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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

El hombre que susurraba a los caballos (31 page)

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Capítulo 22

Los terneros se apiñaban al fondo del embarrado corral, tratando de ocultarse los unos detrás de los otros y empleando sus húmedos hocicos negros para empujarse entre sí hacia adelante. Cuando uno de ellos llegaba involuntariamente a la primera fila, aguantaba hasta que el pánico lo vencía y luego daba media vuelta, se ponía a la cola y el proceso se repetía una vez más.

Era la mañana del sábado anterior al Memorial Day y los gemelos estaban enseñando a Joe y Grace sus progresos con el lazo. Le tocaba el turno a Scott, quien llevaba puestas unas flamantes chaparreras y un sombrero de una talla más grande que la suya. Ya había fallado en un par de ocasiones al lanzar el lazo. En ambas, Joe y Craig habían soltado grandes risotadas; Scott no pudo evitar ruborizarse, pero hizo todo lo posible para aparentar que él también lo encontraba gracioso. Había estado tanto rato volteando el lazo que Grace empezaba a sentirse mareada de tanto mirar.

—Bueno, ¿venimos la semana que viene? —dijo Joe.

—Estoy escogiendo, ¿de acuerdo?

—Mira, están allí, ¿no ves? Negros, con cola y cuatro patas.

—Está bien, sabelotodo.

—Pero venga, lanza ese lazo de una vez.

—¡Está bien! ¡Está bien!

Joe sacudió la cabeza, miró a Grace y sonrió. Estaban sentados uno al lado del otro en la baranda superior y Grace se sentía orgullosa de haber subido allí sin ayuda de nadie. Lo hizo como si tal cosa, y aunque le dolía muchísimo allí donde el barrote se le clavaba en el muñón, no pensaba pestañear siquiera.

Llevaba unos Wrangler nuevos que a Diane y a ella les había costado lo suyo encontrar en Great Falls, y Grace sabía que le sentaban bien porque aquella mañana se había pasado media hora delante del espejo del baño probándoselos. Gracias a los oficios de Terri los músculos de su nalga derecha los rellenaban muy bien. Era curioso, en Nueva York habrían tenido que matarla para que se pusiera otro pantalón que no fuese un Levi's, pero allí todo el mundo llevaba Wrangler. El hombre de la tienda había dicho que era porque las costuras del interior de la pernera estaban hechas de manera que resultaban más cómodos para montar a caballo.

—Además, soy mejor que tú —dijo Scott.

—El lazo lo haces más grande, eso sí.

Joe saltó al corral y caminó por el barro hacia los terneros.

—¡Joe! Sal de en medio.

—Tranquilo, hombre. Voy a facilitarte un poco las cosas.

Mientras Joe se aproximaba los terneros se retiraron hasta quedar amontonados en un rincón. Su única forma de escapar era superarse, y Grace advirtió que entre ellos crecía la inquietud hasta resultarles insoportable. Joe se detuvo. Un paso más y echarían a correr.

—¿Preparado? —dijo.

Scott se mordió el labio inferior y volteó el lazo con tanta rapidez que éste produjo un zumbido en el aire. Asintió con la cabeza y Joe dio un paso al frente. Al momento los terneros corrieron hacia la otra esquina. Scott soltó un involuntario grito de esfuerzo al lanzar la cuerda, que serpenteó en el aire y cayó con el lazo abierto sobre la cabeza del primer ternero.

—¡Viva! —exclamó Scott y dio un fuerte tirón a la cuerda.

Pero el triunfo le duró muy poco pues tan pronto el ternero notó la tensión del lazo echó a correr arrastrando a Scott. El sombrero voló por los aires y él cayó de bruces en el fango como si se hubiera lanzado de cabeza a una piscina.

—¡Suelta! ¡Suéltalo! —le gritaba todo el rato Joe, pero o Scott no lo oía o quizá su orgullo no se lo permitía porque se aferró a la cuerda como si tuviera las manos pegadas a ella con cola. Lo que al ternero le faltaba en tamaño le sobraba en espíritu y saltaba, corcoveaba y daba coces, como un novillo en un rodeo, arrastrando detrás a Scott como si fuera un trineo.

Alarmada, Grace se llevó las manos a la cara y a punto estuvo de caer de espaldas. Pero en cuanto comprendieron que Scott seguía cogido a la cuerda porque él quería, Joe y Craig empezaron a reír y a lanzar vítores. El ternero lo llevó de una punta a la otra del corral. Mientras sus compañeros lo miraban perplejos.

El ruido hizo salir a Diane de la casa, pero Tom y Frank, que estaban en el corral, se le adelantaron. Llegaron a la baranda en el momento en que Scott soltaba la cuerda.

El chico se quedó inmóvil, boca abajo en el barro, y todos callaron de repente. «Oh no —pensó Grace—, no.» En ese momento llegaba Diane. Lanzó un grito de terror.

Una mano cubierta de lodo se agitó lentamente a modo de cómico saludo. Después, con mucho teatro, el chico se incorporó y los miró a todos, irguiéndose en mitad del corral para que pudieran reír a gusto. Y eso hicieron todos. Y cuando Grace vio asomar los blanquísimos dientes de Scott en aquella cara absolutamente marrón, ella también rió. Las risas se prolongaron sin malicia y Grace se sintió una más de la familia y pensó que la vida aún podía deparar cosas buenas.

Al cabo de media hora todo el mundo se había desperdigado. Diane se había llevado dentro a Scott para que se lavara y Frank, que quería saber la opinión de Tom sobre un ternero que le preocupaba, fue con su hermano y Craig hasta el prado. Annie había ido a Great Falls a comprar comida para lo que insistía en llamar, para vergüenza de Grace, «la fiesta» a que había invitado aquella noche a la familia Booker. De modo que Grace y Joe estaban solos, y éste le propuso echar un vistazo a
Pilgrim.

Pilgrim
disfrutaba ahora de un corral para él solo cerca de los potros que Tom estaba adiestrando y cuyo interés, desde el otro lado de la cerca doble, devolvía él con una mezcla de suspicacia y desdén. Vio a Joe y a Grace desde muy lejos y enseguida se puso a bufar y relinchar y trotar arriba y abajo del enfangado sendero que él mismo había abierto junto a la valla del fondo.

A Grace le resultaba un poco difícil andar entre la hierba crecida pero procuró concentrarse en balancear su pierna, y aunque sabía que Joe caminaba más despacio de lo que era normal en él no le dio importancia. Se sentía tan a gusto en compañía del muchacho como de su tío. Llegaron a la puerta del corral y se asomaron para mirar a
Pilgrim.

—Era un caballo tan bonito —dijo ella.

—Todavía lo es.

Grace asintió y le habló a Joe del día en que habían ido a verlo a Kentucky. Y mientras ella hablaba,
Pilgrim,
en el otro extremo del corral, parecía ejecutar una perversa parodia de los hechos que ella relataba. Se paseaba junto a la baranda con un pavoneo burlón y la cola en alto, pero la tenía apelotonada, retorcida y crispada, lo cual, como Grace sabía muy bien, no era signo de altivez sino de miedo.

Mientras Joe escuchaba con atención ella percibió en sus ojos la misma calma contenida que había en los de Tom. Era sorprendente lo mucho que en ocasiones se parecía a su tío. Aquella sonrisa llana, el modo de quitarse el sombrero y echarse el pelo hacia atrás. Grace se había encontrado más de una vez deseando que Joe fuera uno o dos años mayor, claro que esto no se debía a que quisiese llamar su atención sobre ella. Así no, con aquella pierna… Se conformaba con que sencillamente fuesen amigos.

Grace había aprendido mucho viendo la manera en que Joe manejaba los potros más jóvenes, y en especial el potrillo de
Bronty.
Nunca trataba de imponerse sino que dejaba que ellos mismos se le ofrecieran para entonces aceptarlos con una desenvoltura que, como Grace podía ver, los hacía sentir a la vez acogidos y seguros. Joe jugaba con los potros, pero si no los veía seguros y confiados se retiraba y los dejaba en paz. «Tom dice que hay que marcarles un rumbo —le había explicado él un día—. Pero si los fuerzas demasiado se ponen intratables. Hay que darles tiempo. Él sostiene que es una cuestión de instinto de conservación.»

Pilgrim
se había detenido y los miraba desde el punto más alejado que le era posible.

—Bueno, ¿vas a montarlo? —preguntó Joe.

Grace lo miró ceñuda.

—¿Qué?

—Cuando Tom lo haya enderezado.

Ella soltó una carcajada que sonó hueca hasta para ella misma.

—Bah, yo no pienso volver a montar.

Joe se encogió de hombros y asintió. Oyeron ruido de cascos en el corral vecino y al volverse observaron que los potros jugaban a una versión equina del marro. Joe se agachó, cogió una brizna de hierba y se la llevó a la boca.

—Lástima —dijo.

—¿El qué?

—Dentro de un par de semanas, papá llevará el ganado hasta los pastos de verano y vamos a ir todos. Es bastante divertido y, además, allá arriba es muy bonito.

Fueron a ver los potros y Joe les dio unas bayas que guardaba en el bolsillo. Mientras se dirigían al establo y Joe chupaba su brizna de hierba, Grace se preguntó por qué seguía fingiendo que no quería volver a montar a caballo. Tenía la sensación de haber caído en una trampa. Y, como le sucedía con casi todo, pensaba que de alguna manera estaba relacionado con su madre.

A Grace no pudo por menos que resultarle sospechoso el que Annie apoyase su decisión de manera tan vehemente. Era, por supuesto, una típica muestra de la arrogancia inglesa: cuando uno cae del caballo vuelve a montar enseguida para no amilanarse. Y aunque lo que había pasado era, obviamente, mucho más que un tropezón, Grace había acabado por pensar que Annie se había avenido a una resolución justamente para incitarla a lo contrario. Lo único que la hacía dudar de eso era el que Annie hubiera vuelto a montar a caballo después de tantos años. Grace envidiaba en secreto aquellos paseos matutinos con Tom Booker. Pero lo raro era que Annie debía saber que lo más probable era que con esa actitud desanimara a su hija.

¿En qué la afectaba a ella, se preguntaba ahora Grace, tanta perspicacia? ¿Qué sentido tenía negarle a su madre un triunfo tal vez imaginario, cuando eso significaba negarse a sí misma algo que estaba casi segura de desear?

Sabía que nunca volvería a montar a
Pilgrim.
Aunque el caballo se pusiera bien, jamás volvería a haber aquella confianza entre los dos y él notaría sin duda el miedo latente dentro de ella Pero Grace podía intentarlo con un caballo no tan bueno. Ojalá pudiera hacerlo, pensaba, sin que se convirtiera en un acontecimiento, de forma que si fallaba, parecía tonta o algo así, no tuviera importancia.

Llegaron al establo y Joe abrió la puerta y entró el primero. Como hacía buen tiempo todos los caballos estaban fuera y Grace no entendía qué hacían allí. El sonido metálico de su bastón sobre el suelo de cemento resonaba en el vacío. Joe torció hacia el cuarto de los aperos y Grace se detuvo en el umbral, preguntándose qué se traería entre manos.

El cuarto olía al nuevo revestimiento de pino y a cuero curtiddo. Grace lo vio acercarse a las hileras de sillas apoyadas en sus soportes a lo largo de la pared. Cuando Joe habló lo hizo sin volverse del todo, con la brizna de hierba aún entre los labios y con un tono informal, como si le estuviera dando a escoger entre varios refrescos de la nevera.

—¿Mi caballo o
Rimrock?

En cuanto los invitó Annie se arrepintió de haberlo hecho. La cocina de la casa del arroyo no estaba concebida precisamente para grandes alardes culinarios, aunque los de Annie no podían considerarse ciertamente grandes. Annie se basaba en su instinto para cocinar, en cierta medida porque le parecía más creativo pero sobre todo porque era muy impaciente. Y aparte de los tres o cuatro platos que sabía guisar con los ojos cerrados, había tantas probabilidades de que la comida saliera exquisita como nada apetitosa. Y tenía la sospecha de que tal como estaban las cosas había más posibilidades de que fuera lo segundo que lo primero.

Para evitar correr riesgos, había optado por hacer pasta. Un plato que el año anterior se había hartado de preparar. Era fino pero fácil. A los chicos les gustaría e incluso podía ocurrir que Diane lo encontrara fantástico. También había notado que Tom evitaba comer demasiada carne y, más de lo que ella se dignaba reconocer, quería quedar bien con él. No había ingredientes estrambóticos, lo único que necesitaba era
penne regata,
mozarella y un poco de albahaca fresca y tomates maduros, todo lo cual, creyó, seguramente encontraría sin problemas en Choteau.

Sin embargo, el dependiente la miró como si le hablara en urdu. Finalmente tuvo que ir hasta el hipermercado de Great Falls, pero tampoco allí consiguió los ingredientes. No supo qué hacer. Tuvo que replantearse el menú sobre el terreno, patearse todos los pasillos, cada vez más fastidiada y diciéndose que de ninguna manera iba a ceder y servirles carne a la plancha. Había decidido que comerían pasta y pasta sería. Acabó cogiendo espaguetis, un frasco de salsa boloñesa y algunos ingredientes de fiar para poder fingir que lo había preparado ella. Salió con dos botellas de buen Chianti y el orgullo lo bastante intacto.

Para cuando llegó al Double Divide se encontraba bastante mejor. Quería quedar bien con los Booker, era lo menos que podía hacer por ellos. Habían sido muy amables, aun cuando la amabilidad de Diane ocultase cierta reticencia. Siempre que Annie sacaba a relucir el asunto del pago, tanto del alquiler como del trabajo que Tom estaba haciendo con
Pilgrim,
él le decía que no se preocupara, que ya lo arreglarían más adelante. La misma respuesta había obtenido de Frank y Diane. Así, la cena de esa noche constituía para Annie una especie de agradecimiento provisional.

Dejó la compra a un lado y llevó el montón de periódicos y revistas que había comprado en Great Falls a la mesa bajo la cual había ya una pequeña montaña de papel impreso. Comprobó si había mensajes en sus máquinas: sólo uno, de Robert, por el correo electrónico.

Tenía previsto ir a pasar el fin de semana con ellas pero en el último momento lo habían convocado para una reunión en Londres el lunes. De allí debía partir hacia Ginebra. Había llamado la noche anterior y tras media hora de pedir disculpas había prometido a Grace que iría en cuanto le fuera posible. El mensaje del correo electrónico era una broma que había enviado un momento antes de salir rumbo al aeropuerto JFK, escrito en un lenguaje críptico que él y Grace llamaban «ciberlengua» y que Annie sólo entendía a medias. Al pie Robert había puesto una imagen generada por ordenador de un caballo sonriendo de oreja a oreja. Annie la imprimió sin pararse a leerla.

La primera reacción que había tenido la noche anterior al decirle Robert que no iría, había sido de alivio. Luego le había parecido preocupante tener ese sentimiento y desde entonces había hecho todo lo posible por no analizarlo más.

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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