El hombre que susurraba a los caballos (24 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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—Mañana vamos a marcar —dijo Tom—. Pueden venir las dos a echar una mano, si quieren.

Annie se echó a reír.

—Me parece que sólo estorbaríamos —dijo.

Él se encogió de hombros.

—Es probable —dijo—. Pero mientras no meta la mano delante del hierro de marcar, no tiene demasiada importancia. Y aunque lo hiciera, la marca es muy bonita. Allá en la ciudad se sentiría orgullosa de llevarla.

Annie se volvió a Grace y se dio cuenta de que ella tenía ganas pero intentaba disimularlo. Volvió a mirar a Tom.

—De acuerdo —respondió—. ¿Por qué no?

Tom le dijo que empezarían alrededor de las nueve de la mañana pero que podían presentarse cuando quisieran. Luego se despidieron. Mientras se alejaba por el camino, Annie miró por el espejo retrovisor. Él seguía allí de pie, observándolas partir.

Capítulo 17

Tom recorrió a caballo un lado del valle y Joe el otro. La idea era recoger a las vacas rezagadas, pero ellas necesitaban pocos alicientes. Podían ver allá abajo, en el prado, el viejo Chevrolet donde siempre lo aparcaban en horas de pastar y oían a Frank y los gemelos chillando y aporreando el saco de pienso para que las vacas vinieran a comer. Bajaban de las colinas en tropel, mugiendo, seguidas de sus terneros, que también mugían, angustiados por no quedarse atrás.

El padre de Tom había criado vacas de pura raza hereford pero desde hacía unos años Frank optaba por un cruce de hereford y black angus. Las angus eran buenas madres y se adaptaban mejor al clima porque no tenían las ubres rosadas como las hereford sino negras, y de ese modo el reflejo del sol en la nieve no se las quemaba. Tom estuvo observando un rato cómo se alejaban colina abajo y luego hizo dar media vuelta a
Rimrock
y descendió a toda carrera en dirección al sombreado cauce del arroyo.

De la superficie del agua se elevaban volutas de vapor hacia el aire caliente y un mirlo acuático echó a volar en línea recta aguas arriba a tal velocidad y tan escasa altura que con sus alas color pizarra casi rozó la superficie. Allí abajo los berridos de las reses llegaban amortiguados y el único sonido era el suave chapoteo del caballo a medida que se dirigían hacia lo alto del prado. A veces algún ternero quedaba enganchado en las espesas matas de salicaria. Pero ese día no encontraron ninguno y Tom condujo a
Rimrock
de vuelta a la orilla para luego seguir a paso largo hacia el sol en lo alto de la colina y allí se detuvieron.

A lo lejos, al otro lado del valle, vio a Joe en su poni castaño y blanco. El chico agitó un brazo y Tom le devolvió el saludo. Abajo, las reses convergían hacia el Chevrolet, rodeándolo de forma que el coche parecía un bote en medio de un remolino de aguas negras. Los gemelos estaban lanzando unas pelotillas de pienso para tener a las vacas entretenidas mientras Frank se subía al asiento del conductor y empezaba a avanzar lentamente en dirección al prado. Atraídas por el pienso, las reses echaron a andar detrás del vehículo.

Desde la colina podía verse todo el valle hasta el rancho y los corrales a donde el ganado estaba siendo conducido. Y mientras Tom contemplaba la escena, vio lo que toda la mañana había esperado ver. El coche de Annie se acercaba por el camino de entrada, dejando una estela de polvo gris. Al doblar frente a la casa grande, el sol sacó destellos del parabrisas.

Casi dos kilómetros lo separaban de las dos figuras que se apearon del coche. Eran pequeñas y Tom no podía distinguir sus facciones, pero se imaginaba el rostro de Annie como si la tuviera al lado. La veía tal como estaba la noche anterior, mientras miraba pasar el buho antes de advertir que él la observaba. La había visto tan perdida y hermosa que había sentido ganas de abrazarla. «Es la mujer de otro», se había dicho mientras las luces traseras del Lariat se difuminaban por el camino. Pero eso no le había impedido seguir pensando en ella. Empezó a descender por la colina para seguir el ganado.

Sobre el corral flotaba un aire lleno de polvo y olor a carne chamuscada. Separados de sus madres, que no dejaban de mugir, los terneros eran conducidos a través de una serie de corrales comunicados entre sí hasta que llegaban a un angosto conducto del que no podían regresar. Cuando salían de uno en uno de allí, eran sujetados con abrazaderas y puestos de costado sobre una mesa donde cuatro pares de manos empezaban de inmediato a trabajar. Casi sin darse cuenta, cada ternero recibía una inyección, una chapa contra insectos en una oreja, una pildora para el crecimiento en la otra y luego una quemadura en el culo con un hierro de marcar. Después la mesa recuperaba la vertical, el animal se veía libre de las abrazaderas y al instante se marchaban de allí. Salían trotando aturdidos en dirección al lugar donde sus madres los llamaban y se consolaban al fin con sus ubres.

Todo ello lo presenciaban con regio y perezoso desinterés sus padres, cinco descomunales toros hereford que rumiaban tumbados en un corral contiguo. También Annie presenciaba la escena, bien que con algo semejante al horror. Los terneros berreaban de un modo espantoso y se vengaban en la medida de sus posibilidades cagándose en las botas de sus atacantes o dando coces a la primera pantorrilla desprevenida que encontraban. Varios de los vecinos que echaban una mano habían venido acompañados de sus hijos y estaban poniéndolos a prueba en el arte de lazar e inmovilizar a los terneros más pequeños. Annie vio que Grace los miraba y pensó que había sido un gran error haber ido al rancho. Todas aquellas tareas requerían un despliegue extraordinario de aptitudes físicas ante las cuales la invalidez de su hija resultaba aún más evidente.

Tom debió de notarlo en el rostro de Annie porque se acercó a ella y rápidamente le buscó una ocupación. La puso a trabajar en el alimentador junto a un gigantón risueño con gafas de espejo y una camiseta con la leyenda «Cereal Killer». El hombre se presentó como Hank y estrujó la mano de Annie hasta hacerle crujir los nudillos. Dijo que era del rancho de al lado.

—El simpático psicópata de nuestro vecindario —explicó Tom.

—No se preocupe, ya he comido —aclaró Hank en tono confidencial.

Mientras ponía manos a la obra, Annie vio que Tom se acercaba a Grace, le ponía una mano en el hombro y se la llevaba, pero no tuvo tiempo de saber a dónde, pues en ese momento un ternero le pisó el pie y luego le atizó una coz a la rodilla. Annie soltó un grito y Hank se rió y le enseñó a empujarlos por el conducto sin salir muy magullada o manchada de mierda. El trabajo era duro y Annie tuvo que concentrarse. Al cabo de un rato, entre las bromas de Hank y el tibio sol de primavera, empezó a sentirse mejor.

Después, cuando por fin tuvo un momento para mirar, observó que Tom había llevado a Grace hasta primera línea y la hacía empuñar el hierro de marcar. Al principio Grace cerró los ojos pero Tom la obligó a concentrarse en la técnica y pronto consiguió que toda su aprensión desapareciese.

—No aprietes tanto —le oyó decir Annie. Tom estaba detrás de Grace con las manos suavemente apoyadas en sus antebrazos—. Déjalo caer con suavidad. —El hierro al rojo vivo chisporroteó al tocar el pellejo del ternero—. Eso es, con firmeza pero sin apretar. Le duele, pero lo superará, ya verás. Ahora hazlo rodar un poco. Muy bien. Ahora levántalo. Grace, te ha salido una marca perfecta. La mejor doble D del día.

Todos la vitorearon. La muchacha se había ruborizado hasta las orejas y los ojos le brillaban. Rió e hizo una breve reverencia. Tom advirtió que Annie miraba y la señaló.

—La próxima usted, Annie —dijo con una sonrisa.

A media tarde sólo quedaban por marcar los terneros más pequeños y Frank dijo que era hora de ir a comer. Todo el mundo empezó a desfilar hacia la casa grande, con los niños en cabeza lanzando gritos. Annie buscó a Grace con la mirada. Nadie había dicho que estuviesen invitadas y Annie pensó que era el momento de marcharse. Vio a Grace más adelante, caminando en dirección a la casa en compañía de Joe, con quien charlaba afablemente. La llamó y Grace se volvió.

—Tenemos que irnos —dijo Annie.

—¿Cómo? Pero ¿por qué?

—Sí, ¿por qué? Prohibido marcharse ahora —dijo Tom. Se había puesto a su lado y estaban junto al corral de los toros. Apenas habían hablado en todo el día. Annie se encogió de hombros.

—Bueno, se hace tarde…

—Sí, claro. Y usted tiene que volver a casa a mandar un fax y hacer un montón de llamadas telefónicas y todo eso. ¿Me equivoco?

Tom tenía el sol detrás y ella ladeó la cabeza y lo miró pestañeando, con cierta arrogancia. Los hombres no solían burlarse de ella de esa manera. Le gustó.

—Es que, verá —prosiguió Tom—, aquí seguimos una especie de tradición. El que pone la mejor marca tiene que pronunciar un discurso al terminar la cena.

—¿Qué? —exclamó Grace.

—Lo que oyes. O beberse diez jarras de cerveza. Así que, Grace, es mejor que entres y te vayas preparando. —Grace miró a Joe para asegurarse de que no iba en serio. Tom, imperturbable, señaló hacia la casa—. Joe, enséñale el camino.

Joe se la llevó hacia la casa, haciendo lo posible por aguantar la risa.

—¿Seguro que estamos invitadas…? —preguntó Annie.

—Lo están.

—Gracias.

—No hay de qué.

Sonrieron. Los mugidos del ganado llenaron brevemente el silencio que siguió. Sus voces eran ya más suaves una vez terminado el delirio de la jornada. Fue Annie quien primero tuvo necesidad de hablar. Miró a los toros que holgazaneaban bajo el último sol de la tarde.

—Para qué ser vaca cuando puedes pasarte todo el día tumbado como esos —dijo.

Tom miró a los toros y asintió.

—Sí. Se pasan el verano haciendo el amor y en invierno sólo comen y descansan. —Hizo una pausa, pensando en algo mientras los observaba—. Sin embargo, son pocos los que pueden hacerlo. Nacer toro es tener un noventa por ciento de probabilidades de que te castren y termines convertido en hamburguesas. Bien pensado, creo que yo preferiría ser vaca.

Se sentaron a una mesa larga cubierta por un almidonado mantel blanco en la que había fuentes humeantes de jamón, pavo glaseado, maíz, judías y boniatos. La habitación en que estaban era sin duda el salón principal de la casa, pero a Annie le pareció más bien un amplio vestíbulo que dividía las dos alas de la casa. Tenía el techo alto, y el suelo y las paredes eran de una madera teñida de oscuro. Había cuadros de indios cazando búfalos y viejas fotografías color sepia de hombres con largos bigotes y mujeres de cara seria vestidas con sencillez. A un lado, una escalinata subía describiendo una curva a un amplio descansillo con barandas desde el que se dominaba la estancia de abajo.

Annie se había sentido incómoda al entrar. Se daba cuenta de que mientras ella había estado fuera marcando terneros, la mayoría de las mujeres había estado en la casa preparando la comida. Pero a nadie parecía importarle. Diane, que hasta ese día no se había mostrado excesivamente amable, la hizo sentir como en casa ofreciéndole incluso ropa para que se cambiase. Como todos los hombres estaban llenos de polvo y porquería, Annie le dio las gracias y declinó el ofrecimiento.

Los niños ocupaban una parte de la mesa y el alboroto que armaban era tal que los adultos sentados en la otra parte, tenían que esforzarse para oír lo que decían. De vez en cuando Diane pedía a gritos a los niños que bajaran la voz, pero con escasos resultados, y muy pronto, encabezado por Frank y Hank, que ocupaban los asientos a derecha e izquierda de Annie, el barullo fue general. Grace estaba al lado de Joe. Annie oyó cómo le hablaba de Nueva York y de un amigo al que habían asaltado en el metro para robarle las Nike que acababa de comprarse. Joe la escuchaba con expresión de asombro.

Tom estaba sentado frente a Annie entre su hermana Rosie y la madre de ambos. Habían llegado de Great Falls aquella tarde con las dos hijas de Rosie, que tenían cinco y seis años. Ellen Booker era una mujer dulce y delicada de cabello absolutamente blanco y los ojos de un azul tan intenso como los de Tom. Hablaba poco, se limitaba a escuchar y a sonreír a cuanto sucedía alrededor. Annie se fijó en el modo en que Tom la cuidaba y le hablaba quedamente del rancho y de los caballos. Por la manera en que Ellen lo observaba se dio cuenta de que aquél era su hijo predilecto.

—Bueno Annie, ¿va a publicar un gran artículo sobre nosotros en su revista? —dijo Hank.

—Puede estar seguro de ello. Usted va en la página central.

Hank soltó una gran risotada.

—Eh Hank —dijo Frank—, tendrás que hacerte una succión de esas o como se llame.

—Liposucción, ignorante —dijo Diane.

—Yo preferiría una labiosucción —dijo Hank—. Claro que depende de quién sea el que succione.

Annie preguntó a Frank por el rancho y él le explicó que se habían mudado allí cuando él y Tom eran pequeños. La llevó a ver las fotografías y le dijo quiénes eran los que salían en ellas. Había algo en las caras solemnes de esas fotos que Annie encontró conmovedor. Era como si su mera supervivencia en aquella tierra maravillosa constituyese de por sí una especie de enorme triunfo. Mientras Frank le hablaba de su abuelo, Annie volvió la cabeza distraídamente hacia la mesa y advirtió que Tom levantaba la vista, la miraba y sonreía.

Cuando ella y Frank fueron a sentarse de nuevo, Joe le estaba hablando a Grace de una mujer hippie que vivía cerca de allí, cerca de las montañas. Unos años atrás, le dijo, había comprado varios potros mesteños de raza pryor mountain que dejaba correr libremente por la zona. Habían criado y ahora ya tenía una pequeña manada.

—También hay un montón de críos que van todo el día sin nada encima. Papá la llama Doña Integral. La mujer es de Los Ángeles.

—¡Californicación! —salmodió Hank. Todo el mundo rió.

—¡Hank, ándate con ojo! —exclamó Diane.

Más tarde, mientras tomaban tarta de calabaza y helado casero de cereza, Frank dijo:

—¿Sabes qué, Tom? Mientras trabajas con ese caballo suyo, Annie y Grace tendrían que mudarse a la casa del arroyo. Es una locura que estén todo el santo día de acá para allá en coche.

Annie captó la mirada hiriente que Diane dirigió a su marido. Era evidente que no habían hablado del particular. Tom miró a Annie.

—Pues claro —dijo—. Buena idea.

—Son muy amables, pero la verdad…

—Caray, conozco ese caserón de Choteau donde se alojan —dijo Frank—. Está que casi se caen las paredes.

—Oye Frank, la casa del arroyo no es que sea un palacio por el amor de Dios —dijo Diane—. Además, estoy segura de que Annie necesita intimidad.

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