y la semana siguiente volverían al rancho para que Grace pudiese montar a
Pilgrim.
Robert no podría regresar con ellas porque lo esperaban de nuevo en Ginebra. Procuró parecer entristecido por la perspectiva de perderse el espectáculo.

Annie llamó a los Booker. Se puso Diane, que se había mostrado muy amable y preocupada al enterarse de lo sucedido. Por supuesto, no había ningún problema en que
Ptlgnm
se quedara en el rancho. Smoky se encargaría de echarle un vistazo. Ella y Frank volverían de Los Ángeles el sábado, aunque no sabía con seguridad cuándo regresaría Tom de Wyoming. Los invitó a la barbacoa que iban a preparar aquella tarde. Annie dijo que les encantaría ir.

Entonces Robert llamó a la compañía aérea. Había un problema. Sólo disponían de una plaza en el vuelo de Salt Lake City a Nueva York para el que había sacado pasaje. Robert dijo que esperasen un momento.

—Yo iré en uno que salga más tarde —dijo Annie.

—¿Por qué? —dijo Robert—. También puedes quedarte aquí.

—¿Y que Grace vuelva sola en avión?

—¿Por qué no? —dijo Grace—. Vamos mamá, ¡si fui sola a Inglaterra cuando tenía diez años!

—No. Hay que hacer enlace y no quiero que rondes sin compañía por el aeropuerto.

—Annie —dijo Robert—. En Salt Lake City hay más cristianos por metro cuadrado que en el Vaticano.

—Venga mamá, que no soy una cría.

—Claro que lo eres.

—Las azafatas se harán cargo de ella —dijo Robert—. Mira y, si no, Elsa puede ir con ella en el avión.

Se produjo un silencio mientras él y Grace miraban a Annie esperando su decisión. Había en ella algo nuevo, un cambio indefinible que él ya había notado el día anterior cuando venían de Butte. En el aeropuerto lo había achacado sencillamente a su aspecto saludable. De camino Annie los había escuchado hablar con una especie de divertida serenidad. Pero después, bajo aquella calma él creyó vislumbrar algo más melancólico. Lo que le había hecho en la cama era estupendo pero también, en cierto modo, sorprendente. Le había parecido que su origen no estaba en el deseo sino en un propósito más hondo y pesaroso.

Robert se dijo que ese cambio procedía, sin duda, del trauma producido por la pérdida del empleo. Pero ahora, mientras la miraba tomar una decisión, no pudo por menos que admitir, que su esposa le resulta inescrutable.

Annie estaba contemplando por la ventana la perfecta tarde de primavera. Se volvió hacia ellos y puso una cara triste llena de comicidad.

—Me quedaré aquí, sola como la una.

Todos rieron. Grace la rodeó con el brazo.

—Oh, pobrecita mami.

Robert le dedicó una sonrisa.

—Oye, date un respiro. Pásatelo bien. Si alguien necesita un poco de tiempo después de un año de Crawford Gates, eres tú.

Llamó a la compañía aérea para confirmar la reserva de Grace.

Encendieron el fuego para la barbacoa más abajo del vado, en un recodo del arroyo protegido del viento donde dos mesas de madera bastamente labrada con sendos bancos fijos pasaban todo el año a la intemperie, alabeadas y descoloridas hasta el más pálido de los grises por los elementos. Annie las había visto en sus carreras matutinas de cuya tiránica monotonía, por lo visto sin efectos adversos, había conseguido escapar. Desde que condujeran el ganado a los pastos sólo había ido un día a correr, e incluso entonces le sorprendió oír decir a Grace que había estado haciendo footing. Si había llegado a semejante extremo de vulgaridad, también podía dejarlo.

Los hombres se habían adelantado a fin de preparar el fuego. Para Grace estaba demasiado lejos para ir andando con su pierna estropeada y su bastón recuperado, de modo que fue con Joe en el Chevrolet, donde transportaban la comida y la bebida. Annie y Diane los siguieron a pie con los gemelos. Caminaban sin prisa, disfrutando del sol de la tarde. La excursión a Los Ángeles había dejado de ser un secreto y los chicos no paraban de comentarla entusiasmados.

Diane estaba más afable que nunca. Parecía realmente complacida de que hubieran solucionado el problema y no se mostró nada susceptible, como Annie había temido, por el hecho de que ella se quedase en la casa del arroyo.

—Le diré la verdad, Annie. Me alegro de que vaya a estar por aquí. Ese Smoky es buena persona, pero no es más que un chaval y no me fío mucho de lo que le puede rondar por la cabeza.

Siguieron caminando mientras los gemelos corrían delante. La conversación sólo se interrumpió un momento, cuando una pareja de cisnes pasó volando sobre ellas. Contemplaron el sol reflejándose en sus blanquísimos cuellos mientras se alejaban por el valle y escucharon el rumor de sus alas perdiéndose en la quietud de la tarde.

Al acercarse, Annie empezó a oír el chisporroteo de la leña en la lumbre y vio elevarse una espiral de humo blanco sobre los álamos.

Los hombres habían hecho fuego sobre un trecho de hierba recortada que se metía en el arroyo. A un lado del mismo Frank estaba presumiendo ante los chicos de lanzar piedras al río y ganándose las risas de todos. Robert, cerveza en mano, era el encargado de los filetes. Se había tomado la tarea con toda la seriedad que Annie habría previsto, y charlaba con Tom sin por ello dejar ni por un instante de controlar la carne. No paraba de tocar los pedazos uno a uno con un tenedor de mango largo. Con su camisa de cuadros escoceses y sus mocasines, Annie pensó lo mucho que desentonaba su marido al lado de Tom.

Tom fue el primero en verlas. Saludó con el brazo y fue a buscarles un trago a la nevera. Diane pidió una cerveza y Annie un vaso del vino blanco que había aportado a la barbacoa. Le resultó difícil mirar a Tom a los ojos cuando él le pasó el vaso. Sus dedos se rozaron brevemente y la sensación le hizo dar un respingo.

—Gracias.

—Así que tendremos quien nos cuide el rancho la semana que viene.

—Eso parece.

—Al menos habrá alguien lo bastante inteligente para utilizar el teléfono si surge algún problema —dijo Diane.

Tom sonrió y miró confiadamente a Annie. No llevaba sombrero, mientras hablaba se echó hacia atrás un mechón de pelo rubio que le caía sobre la frente.

—Diane cree que el pobre Smoky no sabe ni contar hasta diez.

—Son ustedes muy amables —dijo Annie con una sonrisa—. Creo que ya hemos abusado de su hospitalidad.

Él no dijo nada, sólo sonrió de nuevo y esta vez Annie consiguió aguantar su mirada. Tuvo la sensación de que si se lo proponía podría zambullirse en el azul de sus ojos. En ese momento llegó Craig a todo correr, diciendo que Joe lo había empujado al arroyo. Tenía los pantalones empapados hasta la rodilla. Diane llamó a Joe y fue a investigar. Al quedarse sola con Tom, Annie sintió que el pánico la invadía. Tenía muchas cosas que decirle, pero ninguna lo bastante trivial para la ocasión. No tenía manera de saber si él compartía su turbación o si la percibía siquiera.

—Siento mucho lo de Grace —dijo él.

—Ya. Por el momento lo hemos solucionado. Quiero decir que si te parece bien, ella puede montar a
Pilgrim
cuando regrese de Wyoming.

—Desde luego.

—Gracias. Robert no podrá verlo pero, claro, haber llegado hasta tan lejos y luego no…

—No hay ningún problema. —Hizo una pausa—. Grace me ha contado que dejas tu empleo.

—Es una manera de decirlo, sí.

—Y que no parecías demasiado afectada.

—En efecto. No me preocupa.

—Eso está bien.

Annie sonrió y probó un poco más de vino con la esperanza de disolver el silencio que se había hecho entre los dos. Miró hacia el fuego y Tom siguió la dirección de su mirada. Robert, ahora a solas, estaba dedicando a la carne el ciento por ciento de su atención. Annie sabía que iba a quedar perfecta.

—Ese marido tuyo es un as con la barbacoa.

—Oh sí. Le encanta.

—Es un tipo fenomenal.

—Sí, lo es.

—Estaba tratando de averiguar quién tiene más suerte.

Annie lo miró. Él seguía contemplando el fuego. El sol le daba en la cara. Él la miró y sonrió al añadir:

—Tú por tenerlo a él o él por tenerte a ti.

Se sentaron a comer, los niños en una mesa y los adultos en la otra. El sonido de sus risas llenó el espacio entre los álamos. El sol empezó a ponerse, y entre las siluetas de los árboles Annie observó que la superficie del arroyo reflejaba los rosas, rojos y dorados del cielo del anochecer. Al cabo de un rato encendieron velas en unos recipientes altos de cristal para protegerlas de una brisa que brilló por su ausencia y contemplaron el peligroso revoloteo de las polillas en torno a ellas.

Grace parecía contenta otra vez, ahora que sus esperanzas de montar a
Pilgrim
habían renacido. Cuando todos hubieron terminado de comer, le dijo a Joe que le enseñara a Robert el truco de las cerillas, y los niños hicieron corro en torno a la mesa de los mayores para mirar.

Cuando la cerilla saltó por primera vez, todo el mundo se echó a reír. Robert estaba intrigado. Pidió a Joe que lo hiciera una vez más y luego otra, más despacio. Estaba sentado enfrente de Annie, entre Diane y Tom. Ella contempló la luz de la vela bailar en su cara mientras trataba de concentrarse en el más leve movimiento de los dedos de Joe, buscando, como siempre hacía, la solución racional. Annie se dio cuenta de que esperaba, de que rezaba casi para que Robert no diera con el truco o, si lo descubría, no lo revelase.

Robert hizo un par de intentos pero falló. Joe le estaba soltando el rollo de la electricidad estática y lo estaba haciendo bien. Se disponía ya a decirle que metiera la mano en agua para «elevar la carga» cuando Annie vio que Robert sonreía y supo que lo había descubierto. «No lo estropees —pensó—. Por favor, no lo estropees.»

—Ya lo tengo —dijo él—. La enciendes con la uña. ¿Verdad? A ver, deja que pruebe otra vez.

Se frotó la cerilla en el pelo y la acercó lentamente a la que sostenía en la palma de la mano. Al tocarse, la segunda cerilla saltó con un chasquido. Los niños lo vitorearon. Robert sonrió como si fuera un chico que ha pescado el pez más grande. Joe intentaba disimular su decepción.

—Estos abogados son unos listos —dijo Frank.

—¡Ahora el truco de Tom! —exclamó Grace—. Mamá, ¿todavía guardas ese trozo de cordel?

—Naturalmente —dijo Annie.

Desde el día en que Tom se lo había dado lo llevaba en el bolsillo como un tesoro. Era lo único que tenía de él. Sin pensarlo dos veces, se lo entregó a Grace. Pero al instante lamentó haberlo hecho. De pronto, tuvo una premonición, y el miedo casi la hizo gritar. Sabía que si lo dejaba, Robert sería capaz de desmitificar también aquello. Y en tal caso, algo precioso se perdería para siempre.

Grace le pasó la cuerda a Joe, quien dijo a Robert que levantara un dedo. Todo el mundo estaba expectante. Salvo Tom. Sentado un poco hacia atrás, observaba a Annie por encima de la vela. Ella sabía que podía leer sus pensamientos. Joe había pasado el lazo sobre el dedo de Robert.

—¡No! —exclamó Annie de repente.

Todos la miraron, súbitamente callados y sorprendidos por el tono de su voz. Annie notó que se le encendían las mejillas. Sonrió a la desesperada, buscando ayuda entre las caras que la miraban. Pero todos seguían pendientes de ella.

—Yo… bueno, sólo quería intentarlo primero.

Joe dudó un momento, tratando de adivinar si lo decía en serio. Luego levantó el cordel y se lo devolvió a ella. Annie creyó ver en los ojos del muchacho que él, al igual que Tom, lo entendía. Fue Frank quien la rescató de su azoramiento.

—Así me gusta, Annie —dijo—. No se lo enseñes a ningún abogado hasta que te consigas un contrato.

Todos rieron, incluso Robert. Aunque cuando sus miradas se encontraron ella advirtió que estaba perplejo y, quizá, hasta dolido. Más tarde, cuando la charla se hubo reanudado, Tom fue el único que vio cómo arrollaba el cordel y lo guardaba de nuevo en el bolsillo.

Capítulo 31

A última hora del domingo Tom echó una ojeada final a los caballos y luego fue a preparar sus cosas. Scott estaba en pijama en el descansillo aguantando la advertencia final de Diane, que no se tragaba eso de que no podía dormir. Su vuelo partía a las siete de la mañana y hacía horas que habían mandado los chicos a la cama.

—Como sigas con esto, no vienes, ¿me oyes?

—¿Me dejarías en casa, solo?

—Juégate algo.

—No serías capaz.

—No me hagas perder la paciencia.

Tom fue al piso de arriba y vio el revoltijo de ropa y las maletas a medio hacer. Guiñó un ojo a Diane y sin decir palabra, se llevó a Scott al cuarto de los gemelos. Craig ya dormía. Tom se sentó en la cama de Scott y estuvieron hablando en voz baja de Disneylandia hasta que el chico empezó a cabecear y finalmente se rindió al sueño.

Camino de su habitación, Tom pasó por delante de la de Frank y Diane y al verlo ella le dio las gracias y las buenas noches. Tom cogió todo lo que necesitaba para la semana, que no era mucho, e intentó leer un rato, pero no logró concentrarse.

Mientras estaba con los caballos, había visto a Annie, que volvía en el Lariat de llevar a Grace y a Robert al aeropuerto. Se acercó a la ventana y miró hacia la casa del arroyo. Las persianas de su dormitorio estaban iluminadas. Tom esperó unos instantes confiando en ver su sombra cruzar la ventana, pero no la vio.

Se lavó, se desvistió, se metió en la cama e intentó leer de nuevo con idéntica poca fortuna. Apagó la luz y permaneció tumbado con las manos detrás de la cabeza, imaginándose a Annie en la casa, sola, tal como estaría toda la semana.

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