El hombre que susurraba a los caballos (3 page)

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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Wayne se sobresaltó al divisar la salida a Chatham y puso manos a la obra: primero accionar los frenos y luego reducir las nueve marchas haciendo rugir el motor Cummins de 425 caballos de potencia. Mientras se desviaba a la interestatal pulsó el conmutador de tracción a las cuatro ruedas, bloqueando así el eje frontal de la cabina. A partir de ahí, calculó, sólo había ocho o nueve kilómetros hasta la fábrica.

Aquella mañana había en el bosque una quietud especial, como si la vida misma hubiera quedado en suspenso. No se oían pájaros ni otros animales y el único sonido era el esporádico golpe sordo de la nieve al caer de las ramas sobrecargadas. Hasta aquel vacío expectante, entre arces y abedules, llegó la risa distante de las dos chicas.

Avanzaban despacio por el serpenteante sendero que llevaba a la loma, dejando que los caballos escogieran su andadura. Judith, que iba delante, estaba vuelta hacia atrás, apoyada con una mano en el fuste de la silla de
Gulliver,
mirando a
Pilgrim
sin dejar de reír.

—Tendrías que llevarlo a un circo —dijo—. El pobre es un payaso nato.

Grace estaba demasiado ocupada riendo como para contestar.
Pilgrim
andaba con la cabeza gacha, empujando la nieve como si en vez de hocico tuviera una pala. Luego lanzaba un estornudo que mandaba fragmentos de nieve por los aires y echaba a trotar, fingiendo haberse asustado de su propia acción.

—Eh, tú, venga, basta ya —dijo Grace, refrenándolo.

Pilgrim
volvió a ponerse al paso y Judith, sin dejar de sonreír, sacudió la cabeza y encaró nuevamente el sendero. Absolutamente indiferente a las bufonadas que ocurrían detrás,
Gulliver
avanzaba moviendo la cabeza de arriba abajo a su aire. A los lados del camino, cada veinte metros aproximadamente, había carteles anaranjados prendidos a los árboles, en los que se amenazaba con acciones judiciales a todo aquel que cazara, pusiera trampas o penetrase en terreno privado.

En la cumbre de la loma que separaba los dos valles había un pequeño claro de forma circular donde normalmente, si se acercaban con sigilo, podían encontrar ciervos o pavos salvajes. Pero ese día, cuando las chicas salieron del bosque al sol de la mañana, no encontraron más que el ala cercenada y ensangrentada de un ave. Estaba casi en mitad del claro y parecía la señal dejada por un compás salvaje. Las chicas se detuvieron a mirarla.

—¿De qué es? ¿De faisán? —dijo Grace.

—Tal vez. Un ex faisán, en todo caso. Parte de un ex faisán.

Grace frunció el entrecejo y preguntó:

—¿Cómo habrá llegado hasta aquí?

—No lo sé. Será cosa de un zorro.

—Imposible. ¿Dónde están las huellas?

No había ninguna huella. Ni señal alguna de forcejeo. Era como si el ala hubiera caído volando por sí sola. Judith se encogió de hombros.

—Puede que le hayan pegado un tiro.

—Sí, ya, ¿y el resto del pájaro se fue volando con una sola ala?

Reflexionaron las dos unos instantes. Luego Judith asintió con la cabeza como si hubiera dado con la solución.

—Un halcón. Lo ha abatido un halcón en vuelo.

—Un halcón —dijo Grace considerando la posibilidad—. Bueno. Por ahí paso.

Volvieron a ponerse en marcha.

—O un avión —dijo Judith.

Grace rió.

—Eso —dijo—. Parece el pollo que daban en aquel vuelo a Londres el año pasado, sólo que mejor.

Por regla general cuando subían a caballo hasta la loma solían dar un paseo a medio galope por el claro para luego regresar a las caballerizas por otro sendero. Pero la nieve, el sol y la mañana despejada hacían que ese día quisieran prolongar su paseo. Decidieron hacer una cosa que sólo habían hecho una vez anteriormente, un par de años atrás, cuando Grace aún tenía a
Gypsy,
su pequeño y rechoncho palomino. Cruzaban hasta el siguiente valle, atajaban por el bosque y volvían rodeando la colina por el camino paralelo al río. Eso significaba cruzar una o dos carreteras, pero
Pilgrim
parecía haberse calmado y, además, ese sábado por la mañana había nevado y lo más probable era que no hubiese, demasiado tráfico.

Al dejar el claro e internarse de nuevo en el bosque umbrío, Grace y Judith se quedaron calladas. En esa cara de la loma no había un camino claro entre los nogales y los tulipanes, y las chicas tenían que agachar a menudo la cabeza para pasar por debajo de las ramas. Así, tanto ellas como los caballos no tardaron en estar cubiertos de salpicaduras de nieve. Descendieron lentamente siguiendo el curso de un arroyo. El hielo se amontonaba extendiéndose en formas irregulares desde las orillas y no dejando sino un vislumbre del agua, que corría rauda y oscura por debajo. La pendiente se hacía cada vez más empinada y los caballos avanzaban ahora con cautela, midiendo cuidadosamente sus pasos. En un momento dado
Gulliver
se tambaleó al patinar en una roca escondida, pero recuperó el equilibrio sin ser presa del pánico. El sol que se colaba entre las copas de los árboles trazaba extraños dibujos en la nieve e iluminaba las nubes de aliento que los caballos exhalaban por los ollares. Pero ni Grace ni Judith prestaban atención, ya que estaban totalmente concentradas en el descenso y no tenían otra cosa en la cabeza que mantener el control de los animales que montaban.

Por fin, allá abajo, entre los árboles, vieron con alivio el centelleo del Kinderhook Creek. El descenso había resultado más arduo de lo que habían imaginado, y sólo en ese momento se sintieron capaces de intercambiar una mirada y sonreír.

—No ha estado mal, ¿eh? —dijo Judith, al tiempo que tiraba suavemente de las riendas para que
Gulliver
se detuviera.

—Y que lo digas —replicó Grace. Rió y se inclinó para acariciar el cuello de
Pilgrim
—. Los dos se han portado muy bien.

—De fábula.

—Yo no recordaba que la pendiente fuese tan empinada.

—Y no lo era. Creo que hemos seguido otro arroyo. Debemos de estar uno o dos kilómetros más al sur de donde deberíamos.

Se sacudieron la nieve de la ropa y atisbaron entre los árboles. Más abajo del bosque un prado extraordinariamente blanco se extendía en suave pendiente hasta el río. Junto a la ribera más próxima distinguieron la valla de la antigua carretera que conducía a la fábrica de papel. Nadie utilizaba ya esa carretera pues a unos ochocientos metros de allí, al otro lado del río, habían construido un acceso directo y más amplio desde la autopista. Las chicas tendrían que seguir la carretera vieja en dirección norte para tomar la ruta por la que habían previsto regresar.

Tal como Wayne Tanner temía, la carretera de Chatham no había sido despejada. Pero comprendió enseguida que no tenía que haberse preocupado tanto. Otros camiones habían salido antes que él y los dieciocho neumáticos para carga pesada del Kenworth se agarraban muy bien a la superficie siguiendo sus huellas. Después de todo, no le habían hecho falta las malditas cadenas. Se cruzó con un quitanieves que venía en dirección contraria y pese a que aquello no iba a servirle de mucho, fue tal su alivio que saludó al conductor con el brazo y le mandó un amistoso bocinazo.

Encendió un cigarrillo y consultó su reloj. Iba algo adelantado con respecto a la hora que había previsto llegar. Tras su altercado con los polis, había telefoneado a Atlanta para decirles que hiciesen los arreglos necesarios con los de la fábrica a fin de que pudiera entregar las turbinas por la mañana. A nadie le gustaba trabajar en sábado, y supuso que no sería muy bien recibido. Claro que el problema era de ellos. Metió otra cinta de Garth Brooks y empezó a buscar la entrada a la fábrica.

La carretera vieja era una delicia comparada con el descenso por el bosque, y las chicas y sus caballos se relajaron mientras avanzaban codo con codo a la luz del sol. A su izquierda, dos urracas se perseguían entre los árboles que bordeaban el río y sobre su estridente parloteo y el susurrar del agua contra las rocas Grace creyó oír un máquina quitanieves despejando la carretera principal.

—Ya llegamos —dijo Judith al tiempo que señalaba al frente con la cabeza.

Era el sitio que habían estado buscando, donde en otro tiempo un tren cruzaba primero la carretera de la fábrica y a continuación el río. Hacía muchos años que el ferrocarril no funcionaba, y aunque el puente sobre el río seguía intacto, la parte superior del que cruzaba la carretera había sido retirada. Sólo quedaban las altas paredes de hormigón, un túnel sin techo que atravesaba ahora la carretera antes de desaparecer tras una curva. Justo antes de esa curva había un camino empinado que llevaba por el terraplén hasta el nivel del ferrocarril, para cruzar el río por el puente las muchachas tenían que ir hasta allí.

Judith fue en cabeza y guió a
Gulliver
hacia el camino. El caballo anduvo unos pasos y se paró.

—Vamos, muchacho, no pasa nada.

El caballo piafó suavemente, como analizando la nieve. Judith lo apremió con los talones.

—Venga perezoso, arriba.

Gulliver
cedió y empezó a subir por el camino. Grace observaba desde la carretera, esperando. Le había parecido que el sonido de la quitanieves en la carretera era ahora más fuerte.
Pilgrim,
nervioso, sacudió las orejas. Ella estiró el brazo y le acarició el cuello sudoroso.

—¿Cómo está eso? —le dijo en voz alta a Judith.

—Bien. De todos modos, ve despacio.

Sucedió justo cuando
Gulliver
estaba casi en lo alto del terraplén. Grace había empezado a seguirle las huellas lo más exactamente que podía, dejando que
Pilgrim
se tomara su tiempo. Estaba en mitad de la ascensión cuando oyó el roce de la herradura de
Gulliver
en el hielo y el grito de temor de Judith.

Si las chicas hubieran pasado por allí poco tiempo atrás, habrían sabido que desde el último verano la pendiente por la que subían estaba cubierta de agua debido a una fuga en una alcantarilla. El manto de nieve ocultaba ahora una capa de hielo.

Gulliver
se tambaleó al tratar de buscar apoyo con sus patas traseras, levantando al hacerlo una rociada de nieve y fragmentos de hielo. Pero al no poder aferrarse al suelo, sus ancas giraron de través en la pendiente de modo que las cuatro patas del caballo quedaron sobre el hielo. Una de las delanteras se torció y el animal cayó sobre una rodilla sin dejar de resbalar. Judith lanzó un grito al ser lanzada hacia adelante y perder un estribo. Pero consiguió agarrarse del cuello de
Gulliver
y seguir montada mientras le chillaba a su amiga:

—¡Sal de ahí, Grace!

Grace estaba paralizada. Un fragor de sangre en su cabeza parecía haberla inmovilizado separándola de lo que ocurría más arriba. Pero al oír el segundo grito de Judith, volvió a la realidad e intentó hacer girar a
Pilgrim
y bajar por la pendiente. El caballo cabeceó violentamente, asustado, y se resistió. Dio unos cuantos pasos en sentido lateral, torciendo la cabeza hacia la cuesta hasta que sus patas patinaron también, y entonces relinchó alarmado. Estaban justo encima de donde
Gulliver
había resbalado. Grace gritó y tiró con fuerza de las riendas.

—¡Vamos,
Pilgrim
! ¡Muévete!

En la rara quietud previa al momento en que
Gulliver
chocara con ellos, Grace supo que el fragor que notaba en la cabeza se debía a algo más que la afluencia súbita de sangre. Aquel quitanieves no estaba en la carretera principal. Hacía demasiado ruido. Estaba mucho más cerca. La idea se evaporó con el estremecedor impacto de los cuartos traseros de
Gulliver.
Algo semejante a una motoniveladora se les vino encima, golpeando la espaldilla de
Pilgrim
y haciéndolo girar en redondo. Grace notó que la levantaban de la silla y que era lanzada pendiente arriba, y si su mano no hubiese encontrado la grupa del otro caballo habría caído igual que Judith. Pero consiguió mantener el equilibrio cerrando el puño en torno a la sedosa crin de
Pilgrim
mientras éste patinaba debajo de ella por la pendiente.

Gulliver
y Judith pasaron de largo resbalando y Grace vio que su amiga era arrojada como una muñeca vieja hacia la cola del caballo y luego, en el momento en que el pie quedaba enganchado en el estribo, daba una sacudida y se torcía hacia atrás de mala manera. El cuerpo de Judith rebotó y dio un brusco viraje, y al golpear con la cabeza en el duro hielo, su pie dio una vuelta más en el estribo, y se atascó, de forma que la muchacha era arrastrada ahora por su caballo. En medio de una frenética maraña, caballos y jinetes se precipitaron a toda velocidad en dirección a la carretera.

Wayne Tanner los vio tan pronto como salió de la curva. Como los de la fábrica suponían que vendría por el sur, no habían pensado en mencionarle la vieja carretera de acceso, más al norte. De modo que Wayne había visto el desvío y al tomarlo había comprobado con alivio que las ruedas del Kenworth parecían aferrarse a la nieve virgen tan bien como en la carretera principal. Al completar la curva, un centenar de metros más adelante, vio los muros de hormigón del puente y, al fondo, un animal, un caballo, que arrastraba algo. El corazón le dio un vuelco.

—¿Qué coño es eso? —dijo en voz alta. Pisó el freno, pero no muy fuerte, pues sabía que si actuaba con brusquedad las ruedas podían bloquearse, de modo que trató de detener el vehículo accionando los frenos de la parte trasera del remolque. Fue como si no hubiese hecho nada. Tendría que confiar en reducir de marcha, así que apoyó la mano con fuerza en la palanca del cambio y desembragó dos veces, haciendo rugir los seis cilindros del motor Cummins. Mierda, había ido demasiado rápido. Ahora eran dos los caballos, uno de ellos con un jinete encima. ¿Adónde coño iban? ¿Por qué no se salían de la maldita carretera? El corazón le martilleaba con fuerza y notó que comenzaba a sudar a mares mientras accionaba los frenos y el cambio pensando: «Párate, párate.» Pero el puente se acercaba rápidamente a él. Santo Dios, ¿es que no lo oían? ¿No veían el camión?

Por supuesto que sí. Hasta Judith, arrastrada por el hielo, pudo verlo fugazmente mientras gritaba de dolor. Al caer se le había partido el fémur y al resbalar hacia la carretera los dos caballos le habían pasado por encima, aplastándole varias costillas y astillándole el antebrazo. En el primer traspié
Gulliver
se había fracturado una rodilla y desgarrado los tendones, y el dolor y el miedo que lo atenazaban eran patentes en el blanco de sus ojos mientras corveteaba haciendo eses e intentaba deshacerse de aquella cosa que tenía enganchada a un flanco.

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