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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

El hombre que susurraba a los caballos (2 page)

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Al salir se detuvo a encender un cigarrillo y encasquetarse a fondo su gorra de béisbol de los Braves, pues hacía mucho frío. De la interestatal le llegó el zumbido de los camiones. Ronceó sobre la nieve en dirección al aparcamiento, donde estaba su camión.

Había allí unos cuarenta o cincuenta camiones perfectamente alineados, todos ellos de dieciocho ruedas, como el suyo, en su mayor parte Peterbilt, Freightliner y Kenworth. El de Wayne era un Kenworth negro y cromado modelo Convencional, de esos que llamaban «oso hormiguero» por su morro alargado y oblicuo. Y aunque se veía mejor enganchado a un remolque frigorífico corriente que a las dos turbinas que llevaba ahora montadas en una plataforma, a la media luz del nevado amanecer pensó que seguía siendo el camión más bonito de todo el aparcamiento. Se quedó allí un rato contemplándolo mientras terminaba el cigarrillo. Siempre procuraba que la cabina estuviera reluciente, a diferencia de los camioneros jóvenes, a quienes les daba igual. Incluso la había limpiado de nieve antes de ir a desayunar. Pero de pronto recordó que ellos no se habrían olvidado de las puñeteras cadenas. Wayne Tanner aplastó el pitillo en la nieve y montó en la cabina.

Dos grupos de pisadas convergían en el largo camino particular que conducía a los establos. Con extraordinaria precisión, las dos muchachas habían llegado allí con pocos segundos de diferencia y habían ido juntas colina arriba mientras el eco de sus risas se perdía en el valle. A pesar de que el sol aún no había hecho acto de presencia, la valla de estacas blancas que delimitaba sus respectivas huellas se veía casi gris en contraste con la nieve. Las huellas de las chicas describían un arco hacia la cresta de la colina y desaparecían entre los grupos de edificios bajos que se apiñaban, como buscando protección, en torno al enorme establo rojo donde guardaban los caballos.

Cuando Grace y Judith llegaron al patio de la caballeriza un gato se escabulló al verlas, estropeando con sus patas la superficie inmaculada de la nieve. Se detuvieron un momento y miraron hacia la casa. No había señales de vida. Mrs. Dyer, que era la propietaria y quien les había enseñado a montar, solía estar levantada a aquellas horas.

—¿Crees que deberíamos decirle que vamos a salir? —preguntó Grace en voz baja.

Las dos muchachas se habían criado juntas y desde muy pequeñas se veían cada fin de semana. Ambas vivían en la zona alta, al oeste de la ciudad, iban a colegios de la zona este y tenían el padre abogado. Pero a ninguna se le ocurría que hubiese motivos para verse entre semana. Su amistad había arraigado en el campo, con sus caballos. Con catorce recién cumplidos, Judith era casi un año mayor que Grace, y ante decisiones tan importantes como arriesgarse a sufrir la ira siempre a flor de piel de Mrs. Dyer, Grace acataba gustosamente la opinión de Judith.

—Bah —dijo Judith con un gesto de desdén—. Sólo nos echaría a gritos por haberla despertado. Vamos.

Dentro de la cuadra el aire era caliente y estaba cargado de olor dulzón a heno y excrementos. Las chicas entraron llevando sus sillas de montar y al cerrar la puerta una docena de caballos aguzaron las orejas y las observaron desde sus casillas presintiendo, tal como le había pasado a Grace, que la mañana tenía algo diferente. El de Judith, un caballo castrado de color castaño y mirada tierna llamado
Gulliver,
relinchó al llegar ella a su casilla y avanzó el testuz para que se lo frotara.

—Hola, cariño —dijo ella—. ¿Cómo estás hoy? —El caballo reculó un poco a fin de que Judith pudiese entrar con las guarniciones.

Grace siguió andando. Su caballo estaba al fondo de la cuadra. Fue hablando a los otros caballos a medida que pasaba por delante de sus casillas, saludando a cada uno por su nombre. Advirtió que
Pilgrim
no dejaba de mirarla desde el fondo con la cabeza erguida. Era un morgan de cuatro años, castrado y bayo, pero tan oscuro que según le daba la luz parecía negro. Sus padres se lo habían regalado el verano anterior, para su cumpleaños, bien que a regañadientes. Les preocupaba que fuera demasiado grande y joven para la muchacha, demasiado caballo en suma. Para Grace fue como un flechazo.

Habían ido en avión a Kentucky para verlo, y cuando los llevaron al campo, el caballo se acercó directamente a la cerca para mirarla a ella. No se dejó tocar, sólo le olfateó la mano y se la rozó ligeramente con los bigotes. Luego sacudió la cabeza como un príncipe altivo y echó a correr con su larga cola al viento y su pelaje reluciendo al sol como ébano bruñido.

La vendedora del caballo permitió que Grace lo montara y fue entonces cuando sus padres se miraron y ella supo que le permitirían quedarse con el animal. Su madre no montaba desde que era una niña, pero aun así sabía cuándo un caballo tenía clase. Y
Pilgrim
la tenía, desde luego que sí. Tampoco había duda de que era un manojo de nervios y completamente distinto de los otros caballos que había montado. Pero cuando Grace estuvo sobre su grupa y sintió toda la vida que fluía dentro de él, supo que el caballo tenía buen corazón y que se llevarían muy bien. Formarían un verdadero equipo.

Grace había querido cambiarle el nombre por otro más imponente, como
Cochise
o
Khan,
pero su madre, tolerante y tiránica a la vez, dijo que naturalmente eso era cosa de Grace, pero que en su opinión traía mala suerte cambiarle el nombre a un caballo. De modo que se quedó en
Pilgrim.

—Hola, encanto —dijo Grace al llegar a la casilla—. ¿Cómo está mi chico? —Alargó la mano y el caballo permitió que le tocara el aterciopelado hocico, pero sólo un momento, para después apartar la cabeza—. Eres un coqueto. Venga, que te voy a poner guapo.

Grace entró en la casilla y le quitó la manta al caballo. Cuando le puso la silla,
Pilgrim,
como siempre, se movió un poco, y ella le dijo con firmeza que se estuviera quieto. Mientras le hablaba de la sorpresa que lo esperaba fuera, le apretó ligeramente la cincha y le colocó la brida. Luego extrajo del bolsillo un limpiapezuñas y le quitó metódicamente la tierra adherida en cada una de las patas.

Oyó que Judith ya estaba sacando a
Gulliver
de su casilla, de modo que se dio prisa en apretar las cinchas y enseguida estuvieron las dos preparadas.

Llevaron los caballos al patio y mientras Judith cerraba la puerta del establo los dejaron allí, inspeccionando la nieve.
Gulliver
agachó la cabeza y luego de olfatear dedujo rápidamente que era la misma cosa que había visto un centenar de veces. No obstante,
Pilgrim
estaba pasmado. Tocó la nieve con la pezuña y se sobresaltó al ver que se movía. Intentó olfatearla como había visto hacer al otro caballo, pero lo hizo con demasiada fuerza y soltó un gran estornudo que hizo desternillarse de risa a las chicas.

—A lo mejor no ha visto nieve en su vida —dijo Judith.

—Seguro que sí. ¿Es que no nieva en Kentucky?

—No lo sé. Supongo. —Judith miró hacia la casa de Mrs. Dyer—. Bueno, venga, vamonos o despertaremos al dragón.

Salieron del patio y sacaron los caballos al prado. Una vez allí montaron y, al paso, ascendieron oblicuamente la loma hacia la verja que daba al bosque. Sus huellas dibujaron una diagonal perfecta en el inmaculado cuadro del campo. Cuando llegaron al bosque, el sol apareció por fin sobre la loma y colmó el valle de sombras sesgadas.

Una de las cosas que la madre de Grace más odiaba de los fines de semana era la montaña de periódicos que tenía que leer. A lo largo de la semana se acumulaban hasta formar un volcán maligno. Cada día, imprudentemente, incrementaba su altura con los semanarios y todas aquellas secciones del
New York Times
que no osaba tirar a la basura. Para cuando llegaba el sábado la cosa ya era amenazadora y con las varias toneladas del dominical del
New York Times
a punto de venírsele encima sabía que si no actuaba de inmediato acabaría, sepultada por la montaña de papel. Todas aquellas palabras sueltas por el mundo. Tanto esfuerzo acumulado. Total, para que uno se sintiera culpable. Annie lanzó otro grueso suplemento al suelo y cogió con hastío el
New York Post.
El apartamento de los Maclean estaba en la octava planta de un antiguo y elegante edificio en Central Park West. Annie se sentó con las piernas recogidas en el sofá amarillo que había junto a la ventana. Llevaba puestas unas mallas negras y una sudadera gris claro y su corto pelo castaño rojizo, recogido en una escueta cola de caballo, llameaba al sol que entraba a chorros por detrás de ella dibujando su sombra en el sofá a juego que había al otro lado de la sala.

Era una habitación larga pintada de amarillo claro. Estaba repleta de libros y había figurillas de arte africano y un piano de cola, uno de cuyos fulgurantes extremos reflejaba ahora el sol que entraba en ángulo. De haberse girado, Annie habría visto gaviotas pavoneándose en el hielo del estanque. Incluso con nieve y a tan temprana hora de un sábado había gente haciendo footing, correteando por el mismo circuito que ella también recorrería en cuanto hubiese terminado con los periódicos. Tomó un sorbo de su tazón de té y se disponía a echar el
Post
a la papelera cuando reparó en un suelto escondido en una columna que raramente se molestaba en leer.

—Es increíble —dijo en voz alta—. ¡Rata inmunda! —Aporreó la mesa con el tazón y se dirigió enérgicamente al vestíbulo en busca del teléfono. Regresó con el aparato en una mano, marcando el número, y se detuvo delante de la ventana, dando golpe-citos nerviosos en el suelo con el pie mientras esperaba que respondieran. Abajo, en el estanque había un viejo con esquíes y unos auriculares absurdamente grandes que marchaba con furia hacia los árboles. Una mujer increpaba a su manada de perros diminutos, todos con chaquetillas de punto a juego con las patas tan cortas que para avanzar tenían que dar saltos y deslizarse.

—¿Anthony? ¿Has leído el
Post
? —Era evidente que Annie había despertado a su joven ayudante pero no se le ocurrió pedir disculpas—. Han publicado una cosa sobre Fiske y yo. Ese mierda va diciendo que yo lo despedí y falsifiqué las cifras de tirada.

Anthony dijo algo en tono compasivo, pero no era compasión lo que Annie estaba buscando.

—¿Tienes el número de la casa de fin de semana de Don Farlow? —preguntó ella. Anthony fue a buscarlo. En el parque la mujer de los perros se había rendido y en ese momento los arrastraba hacia la calle. El ayudante volvió con el número y Annie lo anotó—. Bien —dijo—. Vuelve a la cama. —Colgó el auricular y de inmediato marcó el número de Farlow.

Don Farlow era la mejor combinación de abogado y guardia de asalto de que disponía la editorial. Desde que seis meses atrás Annie Graves (profesionalmente siempre había usado su apellido de soltera) había sido nombrada jefa de redacción con la misión de salvar la revista, que era el buque insignia del grupo editorial, Farlow no sólo se había convertido en su aliado, sino casi en un amigo. Juntos habían organizado el despido de la «vieja guardia». Hubo intercambio de sangre —nueva que entraba y vieja que salía— y la prensa no dejó escapar ni una sola gota. Entre aquellos a quienes Annie y Farlow habían puesto de patitas en la calle había escritores con buenos contactos que no habían tardado en utilizar las columnas de chismorreo para vengarse.

Annie Graves se hacía cargo del rencor que todos ellos sentían. Algunos llevaban tantos años en la editorial que la sentían como de su propiedad. Que a uno lo sacaran de su puesto de siempre ya era degradante de por sí, pero que lo hiciera una advenediza de cuarenta y tres años, y encima inglesa, era intolerable. Sin embargo, la purga estaba prácticamente terminada; Annie y Farlow habían acabado convirtiéndose en expertos a la hora de fabricar liquidaciones con las que comprar el silencio de quienes dejaban la empresa. Ella pensaba que eso era lo que habían hecho con Fenimore Fiske, el insufrible viejales que escribía la crítica de cine en la revista y que ahora la ponía de vuelta y media en el
Post.
El muy rata. Pero mientras Annie esperaba que Farlow atendiera al teléfono, se consoló pensando que Fiske había cometido un gran error al calificar de farsa el aumento de sus cifras de tirada. No lo eran y, además, podía demostrarlo.

Farlow no sólo estaba levantado, también había leído el
Post.
Quedaron en encontrarse al cabo de dos horas en el despacho de ella. Iban a demandar a aquel cerdo hasta que recuperaran el último centavo que les había costado echarlo.

Annie telefoneó a su marido a Chatham y le respondió su propia voz en el contestador automático. Dejó un mensaje diciéndole a Robert que ya era hora de levantarse, que tomaría el siguiente tren y que no fuese al supermercado antes de que ella llegase. Luego bajó en el ascensor y salió a reunirse con los demás atletas callejeros que correteaban sobre la nieve. Sólo que Annie no correteaba. Ella corría. Y aunque ni su velocidad ni su técnica permitían a simple vista apreciar la diferencia, para Annie era tan clara y vital como el frío aire matutino al que ahora se lanzaba con ardor.

La interestatal estaba bien, tal como Wayne Tanner había supuesto. Además, era sábado y no había mucha circulación, por lo que calculó que lo mejor sería seguir por la 87 hasta el cruce con la 90, cruzar el río Hudson y bajar hacia Chatham desde el norte. Había estudiado el mapa y se figuraba que aun no siendo la ruta más directa, sería peor ir por carreteras más estrechas que posiblemente todavía estuviesen cubiertas de nieve. Como no tenía cadenas, sólo esperaba que esa carretera de acceso de la que le habían hablado no fuera una pista de tierra o algo así.

Cuando llegó a los letreros que anunciaban la 90, ya se encontraba un poco mejor. El campo parecía una postal navideña y con Garth Brooks en el radiocasete y el sol dando de lleno en el potente morro del Kenworth, las cosas no le parecían tan terribles como la noche anterior. Qué caray, si al final se quedaba sin permiso de conducir, siempre podría trabajar como mecánico, que era para lo que había estudiado. Claro que no ganaría tanto dinero. Era un insulto lo poco que se pagaba a un tipo que había pasado varios años aprendiendo el oficio y había tenido que comprarse herramientas por valor de diez mil dólares. Pero últimamente se sentía un poco harto de estar tanto tiempo en la carretera. Tal vez sería bonito pasar más tiempo en casa con su mujer y los críos. Quién sabe. O al menos dedicar más horas a pescar.

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