—Ya lo sabemos, Smoky —dice.
Luego me suelta y Callie se acerca, apartándolo de un empujón.
—Deja de sobarla —le dice con tono brusco. Se vuelve hacia mí y añade—: Te invito a comer, cielo. No te molestes en decir que no.
Siento de nuevo que se me saltan las lágrimas y sólo puedo asentir con la cabeza. Callie coge su bolso, me toma del brazo y me conduce hacia la puerta.
—Vuelvo dentro de una hora —les dice a los otros. Salimos y cuando la puerta se cierra detrás de nosotras, noto que las lágrimas comienzan a rodar por mis mejillas.
Callie me da un pequeño abrazo sesgado.
—Sabía que no querías ponerte a gimotear delante de Damien, cielo.
Me río a través de las lágrimas y asiento con la cabeza, aceptando el
kleenex
que me ofrece Callie y dejando que su fuerza me sostenga en ese momento de flaqueza.
E
STAMOS en una cafetería del metro en la que sirven sándwiches. Observo fascinada cómo Callie se mete entre pecho y espalda un bocadillo de albóndigas de un metro de largo. Siempre me pregunto cómo lo consigue. Es capaz de engullir más comida que un jugador de fútbol americano, pero jamás se engorda un gramo. Sonrío, pensando que la clave quizá resida en esos ocho kilómetros que corre cada mañana, los siete días de la semana. Callie se chupa los dedos sonoramente y se relame con tal entusiasmo que unas ancianas sentadas junto a nosotras nos miran con gesto de desaprobación. Satisfecha, suspira, se repantiga en la silla y bebe su Mountain Dew sorbiendo por una caña. En esos momentos se me ocurre que ésa es la esencia de Callie. No se contenta con ver pasar la vida, sino que la devora. La engulle sin masticarla, con voracidad. Sonrío y ella frunce el ceño apuntándome con un dedo.
—Te he invitado a comer porque quería decirte lo cabreada que estoy contigo, cielo. No has devuelto mis llamadas, ni siquiera un correo electrónico. Es inadmisible, Smoky. Por jodida que estés.
—Lo sé, Callie. Y lo siento. De veras, lo siento mucho.
Ella me mira durante unos instantes con intensidad. La he visto mirar de esa forma a más de un criminal, y comprendo que lo merezco. Pero al cabo de unos momentos esboza una de sus radiantes sonrisas y hace un ademán ambiguo, como despachando el tema.
—Acepto tus disculpas. ¿Cómo te sientes? Dime la verdad, no me mientas.
Desvío los ojos unos instantes, fijándolos en mi sándwich. Luego miro a Callie.
—¿Hasta hoy? Mal. Fatal. Cada noche tengo pesadillas. Estaba deprimida y cada día me sentía peor.
—¿Has pensado en suicidarte?
Siento el mismo sobresalto, aunque menos intenso, que sentí en la consulta del doctor Hillstead. En estos momentos me siento más avergonzada. Callie y yo somos muy amigas y sentimos un profundo cariño mutuo, tanto si lo expresamos de palabra como si no. La nuestra es una amistad basada en la fuerza, no en utilizarnos una a otra como paño de lágrimas. Temo que este cariño disminuiría o desaparecería si ella se compadeciera de mí. No obstante, respondo a su pregunta.
—Sí, he pensado en ello.
Callie asiente con la cabeza y en silencio al tiempo que fija los ojos en algún objeto o en alguna parte que no alcanzo a ver. Experimento una sensación de
déjà vu
; Callie muestra una expresión semejante a la del doctor Hillstead, como tratando de decidir qué camino tomar en una encrucijada.
—Eso no significa que seas débil, Smoky, cielo. Serías débil si apretaras el gatillo. Llorar, tener pesadillas, sentirte deprimida y pensar en el suicidio no significa que seas una persona débil. Sólo significa que sufres. Y todos sufrimos, incluso Superman.
La miro sin saber qué decir. Estoy atontada, no se me ocurre nada. Ése no es el estilo de Callie, y me coge desprevenida. Me mira sonriendo con dulzura.
—Tienes que superarlo, Smoky. No sólo por ti. Sino por mí. —Callie bebe un trago de su refresco—. Tú y yo nos parecemos. Siempre hemos tenido suerte. Las cosas siempre se han resuelto a nuestro favor. Somos unas excelentes profesionales, siempre conseguimos lo que nos proponemos.
Asiento con la cabeza, incapaz de articular palabra.
—Voy a decirte algo, cielo, algo filosófico. Anótalo en tu agenda, porque no suelo soltar estas cosas en público. —Callie deja su bebida—. Muchas personas pintan siempre el mismo cuadro trillado y deprimente. Empezamos siendo unos seres inocentes, llenos de entusiasmo, y acabamos convertidos en unos cínicos. Las cosas nunca vuelven a ser como antes, bla-bla-bla. Eso es pura filfa. No todas las vidas comienzan con una inocencia y una ingenuidad a lo Norman Rockwell. Pregúntaselo a cualquier niño en Watts. Siempre he pensado que no es que comprobemos que la vida es una mierda, sino que comprobamos que la vida puede hacernos sufrir. ¿Estás de acuerdo?
—Sí —respondo fascinada.
—La mayoría de las personas empiezan a sufrir de jóvenes. Tú y yo hemos tenido mucha suerte. Muchísima. Nuestra profesión nos muestra el dolor, pero a nosotras nunca nos ha tocado. En realidad no. Tú conociste al hombre de tu vida, tuviste una niña preciosa y te convertiste en una agente del FBI de primer orden, a pesar de ser mujer, en una estrella emergente. ¿Y yo? A mí tampoco me ha ido mal. —Callie menea la cabeza—. He logrado evitar que el éxito se me suba a la cabeza, pero lo cierto es que nunca me han faltado admiradores y por suerte tengo un cerebro a juego con mi cuerpo. Y el trabajo que realizo en el FBI lo hago bien. Muy bien.
—Cierto —apostillo.
—Ésa es la cuestión, cielo. Ni tú ni yo hemos vivido nunca una tragedia. En eso nos parecemos. Un día, de pronto, las balas dejan de rebotar en ti —dice Callie meneando la cabeza—. A partir de ese momento no puedo permitirme el lujo de seguir comportándome de forma temeraria. Por primera vez en mi vida siento miedo, terror, pánico. Un terror como jamás había experimentado. Y sigo sintiéndolo. Porque tú eres mejor que yo, Smoky. Siempre lo has sido. Y si puede ocurrirte a ti, puede ocurrirme a mí. —Se reclina en la silla y apoya las palmas de las manos en la mesa—. Fin del discurso.
Conozco a Callie desde hace mucho tiempo. Siempre he sabido que posee un fondo que nadie conoce. El misterio de ese fondo, intuido pero no desvelado, siempre me ha parecido que forma parte de su encanto, de su fuerza. El telón se ha alzado ahora durante unos instantes. Es como la primera vez que alguien deja que le veas desnudo. Es la esencia de la confianza que depositas en otra persona, que me conmueve hasta el punto de sentir que las piernas me flaquean. Alargo el brazo sobre la mesa y le tomo la mano.
—Lo intentaré, Callie. Es lo único que puedo prometerte. Pero te lo prometo.
Ella me estruja la mano y luego retira la suya. El telón ha vuelto a caer.
—Pues apresúrate, ¿vale? Me divierte mostrarme arrogante e intocable, y me fastidia que tú me lo impidas.
Miro a mi amiga sonriendo. El doctor Hillstead me dijo hace unos días que yo era fuerte. Pero en lo tocante a fuerza, Callie siempre ha sido mi heroína particular. Mi ruda santa patrona de la irreverencia. Meneo la cabeza y le digo:
—Vuelvo enseguida. Tengo que ir al lavabo.
—No olvides bajar la tapa —contesta Callie.
Cuando salgo del lavabo veo algo que hace que me detenga en seco.
Callie no se ha percatado aún de mi presencia. Mira algo que sostiene en la mano. Me aparto a un lado, de forma que la puerta le impida verme, y la observo.
Tiene una expresión triste. Más que triste, desolada.
He visto a Callie mostrarse desdeñosa, dulce, enojada, vengativa, chistosa y muchas otras cosas. Nunca la he visto triste. No hasta ese punto. Y presiento que tiene que ver conmigo.
Mi heroína sostiene algo en la mano que le produce un intenso pesar, lo cual me deja estupefacta.
Pero al mismo tiempo estoy segura de que se trata de algo íntimo. Callie no querría que yo la viera así. Por más que sólo muestra un rostro al mundo, ella misma elige las partes del mismo que desea mostrar. No quiere mostrarme esa parte de su rostro en estos momentos, al margen de lo que le cause este pesar. Por tanto, entro de nuevo en el lavabo. Para mi sorpresa, una de las ancianas que están sentadas junto a nosotras ha entrado también y se está lavando las manos. Me mira en el espejo. Yo le devuelvo la mirada, mordiéndome una uña mientras reflexiono. Por fin tomo una decisión.
—¿Puede hacerme un favor, señora? —pregunto.
—¿De qué se trata, querida? —responde la anciana inmediatamente.
—Tengo una amiga sentada fuera…
—¿Esa maleducada que devora la comida?
Trago saliva.
—Sí, señora.
—¿Qué quiere que haga?
Tras dudar unos instantes, respondo:
—Creo que en este momento se siente triste. Como yo estoy aquí, y ella está sola…
—No quiere sorprenderla en este momento.
La instantánea y perfecta comprensión del problema por parte de la anciana me sorprende. La miro. Qué absurdos son los estereotipos, pienso. Yo había visto a una vieja estirada e intolerante. Ahora veo sus ojos bondadosos, su sabiduría y su atinada percepción de lo ridículo.
—Así es —contesto con tono quedo—. Mi amiga… siempre será una maleducada, pero tiene el corazón más grande que jamás he visto.
Los ojos de la anciana se dulcifican y esboza una sonrisa maravillosa.
—Muchos personajes importantes solían comer con las manos, querida. Déjelo de mi cuenta. Espere treinta segundos antes de salir.
—Gracias —respondo con una sinceridad que la anciana capta en el acto.
La mujer sale del lavabo sin decir otra palabra. Yo espero algo más de treinta segundos antes de salir también. Asomo la cabeza y me quedo atónita. La anciana se detiene junto a nuestra mesa y dice algo a Callie al tiempo que sacude un dedo con gesto de reproche.
—A algunas personas nos gusta comer tranquilamente —oigo decir a la mujer. Utiliza un tono de reprimenda a modo de arma, como un deporte olímpico. El tipo de arma que consigue hacer que sientas vergüenza en lugar de furia. Mi madre era una consumada maestra en ese arte.
Callie mira a la anciana con irritación. Veo que empiezan a formarse unos nubarrones que presagian tormenta y me apresuro hacia la mesa. La mujer me ha hecho un favor; no quiero que salga malparada.
—Callie —digo apoyando la mano en su hombro a modo de advertencia—. Debemos irnos.
Ella sigue mirando furiosa a la anciana, que se ve tan cohibida como un perro durmiendo panza arriba bajo el sol.
—Callie —repito con tono más insistente. Ella me mira, asiente con la cabeza y se pone las gafas de sol con un gesto arrogante que me maravilla. El resultado de 9 - 9-10 es casi perfecto. Las Olimpiadas de las reinas del hielo son muy reñidas este año, y el público grita enfervorizado…
—Salgamos de aquí —dice con desdén. Coge su bolso y se despide de la anciana con una inclinación de cabeza—. Buenos días —dice. El tono de su voz insinúa «muérete».
Conduzco a Callie rápidamente hacia la puerta. Antes de salir me vuelvo para mirar por última vez a la mujer. Ésta me dirige otra de sus maravillosas sonrisas.
La bondad de los extraños asoma de nuevo su cabeza agridulce.
Durante el trayecto de regreso Callie deja traslucir una furia contenida que me divierte. De vez en cuando asiento con la cabeza y emito un murmullo de afirmación mientras ella se refiere a «viejas cacatúas», «ancianas más arrugadas que unas pasas» y «momias elitistas». En mi fuero interno sigo pensando en la chocante expresión de tristeza que observé en el rostro de mi amiga.
Por fin nos detenemos en el aparcamiento, junto a mi coche.
He decidido que por hoy es suficiente. Iré a ver al director adjunto en otra ocasión.
—Gracias, Callie. Di a Alan que volveré a pasar dentro de unos días. Aunque sólo sea para saludaros.
Ella me mira apuntándome de nuevo con el dedo.
—Se lo diré, cielo. Pero ni se te ocurra no responder a mis llamadas. Esa noche no perdiste a todas las personas que te quieren; aparte de colegas somos tus amigos. No lo olvides.
Callie se larga a toda pastilla sin darme oportunidad de responder. Le gusta tener siempre la última palabra. Es su marca de fábrica, y me complace ser víctima de ella.
Me monto en el coche y pienso que anoche acerté. Hoy era el día indicado. Ya no pensaba en volver a casa y levantarme la tapa de los sesos.
¿Cómo iba a hacerlo si ni siquiera soy capaz de empuñar mi pistola?
P
ASO una noche horrorosa, una especie de Los 40 Principales de las pesadillas. Joseph Sands aparece con su atuendo de demonio, y Matt me sonríe con la boca llena de sangre. Esto da paso a «Callie en la cafetería del metro», alzando la vista de su deprimente hoja de papel, sacando su pistola y descerrajando un tiro en la cabeza a la anciana. Luego sigue bebiendo su refresco, pero tiene los labios excesivamente rojos e hinchados, y al percatarse de que la estoy observando me hace un guiño como un cadáver que cierra un ojo.
Me despierto, temblando, y me doy cuenta de que está sonando el teléfono. Miro el reloj. Son las cinco de la mañana. ¿Quién me llamará a estas horas? No he recibido una llamada de madrugada desde que cogí la baja.
Siento que la pesadilla sigue dándome vueltas en la cabeza, pero aparto las imágenes de mi mente y me detengo unos instantes para dejar de temblar antes de responder al teléfono.
—¿Sí?
Se produce un silencio al otro lado de la línea. Luego oigo la voz de Callie.
—Hola, cielo. Siento haberte despertado, pero… tenemos algo que te concierne.
—¿De qué se trata? ¿Qué ha ocurrido? —Ella guarda silencio un minuto y me cabreo. Siento unos pequeños escalofríos que me recorren el cuerpo mientras espero que responda—. Dímelo de una puñetera vez, Callie.
Suspira
—¿Recuerdas a Annie King?
—¿Que si la recuerdo? —pregunto con incredulidad—. Pues claro. Es una de mis mejores amigas. Hace unos diez años se mudó a San Francisco. Seguimos en contacto. Hablamos por teléfono aproximadamente cada seis meses. Por supuesto que la recuerdo. ¿Por qué lo preguntas?
Callie calla de nuevo.
—Joder —la oigo murmurar. Parece como si le hubieran asestado un puñetazo en la boca del estómago—. No sabía que fuera amiga tuya. Pensé que era simplemente una persona que conocías.
Siento que me embarga el temor. El temor y la intuición. Sé lo que ha ocurrido, al menos eso creo. Pero necesito que Callie me lo diga para poder creerlo.