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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (18 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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La cita era falsa, pero al oír el nombre de Sócrates el rostro de Calígula se dulcificó. Asintió con gravedad. Luego, su mirada demasiado brillante se oscureció:

—Pero vosotros ni siquiera conocéis el nombre de vuestro dios. ¿Cómo puede creerse en lo que no puede nombrarse?

—¿No recuerdas que Platón y Aristóteles mencionaban a menudo al dios desconocido?

—¿Por qué respondes siempre a mis preguntas con otra pregunta?

—¿Por qué no?

En este punto, la razón del emperador pareció disolverse como miel en vinagre. Todavía alcanzó a ordenar a Séneca que partiera hacia Alejandría, ejecutara al prefecto Flaco e hiciera saber que el emperador renunciaba a hacer colocar su estatua en todas las sinagogas del Imperio, antes de tomarla sin razón alguna con uno de sus esclavos, acribillándolo a patadas en el vientre. Filón no vio el final de esa grotesca escena, pues Séneca ya se lo había llevado lejos de aquel infierno.

La paz regresó a Alejandría. Un año después de aquella embajada, se supo con alivio que Calígula, el demente, había sido asesinado por miembros de su guardia pretoriana. Su tío Claudio le sucedió. El rey de Judea, Agripa, le confirmó de inmediato su apoyo. Bien dispuesto hacia los judíos, el nuevo emperador llamó a Filón y también a una delegación griega de Alejandría, para que el contencioso entre ambos pueblos quedara definitivamente zanjado.

La audiencia se inició bajo los mejores auspicios. Claudio estaba dispuesto a conceder, tanto a unos como a otros, la ciudadanía romana, cuando apareció en palacio otra embajada judía. Venía directamente de Jerusalén y estaba encabezada por el propio sumo sacerdote Caifás. Tras haber saludado con parquedad al emperador, Caifás blandió ante Filón un índice vehemente:

—¿Con qué derecho, traidor a Dios y a su pueblo, te atreves a nombrarte su representante? ¡Ay de ti, hijo rebelde! ¡Llevas a cabo planes que no son los del Señor, concluyes tratados que son contrarios a Su espíritu, acumulando pecado sobre pecado! Vas a Roma sin consultarle, y buscas tu seguridad en la fortaleza del Faraón…

Aquella parodia del profeta Isaías hizo que una desdeñosa sonrisa se dibujara en los labios de Filón. Iba a replicar cuando Claudio se incorporó en su asiento, rojo de indignación. Aunque era muy erudito, el emperador también era tartamudo y algo dado a la bebida, de modo que farfulló:

—¿Qué, qué, es es… este… des… desacato y quién te envía, viejo bar… bar… barbudo?

—El rey de Judea-Samaria.

Una vez más, Agripa había cedido a las instancias del Sanedrín para evitarse complicaciones. Así que Claudio, hastiado, decretó que los judíos gozarían de libertad de culto y del derecho a vivir según sus costumbres, pero les negó la ciudadanía romana. Filón, derrotado, regresó a Alejandría. Al despedirse de Séneca, le dijo:

—Toma este bastón; me fue entregado por el geógrafo Estrabón, que recorrió el mundo apoyándose en él. También tu camino será largo antes de alcanzar un mundo de justicia y de libertad. Adiós, amigo mío. Y no olvides nunca que la verdad es más fuerte que la muerte.

Filón murió tres veces. La primera, a edad avanzada, en su lecho y de modo absolutamente natural. La segunda cuando los rabinos de Palestina prohibieron la Biblia de los Setenta y cualquier comentario en griego sobre el Libro, comenzando por el suyo. Su tercera muerte fue cosa de los cristianos, que intentaron apropiarse del pensamiento del filósofo alejandrino, afirmando incluso que, en su ancianidad, el apóstol Pablo le había convertido. ¡Pobre Filón! Hacía ya mucho tiempo que los huesos ya no le dolían.

Pablo, en cualquier caso, se aprovechó sin escrúpulos del difunto filósofo para convertir a los griegos y los romanos a su secta, dispensándoles de las costumbres de la circuncisión, el sabat y las prohibiciones alimentarias. Mucho más tarde, otro pensador cristiano, al que no nombraré para no interrumpir su sueño, supo también utilizar a Filón para integrar en su fe a Platón y Aristóteles, lo que le valió ciertos problemas con el patriarca de Bizancio. ¿No es cierto, maestro Filopon?

Donde Amr se pregunta sobre el destino

—¡Los barbudos con manto! —Amr sonrió—. La fórmula es afortunada y conozco a más de uno que, en tierras del islam, merecería ese calificativo. Curiosamente, esos barbudos fueron en su tiempo los más feroces adversarios del Profeta.

—Parece ser una ley universal, querido Amr —replicó Hipatia—. El celo excesivo es el principal síntoma de la hipocresía. Sólo la apariencia cambia. En la religión cristiana, la barba y el manto se disimularon bajo rostros lampiños y perfumados, bajo estolas y casullas doradas.

—Si eso es todo lo que has captado de la historia de Filón, Amr —intervino Rhazes—, temo haber gastado en vano mi saliva. Había creído comprender que tu califa se parecía en muchos puntos a los rabinos del Sanedrín, que dispensaban a la Torá una especie de culto idólatra. Filón, por su parte, había sabido darle al Libro un valor universal, al explicarlo con palabras que se dirigían a la lógica y a la razón, cosas ambas de los antiguos griegos. Estás en Alejandría, general, y no ya en Medina. ¿Crees realmente que las leyes de tu Profeta, destinadas a rudos beduinos, podrían complacer a la gente de aquí, abierta a todas las corrientes del pensamiento del mundo, del mismo modo que el puerto, a nuestros pies, está abierto a los barcos extranjeros?

—Bien veo que no conoces nuestro libro sagrado. El Corán no tiene necesidad alguna de un Filón, pues cada parábola, cada relato ejemplar comunicado por el Profeta contiene su propia exégesis. Son las palabras de Dios transmitidas a Mahoma por el arcángel Gabriel.

—Una exégesis bastante tosca —masculló Filopon sin abrir los ojos—. Tu Corán no resistiría ni dos segundos los argumentos de un doctor bizantino.

—¡Sacrilegio! No se dirige a un doctor bizantino sino a gente humilde, a los miserables, a los explotados. ¿Acaso creéis que éstos son tan tontos como para no comprender la moraleja de la historia de la mujer de Lot, de la que hablabas hace un rato, Rhazes?

—Humildes, miserables, explotados… —murmuró Rhazes—. Los conozco bien. Y me aman, creo. Pero si un Flaco árabe nos acusa, a mí y a los judíos, de ser responsable de sus males, esos infelices se convertirán en una manada de bestias salvajes. Olvidando los cuidados que les he dispensado, me pisotearán.

—Tranquilízate —repuso Amr—. El islam sabe cuánto le debe a la gente del Libro. Sabe también el error en el que habéis caído, tanto judíos como cristianos, y en el que os obstináis. Sois muy libres de perseverar en él. Pero el islam sabe también distinguir entre este error y la ignorancia en la que están sumidos los paganos. A ellos se dirige y no a vosotros.

—Me satisface comprobar esta disposición de espíritu —dijo Rhazes en un tono amargo—. Pero no me parece ser la de tu califa. Según lo que he creído comprender, la lógica que emplea es totalmente radical. Su único horizonte es el paraíso eterno con las setenta vírgenes para los mártires del islam, y el infierno para los demás. Para todos los demás, también para los judíos y los cristianos, y no sólo para los paganos, ¿lo oyes, Amr? Su guerra santa contra aquéllos a quienes llama los «infieles» pasa por la ciega muerte.

—Juzgas con mucha severidad —dijo Amr moviendo la cabeza—, pero creo, en efecto, que Omar está desvirtuando el espíritu del islam. Por eso no veo cómo puede serme útil la historia de Filón en mi alegato ante el califa.

—Pues bien, cuando haya llegado para ti el momento de elegir entre tu destino y tu reputación —decidió Rhazes—, le dirás: «Puesto que ese judío había estudiado las creencias y las supersticiones de los paganos, supo convencerles de la veracidad del Libro. Estudiémoslas a nuestra vez. Gracias al Señor y a la fuerza que Él nos da, sus creencias no nos contaminarán nunca».

—No eres tú quien debe dictar mis palabras —se enojó Amr—. Y hablas de mi destino con muy poca consideración. Mi porvenir sólo pertenece a Dios. Todo está ya escrito, allá arriba, en Su gran libro. Por lo que se refiere a las supersticiones paganas… Te lo repito, la peor de ellas es querer leer en las estrellas el porvenir de los hombres, y eso es lo que quisieron hacer los astrónomos de los que me habéis hablado.

—El gran Tolomeo, y no hablo del rey sino del geógrafo, nada tenía de supersticioso —replicó Rhazes con inesperada calma—. Muy al contrario, con el más perfecto espíritu de razón y tolerancia, abordó ese arte conjetural al que se llama astrología. No se lanzó a ninguna aventurada profecía, y la enseñanza que imparte acerca de la influencia de las configuraciones celestes sobre los destinos humanos podría asombrar incluso a tu califa…

—Tendrás pues que explicarme mejor las obras del tal Tolomeo, si las consideras profundas e ilustradoras.

Ya he caído en la trampa, pensó Rhazes, puesto que yo mismo no estoy demasiado convencido de la verdad de la astrología. Pero lo importante es convencerte a ti, Amr, de que tu destino, tal como está escrito en los astros, es edificar una nueva era, no destruir… Aunque tenga que hacer algunas trampas y envolver mi discurso en un poco de geografía, de filosofía y de medicina.

El astrólogo y el estoico
(
Cuarto panfleto de Rhazes
)

De aquél a quienes sus contemporáneos llamaron «el divino Tolomeo» apenas sabemos nada. Resulta paradójico para un hombre destinado a hablar a todos los hombres. Porque Claudio Tolomeo perteneció a la raza de los que construyen para la eternidad, y poseyó esa fuerza creativa de la que surge la necesidad de recrear sin cesar.

En ninguno de sus escritos hizo Tolomeo la menor referencia a su vida ni a sus contemporáneos, como si quisiera probar que sólo le importaban, tanto en la realidad física como en las obras humanas, las proporciones justas y la coherencia del mundo. Su fecha de nacimiento, su familia, sus amores, sus amigos, su posición social, su oficio, todo sería sólo una larga sucesión de enigmas si la Biblioteca no conservara, como un tesoro, el único manuscrito de una breve
Vida de Tolomeo
, que el historiador Simplicio, infatigable comentador de Aristóteles y de Epicteto, dejó inconclusa. Claudio Tolomeo habría nacido en Tolemaida Hermiou
[6]
, unos cien años antes que el profeta de los cristianos, Jesús. Pertenece al siglo de los Antoninos, durante el que reinaron la paz y la prosperidad en el Imperio romano, y que fue propicio a los intercambios culturales y comerciales.

Hijo único de una familia distinguida, Tolomeo mostró tan extraordinarias disposiciones para el razonamiento geométrico que su padre le mandó, siendo aún adolescente, a Alejandría para que estudiara en el Museo. Por aquel entonces, la institución había periclitado y las enseñanzas que allí se impartían eran mediocres. Entre los profesores, Menelao era la excepción. Buen geómetra, advirtió muy pronto los dones de su alumno y comprendió que aquel joven pausado y reflexivo sería digno de recibir, cuando llegara el momento, la herencia intelectual de Hiparco.

Tolomeo permaneció unos diez años en el Museo. Cuando tenía veinticinco había escrito ya varios notables tratados. Confortablemente alojado y alimentado en el barrio de los palacios, impartía algunas lecciones a sus asiduos discípulos. En realidad, Tolomeo se aburría. De modo que, a menudo, salía a pasear por las calles de la ciudad. En aquel entonces, el comercio con África y el Oriente era floreciente gracias a la carretera que unía Alejandría con el mar Rojo, que el emperador Adriano acababa de hacer construir. Los bien surtidos puestos de fruta, de tejidos finos, de pedrerías y especias se sucedían en las largas avenidas de Alejandría, por las que transitaba un apiñado tropel de gentes de toda clase y condición. Tolomeo se detenía a veces para escuchar, tibiamente divertido, a un predicador de las innumerables sectas cristianas que con sus arengas hacían que los viandantes formaran a su alrededor unos grupos que las fuerzas del orden intentaban en vano dispersar. Pero por encima de todo le gustaba vagabundear entre las tiendas de los comerciantes en especias. Él que, desde su llegada a Alejandría, no se había aventurado más allá del lejano arrabal de Canope, se complacía imaginando los lejanos parajes de Oriente mientras pasaba ante las hileras de coloreados frascos de exóticos aromas: canela de la India y de Arabia, espliego del Himalaya, pimienta de Cochín, estoraque y gomas de Pisidia, cachú, nardo y
marbathon
. Tolomeo olisqueaba uno tras otro sus efluvios, con los ojos entornados y expresión soñadora.

Cierto día, fue arrancado de su ensoñación por una animada conversación entre dos hombres que acababan de entrar en la tienda. Sus amplios mantos ricamente bordados, la desenvoltura de sus gestos y palabras indicaba que se trataba sin duda de mercaderes dueños de prósperos comercios. Pero, en aquel caso, uno de ellos se quejaba amargamente a su compañero:

—Créeme, los asuntos van muy mal. Mi última caravana, que a costa de grandes gastos yo hacía venir del Nepal, perdió seis meses enteros siguiendo el curso de un río sin encontrar nunca el vado indicado en los mapas. Mis camelleros tuvieron que cambiar de ruta y fueron atacados por los bandidos. ¡Lo perdí todo! Fui a quejarme en el departamento de los mapas del Museo, pero aquellos supuestos geógrafos, tan vanidosos como incapaces, se rieron en mis narices.

—La suerte fue más cruel todavía conmigo —dijo el otro mercader—. Todo un cargamento perdido en el mar, y siempre por culpa de los malditos geógrafos…

—No saldré de esta tienda antes de haber oído tu historia.

—Yo había puesto a un valiente capitán a la cabeza de una flotilla de dos navíos bien equipados, con el encargo de traer desde la India y Persia un valioso cargamento. Todo iba bien cuando, al cuadragésimo día, se desató una terrible tempestad y los barcos perdieron el rumbo. Cuando los vientos racheados dejaron por fin de soplar, las naves habían sido arrastradas lejos de las costas, el océano se extendía infinito a su alrededor. El capitán ordenó al vigía que trepara a lo alto del mástil para otear el horizonte. El hombre subió, permaneció en lo alto largo rato, examinando los cuatro puntos cardinales del océano, y cuando volvió a bajar afirmó haber divisado una montaña negra que brillaba al sol. El capitán comprendió que estaban perdidos. «Esa montaña, me aseguró luego, no figura en ningún mapa, pero es conocida y temida por todos los marinos porque está por completo hecha de rocas metálicas llamadas piedras de imán. Las sustancias que la componen tienen el poder de atraer los navíos hasta el pie de la montaña». Y eso fue lo que ocurrió. En un instante, todas las piezas de sujeción de los navíos se soltaron como por arte de magia. Los clavos y objetos de hierro comenzaron a volar como flechas hacia las paredes de la montaña, contra las que se pegaron violentamente. Las embarcaciones se desintegraron, mi cargamento zozobró, todos los marinos cayeron al agua y la mayoría se ahogó. Con penas y trabajos mi capitán pudo salvarse en una chalupa y llegó ayer, en un lamentable estado, para contarme la triste historia.

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