El hombre que susurraba a los caballos (23 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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—Pues no. Yo no lo veo así. En fin, el trato es éste. Gracias por el café.

Tom dejó la taza en la mesa y fue hacia la puerta. Annie miró a Grace, que desapareció por el salón. Entonces Annie fue corriendo tras él al vestíbulo.

—¿Qué tendría que hacer mi hija?

—Estar allí, echar una mano, interesarse. —Algo le dijo que por el momento no debía hablar de montar a caballo. Se puso el sombrero y abrió la puerta. Vio la desesperanza en los ojos de Annie—. Hace frío aquí dentro —añadió—. Debería hacer revisar la calefacción.

Estaba a punto de salir cuando Grace apareció en el umbral de la sala de estar. No lo miró. Dijo alguna cosa pero en voz tan baja que Tom no entendió.

—¿Perdón?

Grace miró hacia otro lado, incómoda.

—He dicho que de acuerdo. Lo haré.

Dio media vuelta y regresó a la cocina.

Diane había guisado un pavo y estaba trinchándolo como si el pobre se lo tuviera merecido. Uno de los gemelos intentó coger un pedazo y se llevó una guantada. Se suponía que estaba llevando los platos a la mesa donde todos los demás ya estaban sentados.

—Y los potros, ¿qué? —dijo Diane—. Yo creía que la idea de no hacer cursillos era para que pudieras trabajar con tus propios caballos, para variar.

—Habrá tiempo para eso —dijo Tom. No podía entender por qué Diane estaba tan furiosa.

—Quién se ha creído que es, presentarse aquí de esa manera, pensando que puede venir y obligarte a hacerlo. A mí me parece que es una desfachatez por su parte. ¡Largo! —Trató de abofetear otra vez al chico, pero éste consiguió escapar con su presa. Diane levantó el cuchillo de trinchar—. La próxima te doy con esto, ¿me has oído? ¿Tú no crees que es una fresca, Frank?

—Yo qué sé. A mí me parece que esto es cosa de Tom. Craig, pásame el maíz, por favor.

Diane sirvió un último plato para ella y fue a sentarse. Todos callaron para que Frank bendijera la mesa.

—Además —dijo Tom cuando su hermano hubo terminado—, tengo a Joe, que va a ayudarme con los tusones. ¿Verdad, Joe?

—Claro.

—Mientras haya escuela, ni lo sueñes —dijo Diane.

Tom y Joe intercambiaron miradas. Nadie dijo palabra durante un rato, ocupados únicamente en servirse verdura y salsa de arándanos. Tom confiaba en que Diane lo dejase estar, pero ella era como un perro con un hueso.

—Imagino que querrán comer y eso, si van a estar aquí todo el santo día.

—No creo que hayan pensado en ello —dijo Tom.

—¿Y qué? ¿Van a conducir sesenta kilómetros hasta Choteau cada vez que quieran tomar café?

—Té —dijo Frank.

Diane le lanzó una mirada de pocos amigos.

—¿Cómo?

—Té. Es inglesa. Los ingleses toman té. Vamos Diane, déjalo respirar.

—¿A que es curiosa la pierna de la chica? —dijo Scott con la boca llena de pavo.

—¡Curiosa, dice! —Joe sacudió la cabeza—. Mira que eres raro…

—No, quiero decir ¿qué es?, ¿de madera o algo así?

—Tú come y calla, Scott —dijo Frank.

Comieron en silencio durante un rato. Tom advirtió que Diane estaba de un humor de perros y no podía sacudírselo de encima. Era una mujer alta y robusta, endurecida por el sitio en que vivía. A sus cuarenta y tantos años su expresión y su ánimo de oportunidad perdida se acrecentaban. Se había criado en una finca próxima a Great Falls y Tom fue el primero que la conoció. Salieron juntos un par de veces, pero él dejó bien claro que no tenía intención de establecerse tan pronto y al final la cosa fue muriendo por sí sola. De modo que Diane se casó con el hermano pequeño. Tom sentía mucho cariño por ella, aunque algunas veces, sobre todo desde que la madre de ellos se mudara a Great Falls, la encontraba excesivamente sobreprotectora. Le preocupaba un poco que le prestara más atención a él que a Frank, si bien no parecía que éste se diese cuenta.

—¿Cuándo crees que habrá que ponerse a marcar? —le preguntó a su hermano.

—Este fin de semana no, el otro. Si el tiempo acompaña.

En muchos ranchos lo dejaban para más adelante, pero Frank marcaba en abril porque a los chicos les gustaba echar una mano y los terneros eran aún lo bastante pequeños para que pudieran manejarlos solos. Solía ser todo un acontecimiento. Acudían amigos de los alrededores y Diane solía preparar una comilona para después del trabajo. Era una tradición que había iniciado el padre de Tom y una de las muchas que Frank aún conservaba. Otra era que ellos seguían empleando caballos cuando muchos rancheros utilizaban modernos vehículos. Reunir ganado en motocicleta no era lo mismo.

Tom y Frank siempre habían pensado lo mismo respecto de esas cosas. Nunca discutían acerca del modo que debía llevarse el rancho; en realidad, no discutían acerca de nada. Ello se debía en parte a que Tom consideraba la finca más de Frank que suya. Era Frank el que había permanecido allí todos aquellos años mientras él estaba de viaje haciendo cursillos por todo el país. Y Frank siempre había sabido más de negocios y ganado de lo que él sabría jamás. Los dos hermanos se llevaban muy bien y Frank estaba verdaderamente entusiasmado ante la idea de que Tom se dedicara más seriamente a criar caballos, porque de ese modo permanecería más tiempo en casa. Aunque las reses eran cosa de Frank y los caballos de Tom, siempre que podían se ayudaban mutuamente. El año anterior, mientras Tom estaba fuera dictando una serie de cursillos, fue Frank quien había supervisado la construcción de un ruedo y un estanque de adiestramiento que Tom había ideado para los caballos.

De pronto, Tom reparó en que uno de los gemelos le había preguntado algo.

—Perdona, ¿qué decías?

—Si es famosa —dijo Scott.

—Famosa quién, por Dios —le espetó Diane.

—La mujer de Nueva York.

Diane no le dejó a Tom oportunidad de contestar.

—¿Tú has oído hablar de ella? —le preguntó al chico. Él negó con la cabeza—. Entonces no es famosa, ¿está claro? Acaba de comer.

Capítulo 16

Un tiranosaurio de cuatro metros de altura guardaba el lado norte de Choteau. Montaba su guardia desde el aparcamiento del Old Trail Museum y se lo veía justo después de pasar el cartel de la carretera 89 que rezaba: BIENVENIDOS A CHOTEAU - BUENA GENTE, MEJOR PAÍS. Consciente tal vez del desánimo que su criatura podía originar tras semejante bienvenida, el escultor había modelado los afiladísimos dientes del bicho dando forma a una sonrisa cómplice. El resultado era inquietante. El visitante no sabía si el saurio quería comerlo o matarlo a lambetazos.

Cuatro veces al día, desde hacía ya dos semanas, Annie pasaba por delante del reptil en sus idas y venidas al Double Divide. Salían cerca del mediodía después de que Grace hubiera hecho algunos deberes o pasado una agotadora mañana en casa de la fisioterapeuta. Annie la dejaba en el rancho, regresaba a la casa, se peleaba con los teléfonos y el fax y luego, a eso de las seis, se ponía de nuevo en camino, como estaba haciendo en ese momento, para ir a buscarla.

El viaje duraba casi tres cuartos de hora y desde que el tiempo había cambiado a Annie le gustaba sobre todo el último de la tarde. El cielo llevaba cinco días despejado y se veía más grande y azul de lo que ella creía que podía ser el cielo. Tras una tarde de locos llamando a Nueva York, viajar por aquel paisaje era como zambullirse en una enorme y relajante piscina.

El trayecto tenía forma de una L alargada y durante los primeros treinta kilómetros rumbo al norte por la carretera 89, Annie no solía cruzarse con nadie. La llanura se extendía, interminable a su derecha, y a medida que el sol descendía formando un arco hacia las montañas Rocosas, la hierba fatigada por el invierno se volvía de un dorado pálido.

Torció al oeste por el camino de grava sin señalizar que seguía en línea recta unos veinticinco kilómetros más en dirección al rancho y las montañas que se elevaban más allá. El Lariat dejaba a su paso una nube de polvo que la brisa arrastraba lentamente. Unos zarapitos se pavonearon en mitad del camino y en el último momento alzaron vuelo perezosamente en dirección a los pastos. Annie bajó la visera para protegerse del sol y notó que algo en su interior se aceleraba.

Los últimos días había partido hacia el rancho un poco más temprano para poder ver a Tom Booker en plena tarea, aunque el verdadero trabajo con
Pilgrim
aún no había empezado. Hasta ese momento sólo se había tratado de una terapia física destinada a fortalecer en el estanque la enflaquecida espaldilla del caballo y los músculos de su pata.
Pilgrim
nadaba en círculos, y por la expresión de sus ojos cualquiera hubiese dicho que lo perseguía un cocodrilo. Ahora se alojaba en el rancho, en una casilla muy cerca al estanque, y el único contacto directo que Tom había tenido con él era para meterlo y sacarlo del agua, lo cual era de por sí bastante peligroso.

El día anterior Annie había estado con Grace mirando cómo Tom sacaba a
Pilgrim
de la piscina. El caballo no quería salir del agua, temiendo alguna trampa, y Tom había tenido que bajar por la rampa con el agua hasta la cintura.
Pilgrim
se había debatido, empapándolo a él e incluso encabritándose a escasa distancia. Pero Tom no se había alterado siquiera. A Annie le parecía un milagro el modo en que aquel hombre conservaba la calma estando tan cerca de la muerte. ¿Cómo podía calcularse semejante margen? También
Pilgrim
se había mostrado desconcertado ante esa falta de miedo, y por fin salió tambaleándose del agua y se dejó conducir a su casilla.

Tom fue a donde estaban Annie y Grace y se detuvo delante de ellas, chorreando. Se quitó el sombrero y le escurrió el agua del ala. Grace empezó a reír y él la miró torciendo el gesto, lo que hizo que ella riese aún más. Él se volvió a Annie y sacudió la cabeza.

—Esta hija suya no tiene corazón —dijo—. Pero lo que no sabe es que la próxima vez irá ella a la piscina.

Desde aquel instante Annie no podía olvidar el sonido de la risa de Grace. Mientras regresaban a Choteau, Grace le había contado lo que habían estado haciendo con
Pilgrim
y las preguntas que sobre él le había hecho Tom. Le había hablado del potro de
Bronty,
de Frank, de Diane y de los chicos, de que los gemelos eran unos latosos pero que Joe era muy simpático. Era la primera vez que Annie la veía contenta desde que habían partido de Nueva York, y tuvo que esforzarse para no exagerar su reacción y dejar las cosas como si no hubiera ocurrido nada especial. Pero no duró mucho. Al pasar por delante del dinosaurio, Grace se quedó callada, como si el enorme lagarto le recordara cómo se estaba comportando últimamente con su madre. Pero al menos, pensó Annie, había sido un comienzo.

Los neumáticos del Lariat rechinaron en la gravilla al doblar hacia el valle bajo el cartel de madera con la doble D que señalaba el camino de entrada al rancho. Annie pudo ver varios caballos correr en el gran ruedo contiguo a la caballeriza, y al acercarse un poco más divisó a Tom montando entre ellos. En una mano llevaba un palo largo provisto de una banderola anaranjada en un extremo que agitaba hacia los animales para que se alejaran de él. Allí dentro había por lo menos una docena de potros, y en general procuraban mantenerse pegados unos a otros. Había uno, sin embargo, que siempre estaba solo y Annie advirtió que se trataba de
Pilgrim.

Grace estaba acodada en la baranda al lado de Joe y los gemelos, mirando. Annie aparcó el coche y se les acercó al tiempo que acariciaba las cabezas de los perros que ya no le ladraban cuando llegaba al rancho. Joe sonrió y fue el único que la saludó.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Annie.

—Oh, darles unas vueltas, nada más.

Annie se apoyó en la baranda al lado de Joe y observó. Los potros se desbocaban y hacían extraños de un extremo al otro del ruedo, dibujando en la arena sombras alargadas y levantando nubes ambarinas que atrapaban la luz de un sol sesgado. Tom hacía mover a
Rimrock
alrededor de los caballos sin esfuerzo aparente apeándose a veces para obstruirles el paso o abrir una brecha entre ellos. Era la primera vez que Annie lo veía montar. El caballo con sus calcetines blancos, ejecutaba intrincados pasos sin recibir órdenes visibles, guiado únicamente, o así se lo parecía a Annie por los pensamientos del jinete. Era como si Tom y
Rimrock
fuesen una sola cosa. Annie no podía quitarle los ojos de encima. Al pasar por delante, Tom se tocó el ala del sombrero y sonrió.

—Annie.

Era la primera vez que no la llamaba señora o Mrs. Graves, y oírle pronunciar espontáneamente su nombre de pila le gustó, hizo que se sintiese aceptada. Entonces observó que se acercaba a
Pilgrim,
que se había detenido como los otros al fondo del ruedo. El caballo estaba aparte de los demás y era el único que sudaba. Sus cicatrices destacaban al sol de la tarde y no paraba de cabecear y bufar. Parecía tan inquieto por los otros caballos como por Tom.

—Lo que estamos haciendo, Annie, es tratar de que aprenda a ser un caballo otra vez. Los otros ya lo saben, ¿comprende? Así son en estado salvaje, animales de manada. Cuando se les presenta un problema, como tienen ahora conmigo y esta banderola, se buscan unos a otros con la mirada. Pero el viejo
Pilgrim
lo ha olvidado por completo. Cree que no le queda ningún amigo en este mundo. Si los dejara sueltos por el monte estos potros se desenvolverían bien. Pero el pobre
Pilgrim
sería víctima de los osos. No es que no quiera tener amigos, es que no sabe cómo hacerlo.

Tom guió a
Rimrock
hacia los caballos y levantó la banderola agitándola en el aire. Los potros escaparon al mismo tiempo hacia la derecha y esta vez, en lugar de doblar hacia la izquierda como antes,
Pilgrim
los siguió. Pero en cuanto estuvo lejos de Tom, se separó de los demás y se detuvo. Tom sonrió.

—Lo conseguirá.

Para cuando devolvieron a
Pilgrim
a su casilla, el sol ya se había ocultado y empezaba a refrescar. Diane llamó a cenar a los chicos y Grace entró en la casa con ellos para coger una chaqueta que había dejado dentro. Tom y Annie caminaron lentamente hacia el coche. De pronto ella fue muy consciente de que estaban solos. Por un rato ninguno dijo nada. Un buho pasó volando bajo hacia el arroyo y Annie vio cómo se fundía en la oscuridad de los álamos. Notó que Tom la miraba y se volvió. Él sonrió y le dirigió una mirada que no era la de un virtual desconocido, sino la de alguien que la conocía desde hacía mucho tiempo. Annie se las apañó para devolver la sonrisa y sintió alivio al ver que Grace venía ya de la casa.

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