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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (7 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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—¿Has captado la utilidad de la geometría, Amr? —terció Hipatia.

—Según lo que dices, serviría sobre todo para construir templos idólatras —masculló el general—. Nosotros no necesitamos arquitectos para orar a Dios.

—¿Has visto, Amr, a lo largo del Nilo —preguntó Filopon—, esos largos artilugios que hacen subir el agua sin esfuerzo hasta los campos, como si tiraran de ella hacia arriba? Arquímedes, el que inventó ese tornillo sin fin, era un discípulo de Euclides. Imaginó también un modo infalible de desenmascarar a los falsarios, gracias a un tratado de Euclides,
De lo ligero y de lo pesado
. Construyó también máquinas de guerra que deberían interesarte, general, y que te harían triunfar infaliblemente sobre tus enemigos. Por lo que se refiere a la inmensa linterna que domina la isla de Faros, no estoy seguro de que hubiera podido conducir a buen puerto a tantos marinos, desde hace tantos siglos, de no ser por otra obra de Euclides,
La óptica
.

—Todo esto es hermoso y bueno —dijo Amr—, pero esos artilugios y esas máquinas tan ingeniosos fueron inventados hace ya mucho tiempo. Ahora sabemos cómo fabricarlos sin recurrir a esos libros antiguos. Y si yo fuera Omar, sé muy bien qué os diría: «Conservemos estos inventos, puesto que Dios ha permitido que existan. Los destinaba sin duda a los verdaderos creyentes. Pero quememos esos libros puesto que también quiso ofrecernos, por la voz de su Profeta, la única palabra que pervive, la suya, en la que están contenidas todas las demás».

—Y entonces le replicarías —dijo Rhazes— que en esos viles escritos humanos podrá descubrir cómo llevar aún más deprisa y más lejos la palabra de vuestro Dios, ya sea en barcos sólidos, ya sea por caminos más seguros, hasta unos parajes de los que no tiene ni la menor idea, pero de los que hablan estos libros. Nada está concluido, nada está inmóvil, Amr, y la Historia prosigue su andadura. ¿No es prueba de ello tu presencia entre estos muros?

—Sin duda. Añadiré que con el Corán comienza una nueva era. Una era de pureza y de verdad, libre de supersticiones paganas. ¿No es la peor de ellas, Hipatia, querer leer en las estrellas el porvenir de los hombres?

—Los astrónomos no buscan en los astros conocer su destino ni contemplar la faz de Dios —exclamó la muchacha, no muy convencida de sus propias palabras—. Son sólo agrimensores del cielo, admiradores de la obra divina, pero también geógrafos de las estrellas que, al trazar los mapas de arriba, permiten que los de abajo sean más precisos y más seguros para los viajeros.

—Háblame pues de aquel a quien Euclides confió su bastón. Ese Aristarco de Samos debía de ser el mejor de todos sus alumnos. Lo que descubrió debería bastar para convencerme de que medir el cielo como si fuera un vulgar trigal no constituye un sacrilegio.

Qué tonta soy, pensó Hipatia. ¿Por qué no le habré ocultado la existencia de Aristarco? Y ahora no puedo mentirle. Intentemos pues contarle la historia de otro modo, aunque sin falsear la verdad.

Las estrellas y la arena
(
Segundo canto de Hipatia
)

Observar el cielo es, aún en nuestros días, un oficio tan peligroso como el del soldado. Más tal vez, pues el astrónomo está solo, sin un ejército que le respalde. Solo ante los príncipes que, no contentos con reinar sobre la tierra, desearían convencer a todos de que su trono les ha sido entregado por los cielos; solo ante los sacerdotes y los oráculos, que temen que la explicación del movimiento de las estrellas o el anuncio de un eclipse desvelen los misterios sobre los que basan su poder; solo ante los terrores y las supersticiones del pueblo, que considerará al astrónomo culpable de los seísmos, inundaciones, hambrunas, sequías, pues se ha atrevido a aventurarse por los dominios de los dioses y los demonios…

Y, sin embargo, el astrónomo sigue explorando el cielo, recorriendo los astros, cabalgando los planetas, contemplando el Sol cara a cara. Allá arriba, olvida la mazmorra o el hacha del verdugo que le amenaza.

Aristarco de Samos era el más imprudente de todos ellos. Emulando a su maestro Euclides, estaba lleno de ardor e insolencia. Cuando lanzaba, ante sus colegas mucho más ponderados y prudentes, una de esas hipótesis revolucionarias tan propias de él, más de uno se estremecía de terror y miraba a su alrededor temiendo que les escuchara un espía de los sacerdotes.

En aquel tiempo
[2]
, como antaño ocurriera en el ámbito de las matemáticas, Alejandría había destronado a Atenas en el campo de la astronomía. Pues también allí, según había querido Euclides, observar el cielo no era ya cosa de filósofos y poetas, sino de geómetras. Observar, medir, calcular, esas serían en adelante las palabras clave. Sólo un hecho estaba demostrado: la Tierra era redonda. Por lo demás, se aceptaba lo que era verdad oficial desde Platón y su alumno Eudoxo: esa bola en la que vivimos estaba inmóvil en el centro de todo, y el Universo giraba a su alrededor.

Aristarco quiso poner en tela de juicio este postulado. Creía que podía permitírselo todo: Tolomeo II Filadelfo ocultaba sus despropósitos, y el bastón de Euclides era para el sabio un excelente aval. El palo, levemente tallado ahora e incrustado con hilos de oro, le servía de herramienta de trabajo. Iba a clavarlo en pleno desierto, en distintos lugares según la hora y la estación, a modo de rústico reloj solar, y su sombra, que era también la del gran Euclides, le permitía medir mil y una distancias celestes.

Pero cierto día decidió publicar el conjunto de sus trabajos en un libro titulado:
Las magnitudes y las distancias del Sol y de la Luna
. La obra causó un gran escándalo. El sumo sacerdote de Serapis, el más importante personaje religioso de Alejandría, solicitó al rey una audiencia inmediata. Y éste, ante la gravedad de los hechos, convocó al punto a Aristarco ante un Consejo restringido. El rey, al igual que su padre, había asistido a ciertos cursos del astrónomo y se había mostrado bastante buen alumno en geometría. Pero cuando Aristarco compareció, Tolomeo dio la palabra a la acusación.

—He leído tu escrito —dijo el sumo sacerdote en tono insidioso—. No soy un especialista en este tipo de cosas y tal vez lo he comprendido mal. Sí, he debido de entenderlo mal. Un hombre tan sabio como tú…

—No he hecho más que calcular la distancia que separa el Sol de la Tierra, basándome en el poder del razonamiento geométrico, que…

—Sin duda, sin duda —interrumpió el sacerdote—. Pero esta distancia me parece inmensa.

—Entre dieciocho y veinte veces la que nos separa de la Luna
[3]
. Mi método, lamentablemente, no me permite aportar más…

—Entonces, si el Sol está tan lejos como dices, o como yo he creído comprender —le interrumpió de nuevo el sacerdote, molesto por las precisiones del astrónomo—, es mucho mayor de lo que parece.

—Lo has comprendido perfectamente. Temía no haber sido lo bastante claro para lograr esta hazaña.

El sumo sacerdote no captó el sarcasmo, pues estaba obnubilado por su cólera, que iba creciendo.

—Si he de creerte, el Sol es incluso mucho mayor que la Tierra. Decenas de veces mayor —remachó.

—Estás tan dotado para la astronomía como para la adivinación. Habría que unir siete tierras, una tras otra, para igualar el diámetro del Sol. O, si lo prefieres —añadió Aristarco no sin malicia—, el volumen de esta esfera radiante es trescientas cincuenta veces mayor que el de nuestro modesto habitáculo
[4]
.

—Rey, te pongo por testigo, este hombre es de un orgullo insensato y, con sus falaces razonamientos, juega con el dios Helios, dispensador de la luz, y con la diosa Hestia, nuestra sagrada Tierra, como si fueran vulgares canicas.

Tolomeo Filadelfo intentó contemporizar.

—Juzguemos primero antes de condenar. Veamos, Aristarco, ¿no había escalonado Pitágoras las altitudes de los astros según los intervalos musicales? ¿Y el gran Eudoxo, geómetra como tú, no había fijado definitivamente las dimensiones del mundo? ¿Con qué argumentos te atreves a contradecir a esos maestros?

—Con los mismos que condujeron a mi maestro Euclides a demostrar que el mundo se sometía a su geometría. Un maestro que confiaba en la razón humana, y al que tu padre Soter, permíteme que te lo recuerde, admiraba más que a cualquier otro sabio.

—¿Afirmas, pues, que unos simples puntos, líneas o triángulos determinan la magnitud del Universo? Vamos, explícate. Sabes que he seguido el ejemplo de mi padre y no he desdeñado asistir a algunas de tus demostraciones.

—Oh rey, puesto que me haces el honor de intentar comprender, ¿me permites que te interrogue a mi vez, para conducirte por el camino de la verdad?

Tolomeo asintió con la cabeza, dispuesto a aceptar el desafío intelectual.

—A veces vienes a contemplar los astros en la terraza del observatorio —prosiguió Aristarco—. Sin duda has advertido que, una vez al mes, la Luna, durante su ciclo, presenta su disco rigurosamente dividido en dos partes iguales, una iluminada y la otra situada en la sombra…

—Es cierto, cuando la Luna está en su primer cuarto.

—Pues bien, traza con el pensamiento un vasto triángulo que tenga como vértices la Tierra, el Sol y la Luna en su cuarto creciente, y considera sus ángulos.

Creyéndose de nuevo en el aula, Aristarco se volvió hacia el sumo sacerdote con una sonrisa irónica.

—Podéis hacer lo mismo —le aconsejó—, y si la operación os parece difícil, dibujad la figura en un papiro para mejor percibir la verdad…

Un murmullo de reprobación se levantó entre los jueces. Aristarco no se preocupó y, dirigiéndose de nuevo al rey, prosiguió en tono doctoral:

—¿Qué puedes decir del ángulo formado por la línea recta que une la Tierra a la Luna y la que une la Luna al Sol?

—Hum… Es un ángulo rigurosamente recto —aventuró Tolomeo tras cierta vacilación.

—¡Rindo homenaje a tu perspicacia, soberano! Pues bien, admite que si el Sol no está a una distancia infinita (puesto que pretendo medir su alejamiento), el ángulo formado por las líneas que unen el Sol a la Tierra, y el Sol a la Luna, no es nulo…

—Sí, pero ¿cómo harás para medir este ángulo? —intervino el sumo sacerdote con una risa sarcástica—. ¿Tal vez irás personalmente al Sol?

—Ahí Euclides responde de nuevo por mí. El ángulo es sólo el complementario al que forman las líneas de la Luna y del Sol vistas desde la Tierra. Y he dicho, en efecto: vistas desde la Tierra. El ángulo puede, pues, medirse.

—¿Y entonces?

—Entonces, ese ángulo, por simple resolución del triángulo recto formado por la Tierra, el Sol y la Luna en su primer cuarto, ese magnífico ángulo, decía, da la relación entre las distancias de la Tierra al Sol y de la Tierra a la Luna
[5]
.

—Astuto, en efecto —dijo el rey que levantó la mano para dar la orden de callarse al sumo sacerdote, que estaba a punto de atragantarse de rabia, pues no había entendido nada ni había podido seguir el proceso de la operación geométrica.

—De ese modo —concluyó Aristarco—, no te sorprenda en absoluto, rey, que seas capaz de demostrar, a costa de un modesto esfuerzo de pensamiento y de la universal geometría de Euclides, que ese disco que nos parece fuera de nuestro alcance y abrasa nuestras miradas, se halla a una distancia finita, y que puedas relacionar esa distancia con la Luna, el astro que ilumina nuestros sueños.

La explicación de Aristarco hubiera debido terminar ahí, con el evidente triunfo del sabio. Pero ya ves, Amr, aquéllos que mediante la ciencia alcanzan la cima del mundo, que mediante la inteligencia escrutan las profundidades de los cielos, ésos, de tanto echar la cabeza hacia atrás para ver la cúpula del firmamento, viven en su vértigo. Y muy a menudo caen en el precipicio. Aristarco de Samos era de esta raza. Por ello no pudo evitar proseguir, en un tono falsamente despreocupado:

—Puesto que me hacéis el honor de aceptar mi razonamiento, aceptaréis también su forzosa consecuencia. A decir verdad, mi tratado sobre
Las magnitudes y las distancias
era sólo una modesta introducción a la obra que acabo de terminar,
La hipótesis
.

—¡Ah! ¿Y qué otra herejía profieres en tu «hipótesis»? —preguntó el sumo sacerdote con no disimulada alegría, esperando que esta vez el astrónomo se metería en un callejón sin salida.

—Deduzco primero que el universo tiene unas dimensiones mucho mayores que las que acabamos de mencionar. Al igual que la Tierra desempeña el papel de un punto con respecto a la esfera del Sol, el Sol desempeña también el papel de un punto con respecto a la esfera de las estrellas fijas. Y puesto que el Sol y el cielo de las estrellas fijas están tan lejanos, es irracional pensar que unos cuerpos tan grandes puedan girar en bloque, y en un solo día, alrededor de una Tierra tan pequeña.

—¡Qué absurdo! ¡Nuestros ojos nos muestran que es la gran bóveda del cielo la que gira! ¡Se trata de una evidencia!

—Sumo sacerdote, si quisieras dar una vuelta completa sobre ti mismo, verías desfilar ante tus ojos las antorchas que adornan los muros de esta sala circular. ¿Acaso no te daría entonces la impresión de que es la sala la que gira mientras que tú permaneces inmóvil?

Estupefacta, la asamblea de los jueces guardó silencio durante unos segundos.

—Afirmo pues que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles —prosiguió Aristarco remachando sus palabras—. Afirmo que la Tierra gira alrededor del Sol trazando una circunferencia. Afirmo que el Sol ocupa el centro de esta trayectoria y que el ámbito de las estrellas fijas se extiende alrededor del mismo centro que el Sol.

Hubo otro silencio de estupefacción, que quebró el angustiado grito del sumo sacerdote:

—¡Pero si es así, la Tierra no es ya el centro del Universo!

—No lo es, puesto que nunca lo ha sido.

—Y la bóveda celeste no gira ya armoniosamente sobre nuestras cabezas, porque según tu insensata pretensión somos nosotros los que giramos alrededor del Sol.

—Como la luciérnaga alrededor de la linterna del mundo —asintió Aristarco, imperturbable.

—¡Cómo la luciérnaga! ¡Miserable! ¿Te crees pues un dios para permitirte, con un golpe de bastón y algunas cifras puestas en un papiro, destruir el orden del mundo, insultar la memoria de todos los sabios que ha habido desde la noche de los tiempos? Rey, este hombre ha ido demasiado lejos. Acaba de escupir a la santa faz de la divinidad. ¡Al verdugo, Aristarco!

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