—Bueno. ¿Quieres demandarlo?
Annie rió con ganas.
—Pues claro que quiero demandarlo. Firmó un acuerdo diciendo que no hablaría con la prensa y está difamándome al decir que falsifiqué las cifras.
—Una calumnia que, si emprendemos una acción judicial, saldrá mil veces a la luz corregida y aumentada.
Annie frunció el entrecejo.
—No te vas a ablandar ahora, ¿eh, Don? Fenimore Fiske es un sujeto repelente, un resentido, un inepto y un retorcido.
Farlow levantó las manos.
—Por mí no te reprimas, Annie —dijo con una sonrisa—, di lo que estás pensando.
—Mientras estuvo aquí hizo todo lo que pudo para crear problemas, y ahora que no está trata de hacer otro tanto. Pienso chamuscarle ese trasero arrugado que tiene.
—¿Es una expresión típica de Inglaterra?
—No, allí diríamos aplicar calor a su envejecido fundamento.
—Bueno, la jefa eres tú. Fundamentalmente.
—No te quepa duda.
Uno de los teléfonos de encima de la mesa empezó a sonar. Annie lo cogió. Era Robert. Le dijo con voz serena que Grace había sufrido un accidente. La habían llevado a un hospital de Albany y estaba en la unidad de cuidados intensivos, aún inconsciente. Que Annie siguiera en tren hasta Albany. Él iría a buscarla.
Annie y Robert se habían conocido cuando ella sólo tenía dieciocho años. Corría el verano de 1968 y en vez de pasar directamente del instituto a la Universidad de Oxford, donde le habían ofrecido una plaza, Annie optó por tomarse un año sabático. Se afilió a una organización denominada Servicio de Voluntarios de Ultramar y recibió un curso acelerado de dos semanas sobre cómo enseñar inglés, evitar la malaria y repeler los avances amorosos de los lugareños (decir «no», bien alto, y en serio).
Con esta preparación, voló a Senegal y tras una breve estancia en Dakar emprendió un viaje de ochocientos kilómetros hacia el sur en un autobús repleto de personas, gallinas y cabras hasta la pequeña localidad que sería su hogar durante los siguientes doce meses. Al anochecer del segundo día llegaron a la orilla de un gran río.
El aire nocturno era cálido, húmedo y rebosante de insectos, y Annie distinguió las luces del pueblo parpadeando a lo lejos en la otra ribera. Pero como el transbordador no funcionaba hasta la mañana siguiente, el conductor y los otros pasajeros, de quienes ya se había hecho amiga, estaban preocupados pensando dónde podía pasar la noche. No había hoteles, y aunque para ellos no iba a ser problema encontrar un sitio donde descansar, consideraron que la joven inglesa necesitaba un lugar más salubre.
Le hablaron de un
tubab
que vivía cerca de allí y que no tendría inconveniente en alojarla. Sin la menor idea de lo que podía ser un
tubab,
Annie se vio conducida por una numerosa cuadrilla que transportaba su equipaje serpenteando entre la selva hasta una casita de barro situada en medio de baobabs y papayos. El
tubab
que abrió la puerta —Annie descubrió más tarde que esa palabra significaba «hombre blanco»— era Robert.
Robert era voluntario del Cuerpo de la Paz y llevaba allí un año enseñando inglés y construyendo pozos. Tenía veinticuatro años, se había graduado en Harvard y era la persona más inteligente que ella había conocido nunca. Aquella noche Annie le preparó una espléndida cena a base de arroz y pescado con especias, que acompañaron con varias botellas de cerveza local, y estuvieron hablando a la luz de una vela hasta las tres de la madrugada. Robert era natural de Connecticut y quería ser abogado. Era una cosa congénita, explicó a manera de disculpa y mirándola con expresión irónica detrás de sus gafas con montura de oro. Hasta donde podía recordar, todos en su familia habían sido abogados. Era la maldición de los Maclean.
Y como un abogado la interrogó acerca de su vida, obligándola a explicarla y analizarla de modo que a Annie su propia vida le pareció tan novedosa como lo era para él. Le contó que su padre había sido diplomático y que, hasta que ella cumplió diez años, habían ido de país en país cada vez que le asignaban otro puesto. Ella y su hermano pequeño habían nacido en Egipto, viviendo luego en la península Malaya y posteriormente en Jamaica. Y luego, de forma bastante repentina, su padre murió de un ataque al corazón. No hacía mucho que Annie había descubierto una manera de explicar ese suceso de modo que la conversación no se viese interrumpida ni la gente bajara la cabeza para mirarse los zapatos. Su madre se estableció entonces en Inglaterra, donde al cabo de poco tiempo volvió a casarse y envió a Annie y a su hermano a sendos internados. Aunque Annie habló muy por encima de esta parte de la historia, advirtió que Robert presentía la existencia de un problema doloroso y no resuelto.
A la mañana siguiente Robert la acompañó en jeep hasta el transbordador y luego la dejó sana y salva en el convento católico donde ella viviría dando clases durante un año bajo la sólo en ocasiones desaprobadora mirada de la madre superiora, una francocanadiense bondadosa y oportunamente miope.
En el curso de los tres meses siguientes, Annie se vio con Robert todos los miércoles cuando él iba en su jeep a comprar víveres al pueblo. Robert hablaba correctamente jola —el dialecto local— y le daba una clase a la semana. Se hicieron amigos pero no amantes. En cambio, Annie perdió la virginidad con un guapo senegalés llamado Xavier a cuyos avances amorosos recordaba haber dicho «sí», bien alto y en serio.
Al tiempo Robert fue trasladado a Dakar, y la noche anterior a que se marchara Annie cruzó el río para compartir con él una cena de despedida. En Estados Unidos se celebraban elecciones presidenciales y ambos escucharon con hondo pesimismo por una radio crepitante cómo Nixon ganaba en un estado tras otro. Fue como si a Robert se le hubiera muerto un pariente cercano, y Annie se enterneció al oírlo explicar, embargado por la emoción, lo que aquello significaba para su país y la guerra que muchos de sus amigos estaban librando en Asia. Ella lo rodeó con sus brazos y por primera vez en su vida sintió que ya no era una chica sino una mujer.
No fue hasta que él hubo partido que Annie se dio cuenta, después de conocer a otros voluntarios, de que era un hombre muy poco corriente. En su mayoría, los demás eran porreros o pelmazos, cuando no las dos cosas. Había uno, con ojos de un rosa vidrioso y cinta en la cabeza, que aseguraba haber estado colocado durante un año seguido.
Vio a Robert una vez más cuando ella volvió a Dakar para regresar en julio a Inglaterra. Allí la gente hablaba el dialecto wolof, y él ya empezaba a dominarlo. Vivía muy cerca del aeropuerto, tanto que uno tenía que dejar de hablar cada vez que pasaba un avión. Para hacer de ello en cierto modo una virtud, Robert había conseguido una guía enorme donde se detallaba el horario de todos los vuelos que llegaban y partían de Dakar y, tras dos noches estudiándolo a fondo, se lo sabía de memoria. Cada vez que pasaba un avión recitaba el nombre de la compañía, su origen, itinerario y destino. Annie se reía y él parecía un poco dolido. Ella volvió a casa en avión el día en que el hombre pisó la luna.
Transcurrieron siete años antes de que volvieran a verse. Annie pasó triunfalmente por Oxford como responsable de una revista procaz y radical, y sin que aparentase haber dado golpe en todo el curso obtuvo un sobresaliente en literatura inglesa. Como era la opción que menos le disgustaba, se hizo periodista y empezó a trabajar en un diario vespertino del extremo nororiental de Inglaterra. Su madre sólo fue a visitarla una vez, y tanto la deprimió el paisaje y el cuchitril en que su hija vivía, que no paró de llorar hasta que estuvo de vuelta en Londres. No le faltaba razón. Annie lo aguantó un año y luego cogió el portante y marchó a Nueva York, donde sorprendió a todo el mundo —incluida ella misma— consiguiendo con añagazas un puesto en
Rolling Stone.
Se especializó en trazar perfiles sofisticados y brutales de famosos habituados a la adulación. Sus detractores —que eran muchos— decían que si seguía así pronto se quedaría sin víctimas, pero estaban equivocados. Le llovían candidatos. Ser puesto de vuelta y media por Annie Graves pronto se convertiría en una especie de signo masoquista de prestigio social.
Robert le telefoneó un día a la oficina. Por un instante a ella el nombre no le sonó. «Sí —le recordó él—, el
tubab
que te prestó una cama una noche en la selva.»
Quedaron para tomar una copa y Robert resultó ser mucho más apuesto de lo que Annie recordaba. Le dijo que siempre leía sus artículos y en verdad parecía conocerlos mucho mejor que ella misma. Ahora era ayudante de fiscal de distrito y trabajaba, dentro de sus posibilidades, para la campaña de Carter. Era un idealista, rebosaba entusiasmo y, lo más importante, la hizo reír. También era más convencional y llevaba el pelo más corto que los hombres con los que ella había salido en los últimos cinco años. Mientras que en el guardarropa de Annie dominaban el cuero y los imperdibles, en el de Robert todo eran cuellos de camisa y pana. Cuando salían juntos era como ver a L.L. Bean con una fan de los Sex Pistols. Y la originalidad de este emparejamiento conmovió a ambos de manera tácita.
En la cama, esa zona de su relación aplazada durante tanto tiempo y a la que Annie, si lo pensaba bien, había tenido un secreto terror, Robert demostró, sorprendentemente, carecer de las inhibiciones que ella había esperado. En efecto, era mucho más imaginativo que la mayoría de los imperturbables drogatas con los que se había acostado desde su llegada a Nueva York. Al comentárselo semanas después, Robert reflexionó un momento, tal como ella recordaba que hacía antes de recitar la guía de vuelo de Dakar, y le contestó con absoluta seriedad que siempre había estado convencido de que el sexo, como la abogacía, era mucho mejor practicarlo con esmero y diligencia.
Se casaron la primavera siguiente, y Grace, su única hija, nació tres años más tarde.
Annie se había llevado trabajo para el viaje en tren, pero no por mera costumbre sino porque había pensado que de ese modo tal vez se distraería. Ante ella tenía amontonadas las pruebas de lo que esperaba fuese un originalísimo ensayo sobre el estado de la nación, encargado a un gran novelista pelmazo y canoso por una cantidad nada despreciable. Annie había leído ya el primer párrafo tres veces y no había entendido ni jota. Entonces Robert la llamó por el teléfono celular. Estaba en el hospital. No había novedad. Grace seguía inconsciente.
—Querrás decir en coma —dijo Annie, desafiándolo con el tono de voz a hablar claro.
—No es así como lo han llamado, pero sí, supongo que se trata de eso.
—¿Y qué más? —Hubo una pausa—. Vamos Robert, por el amor de Dios.
—Tiene una de las piernas muy mal. Parece que el camión le pasó por encima.
Annie dio un breve respingo.
—Están examinándosela —continuó él—. Escucha Annie, es mejor que vaya a verla ahora. Iré a buscarte a la estación.
—No, Robert. Quédate junto a ella. Tomaré un taxi.
—De acuerdo. Volveré a llamarte si hay cambios. —Hizo una pausa—. Se pondrá bien.
—Ya lo sé —dijo ella. Pulsó un botón del teléfono y lo dejó a un lado. El tren alteraba a su paso la geometría de los blanquísimos campos radiantes de sol. Annie buscó en el bolso sus gafas oscuras, se las puso y recostó la cabeza en el respaldo del asiento.
Había empezado a sentirse culpable desde la primera llamada de Robert. Debería haber estado allí. Fue lo primero que le dijo a Don Farlow cuando colgó. El había estado muy dulce, la rodeó con el brazo y le dijo lo mejor que podía decirse en un momento como aquél:
—Eso no habría cambiado las cosas, Annie, compréndelo. Tú no podrías haber hecho nada.
—Te equivocas. Podría haber evitado que se fuera. ¿Cómo se le ocurrió a Robert dejarla ir a montar con un día como éste?
—Hace un día precioso. Tú no se lo habrías impedido.
Farlow tenía razón, pero la culpa seguía allí porque ella sabía muy bien que el problema no residía en si debería haberlos acompañado o no la noche anterior. Era simplemente la gota que colmaba el vaso de una culpabilidad que se remontaba trece años hasta el día del nacimiento de su hija.
Al nacer Grace, Annie había cogido seis semanas de permiso y las había disfrutado hasta el último minuto. Cierto que buena parte de los momentos menos encantadores habían sido delegados a Elsa, la niñera jamaicana que aún era la pieza clave de su vida doméstica.
Al igual que muchas ambiciosas mujeres de su generación, Annie se había empeñado en demostrar que era posible compatibilizar maternidad y carrera profesional. Pero así como otras madres relacionadas con los medios de comunicación utilizaban su trabajo para fomentar esta ética, Annie nunca había hecho alarde de ello, eludiendo un sinfín de peticiones para reportajes fotográficos con su hija que las revistas para mujeres pronto dejaron de pedir. No hacía mucho que había encontrado a Grace hojeando uno de esos reportajes sobre una presentadora de televisión que aparecía muy ufana con su hijo recién nacido.
—¿Por qué nosotros nunca hacemos una cosa así? —preguntó Grace sin levantar la vista.
Annie le contestó, con bastante aspereza, que a ella le parecía inmoral. Y Grace asintiendo con aire reflexivo al tiempo que pasaba la página, dijo con tono flemático:
—Entiendo. Imagino que si haces ver que no has tenido hijos la gente creerá que eres más joven.
Ese comentario y el hecho de que fuera pronunciado sin asocio de malicia habían sobresaltado de tal forma a Annie que durante varias semanas apenas pensó en otra cosa que en su relación o como lo veía ahora, su ausencia de relación con Grace.
No siempre había sido así. De hecho, hasta que cuatro años atrás Annie había conseguido que la nombrasen directora de una revista, siempre se había enorgullecido de que ella y Grace estaban más unidas que cualesquiera madre e hija que conociese. Como periodista de renombre que gozaba de más fama que mucha de la gente sobre la cual escribía, Annie había podido disponer de su tiempo a voluntad. Si quería podía trabajar en casa o tomarse días libres sin previo aviso. Cuando viajaba, solía llevar a Grace consigo. En una ocasión habían pasado varios días, ellas dos solas, en un famoso y coqueto hotel parisiense esperando que una célebre diseñadora de modas le concediese a Annie una entrevista ya concertada. Cada día recorrían kilómetros de tiendas y por la tarde se instalaban delante del televisor y disfrutaban de las exquisiteces del servicio de habitaciones arrimadas la una a la otra en una cama gigantesca como dos hermanas traviesas.