Asiento con la cabeza, recordando. Es cierto. Tenía veintidós años y no tenía la menor experiencia. Estaba eufórica por ser una agente del FBI y aún más por participar en un caso importante, aunque se tratara principalmente de un trabajo administrativo. Durante uno de los interrogatorios, me chocó un detalle del caso, algo en la declaración de un testigo que me pareció que no encajaba. Por la noche, cuando me acosté, seguí dándole vueltas y me desperté a las cuatro de la mañana con una intuición, lo cual me ha ocurrido posteriormente con frecuencia. Esa intuición fue lo que resolvió el caso. Se refería al sentido en el que se abría una ventana. Un detalle insignificante que se convirtió en el guisante debajo de mi colchón y llevó a la captura de un asesino.
En aquel entonces lo atribuí a un golpe de suerte y resté importancia a mi intervención. La verdadera suerte fue que el agente que dirigía el equipo de trabajo, el agente especial Jones, era uno de esos jefes que no abundan. Un jefe que no pretende arrogarse todo el mérito sino que atribuye el éxito a quien lo merece. Incluso a una agente femenina. Yo era una novata, por lo que me asignaron más trabajos administrativos, pero a partir de ese momento mi carrera despegó. Seguí un curso para incorporarme al NCAVC, el centro nacional para el análisis de crímenes violentos, el departamento del FBI que se ocupa de los crímenes más horrendos, bajo la atenta mirada del agente especial Jones.
—Tres años más tarde pasó a formar parte del NCAVC. Un rápido e importante salto cualitativo.
—Los agentes asignados al NCAVC suelen tener varios años de experiencia en el FBI.
No lo digo por presumir. Es la verdad. El doctor Hillstead sigue leyendo:
—Resolvió otros casos y recibió encendidos elogios por su trabajo. En 1996 la nombraron jefa de la Coordinadora del NCAVC en Los Ángeles, encargada de crear una unidad local eficiente y restaurar las relaciones con la policía local, muy deterioradas por culpa del agente que la había precedido en el cargo. Algunos creyeron que había descendido de categoría, pero lo cierto era que la habían elegido para una labor complicada. Y ahí es donde empezó usted a brillar.
Rememoro esa época. «Brillar» es el término adecuado. En 1996 todo me fue de maravilla. Mi hija había nacido a fines de 1995. Me asignaron a la oficina de Los Ángeles, lo cual representó un gigantesco tanto en mi historial profesional. Y Matt y yo éramos completamente felices. Fue uno de esos años en que me despertaba cada mañana llena de entusiasmo y vitalidad.
En esa época yo alargaba la mano en la cama y tocaba a Matt, acostado junto a mí, como debía ser.
Todo era radicalmente distinto al aquí y ahora, y me enfurezco con el doctor Hillstead por recordármelo. Por hacer que el presente parezca aún más deprimente y vacío en contraste con esa época.
—¿Adónde quiere ir a parar?
El doctor Hillstead alza la mano.
—Un poco de paciencia. En la oficina de Los Ángeles habían tenido problemas. Le dieron carta blanca para contratar a una nueva plantilla y usted eligió a tres agentes procedentes de diversas oficinas en Estados Unidos. En aquel entonces algunos consideraron su elección un tanto insólita. Pero en última instancia demostró que había acertado.
Eso es quedarse corto, pienso para mis adentros. Asiento con la cabeza, irritada.
—De hecho, su equipo es uno de los mejores en la historia del FBI, ¿no es cierto?
—El mejor. —No puedo evitarlo. Me siento orgullosa de mi equipo y soy incapaz de mostrarme modesta en lo tocante a éste. Por otra parte, es la verdad. El NCAVC de Los Ángeles, conocido como «Coordinadora del NCAVC» o internamente como «Central de la Muerte», desarrolló una magnífica labor. Punto.
—Hay otro detalle en su expediente que me ha llamado la atención. Unos comentarios sobre su puntería.
El doctor Hillstead me observa y me quedo cortada, sin saber qué decir, aunque no sé por qué. Experimento una sensación que reconozco que es temor y agarro los brazos de la butaca mientras el doctor prosigue.
—En su expediente consta que posiblemente forma parte del veinte por ciento de personas en el mundo que manejan con más destreza una pistola. ¿Es eso cierto, Smoky?
Miro a mi terapeuta como atontada. Mi indignación empieza a disiparse.
Todo lo que ha dicho el doctor Hillstead sobre mi destreza a la hora de manejar un arma es verdad. Puedo empuñar una pistola y dispararla con la facilidad con que otros beben un vaso de agua o montan en bicicleta. Es algo instintivo, desde siempre. No es atribuible a ningún don especial. No tuve un padre que ansiaba un hijo varón y por tanto me enseñó a utilizar una pistola. Por el contrario, mi padre las detestaba. Siempre he tenido una gran habilidad para manejarlas, sencillamente.
Yo había cumplido ocho años y mi padre tenía un amigo que había luchado en Vietnam en el cuerpo de los boinas verdes. Ése sí que era aficionado a las armas. Vivía en un tronado bloque de viviendas en un tronado sector de San Fernando Valley, que encajaba perfectamente con él, puesto que era un tipo bastante tronado. No obstante, aún recuerdo sus ojos: perspicaces, juveniles, chispeantes.
Se llamaba Dave. Un día consiguió llevar a mi padre a un campo de tiro en una zona poco recomendable del condado de San Bernardino. Mi padre decidió llevarme con ellos quizá confiando en que mi presencia acortara la visita. Dave convenció a mi padre para que disparara unos cartuchos mientras yo observaba, equipada con unas orejeras protectoras demasiado grandes para mi cabecita de niña. Los observé mientras disparaban, fascinada. Atraída por las armas que empuñaban.
—¿Me dejas que pruebe? —pregunté con mi voz de pito.
—No me parece una buena idea, tesoro —respondió mi padre.
—Venga, Rick, deja que la niña dispare un par de veces. Le daré una pistola pequeña del veintidós.
—Por favor, papá —dije mirando a mi padre con expresión implorante, con la cual sabía, pese a mis ocho años, que era capaz de engatusarlo. Él me miró con gesto indeciso, sin saber qué hacer, y suspiró.
—De acuerdo. Pero sólo un par de disparos.
Dave fue en busca de una veintidós, una pistola pequeña que yo podía empuñar con facilidad, y me subieron en un taburete. Cargó el arma y me la entregó, situándose detrás de mí mientras mi padre observaba un tanto inquieto.
—¿Ves esa diana? —preguntó Dave. Yo asentí con la cabeza—. Piensa dónde quieres que aterrice la bala. No te precipites. Cuando aprietes el gatillo, hazlo despacio. No dispares bruscamente o errarás el tiro. ¿Estás lista?
Creo que respondí, pero lo cierto es que apenas presté atención a lo que decía Dave. Empuñé la pistola con la mayor naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo, como si fuera una tiradora experimentada. Miré el blanco en forma de silueta humana y no me pareció lejano, sino cercano, accesible. Apunté con la pistola, respiré hondo y disparé.
La sacudida de la pequeña pistola que empuñaba en mis manitas me produjo una sensación de euforia.
—¡Caray! —oí exclamar a Dave.
Miré de nuevo el blanco entrecerrando los ojos y vi un pequeño orificio en el centro de la cabeza, justo donde había apuntado.
—Pareces tener un don natural para manejar una pistola, jovencita —me dijo Dave—. Inténtalo unas cuantas veces más.
El «par de disparos» se convirtió en una sesión de hora y media. Di en el blanco más de un noventa por ciento de las veces, y cuando terminé comprendí que dedicaría el resto de mi vida a disparar armas de fuego, y que lo haría bien.
Mi padre apoyó mi afición durante varios años, pese a la repugnancia que le producían las armas de fuego. Supongo que reconoció que formaba parte de mi ser, que no podía impedirme que lo hiciera.
Lo cierto es que tengo una puntería que da miedo. De lo cual no me ufano ni hago gala de ello en público. Pero en la intimidad, soy una Annie Oakley. Puedo apagar de un tiro la llama de una vela y agujerear una moneda pequeña que alguien lance al aire. En cierta ocasión, en un campo de tiro al aire libre, coloqué una pelota de ping pong sobre el dorso de la mano que utilizo para disparar. Luego bajé rápidamente la mano para desenfundar la pistola y disparé contra la pelota antes de que ésta alcanzara el suelo. Un truco estúpido, pero a mí me divirtió.
Pienso en todo esto mientras el doctor Hillstead me observa.
—Es verdad —digo.
Él cierra la carpeta. Junta las manos y me mira.
—Es usted una agente excepcional. Una de las mejores agentes femeninas en la historia del FBI. Persigue a los tipos más execrables. Hace seis meses un hombre al que usted seguía la pista, Joseph Sands, fue a por usted y su familia, asesinó a su marido ante sus ojos, la violó a usted y mató a su hija. Con un esfuerzo que sólo cabe calificar de sobrehumano, usted logró invertir la situación y lo mató.
En esos momentos no siento nada. No sé adónde quiere ir a parar el doctor Hillstead, ni me importa.
—Ejerzo una profesión en la que dos más dos no siempre son cuatro y las cosas no siempre caen cuando las tiras al aire al tiempo que trato de ayudarla a regresar a todo eso.
El doctor me mira con una expresión de lástima tan sincera que me obliga a desviar los ojos porque su intensidad me abrasa.
—Llevo mucho tiempo haciendo esto, Smoky. Y hace bastante tiempo que usted acude a mi consulta. Desarrollo ciertas percepciones, o intuiciones, como usted las llamaría en su trabajo. Pues bien, le diré lo que me dice mi intuición sobre la situación en la que nos encontramos. Creo que usted está tratando de elegir entre regresar a su trabajo o suicidarse.
Fijo de nuevo los ojos en el doctor Hillstead, un gesto reflejo que equivale a una afirmación involuntaria. Cuando por fin salgo de mi atontamiento, caigo en la cuenta de que me ha manipulado con gran sutileza. No ha dejado de hablar, de divagar, de hurgar, haciendo que me sintiera confundida y desconcertada, hasta que ha entrado a matar. Hasta que se ha lanzado sin titubeos sobre mi yugular. Y ha funcionado.
—No puedo ayudarla a menos que lo ponga todo sobre la mesa, Smoky.
El doctor vuelve a mirarme con lástima, una expresión demasiado sincera, honesta y benéfica para mí en esos momentos; sus ojos se asemejan a dos manos que tratan de aferrarme por mis hombros espirituales y zarandearme. Siento que se me saltan las lágrimas. Pero miro furiosa al doctor Hillstead. Quiere romper mi resistencia, como yo he roto la resistencia de muchos criminales en las salas de interrogatorio. Que le den.
Él parece intuirlo y sonríe suavemente.
—De acuerdo, Smoky. Una última cosa.
Hillstead abre un cajón y saca una bolsa de plástico para pruebas. Al principio no reconozco lo que contiene, pero cuando logro identificarlo siento al mismo tiempo un escalofrío y un sudor frío.
Es mi pistola. La que he llevado durante años, la pistola con la que maté a Joseph Sands.
No puedo apartar la vista de ella. La conozco como conozco mi rostro. Es una Glock, negra, mortífera. Sé lo que pesa, conozco su tacto, incluso recuerdo su olor. La contemplo dentro de la bolsa, y al verla me invade una sensación de pánico inenarrable.
El doctor Hillstead abre la bolsa, saca la pistola y la deposita en la mesa, ante nosotros. Me mira de nuevo, pero esta vez con una expresión dura, no de lástima. El juego ha terminado. Me doy cuenta de que lo que supuse que era su jugada maestra no lo era ni de lejos. Por motivos que no alcanzo a comprender, aunque Hillstead por lo visto sí, ese objeto es el que va a romper mi resistencia. Mi propia pistola.
—¿Cuántas veces ha empuñado esta pistola, Smoky? ¿Mil? ¿Diez mil?
Me humedezco los labios, que tengo resecos como el polvo. No respondo. No puedo dejar de contemplar la Glock.
—Tómela, ahora mismo, y diré en mi informe que está lista para reincorporarse a su trabajo, si eso es lo que desea.
No puedo contestar, y no puedo apartar los ojos de la pistola. Una parte de mí sabe que estoy en la consulta del doctor Hillstead, que está sentado frente a mí, pero todo se reduce a un mundo: esa pistola y yo. Los sonidos se han atenuado, de forma que en mi mente percibo un silencio denso y extraño, salvo por los violentos latidos de mi corazón. Lo oigo latir con fuerza y aceleradamente.
Me humedezco de nuevo los labios. Tómala, me digo. Como ha dicho el doctor Hillstead, la has empuñado diez mil veces. Esa pistola constituye una extensión de tu mano; empuñarla es un gesto tan automático como respirar o pestañear.
La pistola reposa sobre la mesa, y mis manos siguen aferradas a los brazos de la butaca, tensas, crispadas.
—Adelante, tómela —dice el doctor Hillstead con tono áspero. No brutal, pero inflexible.
Por fin logro despegar una mano del brazo de la butaca y la extiendo con toda la fuerza de que logro hacer acopio. Pero mi mano no responde, y una parte de mí, una parte muy pequeña que sigue siendo analítica y serena, no da crédito a lo que sucede. ¿Cómo es posible que una acción que para mí es casi un acto reflejo se convierta en lo más difícil que he hecho en mi vida?
Siento el sudor que me resbala por la frente. Todo mi cuerpo tiembla y mi visión empieza a oscurecerse en los bordes. Me cuesta respirar y siento una sensación de pánico, una sensación claustrofóbica, como si estuviera atrapada y me asfixiara. El brazo me tiembla como un árbol sacudido por un huracán; los músculos se contraen en unos violentos espasmos. Mi mano se aproxima lentamente a la pistola, hasta detenerse a pocos centímetros de ella, mientras los temblores se intensifican y me recorren todo el cuerpo, empapado de sudor.
Me levanto de un salto de la butaca, derribándola, y me pongo a gritar.
Grito y me golpeo la cabeza con las manos, y noto que rompo a llorar y comprendo que el doctor Hillstead ha logrado su propósito. Ha destruido mi resistencia, me ha abierto en canal y me ha arrancado las entrañas. El que lo haya hecho para ayudarme no me consuela, porque en esos momentos lo único que siento es un dolor indescriptible.
Retrocedo hacia la pared izquierda, alejándome de la mesa del doctor Hillstead, y me siento en el suelo. Me doy cuenta de que estoy gimiendo, emitiendo unos alaridos atroces. Es un sonido espantoso. Me duele oírlo, como siempre. Es un sonido que he oído en demasiadas ocasiones. El sonido de un superviviente que se da cuenta de que sigue vivo cuando todo lo que ama ha desaparecido. Lo he oído en madres, maridos y amigos, cuando identificaban unos cadáveres en el depósito o recibían la noticia de una muerte por mi boca.