Read El incendio de Alejandría Online

Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (5 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
7.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aristeo pertenecía al círculo íntimo de la segunda reina. Había llegado con ella de Cirenaica, como el poeta Calímaco, y era uno de esos judíos exiliados, profundamente impregnados de cultura helena, detestados por los doctores fariseos de Jerusalén y a quienes sermonearon a veces, con cierta injusticia, algunos de nuestros profetas. Sin embargo, no renegaba de su religión y no era de aquéllos que se ponían un falso prepucio cuando iban a las termas. Muy al contrario, deseaba con todas sus fuerzas propagar la palabra divina entre los gentiles. En el fondo, era un poco como tú, Amr.

La injusta negativa de Demetrio enfureció a Aristeo. Él, que odiaba las intrigas de palacio, corrió a ver a Berenice y se quejó. Ésta, a su vez, habló de ello al rey, que reprendió largamente a su bibliotecario. Eso señaló el final de la amistad entre los dos camaradas de juventud. El antiguo consejero cayó en desgracia y fue recluido para siempre en la Biblioteca. Se había convertido en prisionero de su obra. Por su lado, el rey, para dejar bien clara su decisión, asoció a su trono al hijo que había tenido con Berenice. En adelante, iba al Museo acompañado del muchacho. Demetrio había perdido.

Aristeo se convirtió en un personaje poderoso en el seno de la Biblioteca. El joven oficial nada tenía de soldado: no había guerreado jamás. Había vivido la mayor parte de su juventud en la corte de Berenice, cuando ella era sólo una princesa de Cirene rodeada de poetas y literatos. Los conocimientos de Aristeo en el campo de la fabricación de papiro y de tinta lo convirtieron, con toda naturalidad, en el maestro de los copistas. Pero esta función, al principio, fue puramente honorífica. Tenía que consagrarse por entero a dar entrada a la Biblia en el Museo y a hacerla traducir.

No era cosa baladí. Ciertamente, no tenía ya oposición por parte de Alejandría. Muy al contrario, el rey le pedía que apresurara las cosas porque deseaba conocer la Ley mosaica antes de morir. De hecho, a Aristeo no le costó mucho encontrar los rollos sagrados: donó los suyos propios al Museo. Ya sólo le quedaba encontrar traductores. Y eso era lo más difícil.

La vieja colonia judía de Egipto había ido a instalarse en Alejandría en cuanto se fundó la ciudad, en un barrio contiguo al de los palacios. Nada o casi nada les distinguía de los griegos. Por consiguiente, no había que buscar allí a los escribas traductores. Tampoco entre aquéllos que habían sido capturados como esclavos durante las guerras libradas por Alejandro y Tolomeo en Palestina, y que eran sobre todo antiguos soldados que con sus familias formaban parte del botín.

Era preciso ir a Jerusalén para encontrar allí escribas y doctores que aceptaran desplazarse hasta Alejandría y poner manos a la obra. Desde hacía casi cuarenta años —los que Palestina llevaba en manos de los griegos—, eran numerosos los judíos que se dejaban tentar por las novedades aportadas por el ocupante. Descubrían a los filósofos y los poetas, iban a las termas y al estadio, viajaban a Atenas y contraían bodas con los invasores. Los sacerdotes y los doctores fariseos lanzaban vituperios al ver cómo sus fieles se apartaban de ellos, atraídos por lo que denunciaban como un segundo becerro de oro. Así ocurre en todas las religiones del mundo. Quienes las dirigen detestan todo lo que viene de fuera, sobre todo si es bueno y hermoso, ya que otra verdad debilita su poder temporal, aunque no contradiga la suya. ¿No es cierto, Amr? Pero perdona mi tendencia a preguntar demasiado y volvamos a Aristeo. Seguro de ser rechazado si se presentaba en Jerusalén con las manos vacías, fue a ver al rey antes de partir y le pidió que prometiera liberar a todos los judíos reducidos a la esclavitud a cambio de que algunos doctores hebreos aceptaran venir a trabajar en el Museo. Tolomeo se lo prometió. Al contrario que su lejano predecesor el faraón, había comprobado que el pueblo de Moisés era mucho más útil para el país estando libre que aherrojado.

Armado de esta promesa, Aristeo zarpó hacia Jerusalén. Sólo había visto la ciudad en los tiempos de su infancia. Como el buen alejandrino en el que se había convertido, le decepcionó un poco que fuese tan pequeña. El Templo y la colina de Sión habrían cabido por entero en la isla de Faros.

Al revés de lo que esperaba, el Sanedrín —el Consejo de sacerdotes judíos— accedió sin dificultad a la petición de Tolomeo. Los setenta y un miembros de este tribunal religioso, al igual que su sumo sacerdote, habrían partido de buena gana, pero la mayoría de ellos no entendía el griego. Designaron, pues, cuidadosamente a quienes iban a enviar: doce grupos de seis ancianos cada uno, para representar a las doce tribus de Israel. La tradición les llamó más tarde «Los Setenta», error de cálculo del que sin duda fue responsable un copista perezoso. No creo, por otra parte, que sea necesario imaginar a esos setenta y dos hombres como una temblequeante pandilla de vejestorios canosos. «Anciano» significa exactamente «jefe de familia» o «jefe de clan». No es una cuestión de edad. Aquellos hombres, que eran muy sabios, conocían perfectamente el griego; debían pues estar abiertos al mundo de los gentiles y tomarse ciertas libertades con la tradición. Y, además, para llevar a cabo tan largo viaje y tan pesada tarea sólo veo a hombres en plena madurez.

La crónica cuenta que, en cuanto llegaron, Tolomeo les recibió en la gran sala de audiencias de su palacio. Cuenta también que, durante los siete días que duró el banquete, el rey les interrogó sobre todas las cosas de la naturaleza, del cielo, del hombre, de la mujer, del buen gobierno, y que los setenta y dos rabinos supieron responderle perfectamente y convencerle de la omnisciencia de la Torá.

Sin duda habrás comprendido que la crónica de la que te hablo fue escrita por un judío. Este tipo de literatura apologética no es propia de mi religión. Puebla los anaqueles, siempre con esa obligada situación del sabio de lengua ágil que conduce al monarca por el camino de la Verdad. Quiero decir: de las innumerables verdades, tan numerosas como los sabios. Y como los monarcas. Si quieres conocer esa crónica, está guardada en un armario que te mostraré. Se titula
La carta de Aristeo
, pero es muy probable que su autor no fuera nuestro oficial. En ese libro, en todo caso, se dice que nunca alguno de los Setenta intentó mostrar al rey la inanidad de la Biblioteca. Ciertamente afirmaban que todo estaba ya dicho en el Libro —¿quién no lo habría afirmado?—, pero nunca, Amr, óyelo bien, nunca se habrían permitido decir que en adelante los demás libros serían inútiles. Al final de ese banquete que imitaba el de Platón, los Setenta —y dos, pues yo no soy perezoso— dijeron a Tolomeo que querían poner manos a la obra. Sólo tenían una exigencia: no estar instalados en el Museo, al que consideraban un templo idólatra, sino en setenta y dos celdas aisladas de las que no podrían salir mientras no hubieran acabado su traducción. Durante todo ese tiempo, no se comunicarían entre sí. El rey aceptó de buena gana y le pareció que la isla de Faros, cuya torre no estaba terminada aún, sería el lugar más propicio y más tranquilo, tanto más cuanto que, unida únicamente a la ciudad por un puente, no exigiría demasiados soldados para custodiarla. En aquellos tiempos de guerra, una economía como ésa no era cosa superflua. Ordenó también suspender las obras de la torre hasta que la traducción de la Torá hubiera llegado a su fin. Se construyeron pues en la isla las celdas solicitadas.

Ignoro lo que hicieron nuestros setenta y dos durante esos preparativos. En cualquier caso, Alejandría les ofrecía muchas distracciones, comenzando por aquellos teatros judíos donde se representaba el Pentateuco al modo de Esquilo o de Sófocles. Sin mencionar otras distracciones mucho más terrenales que, sin duda alguna, ellos rechazaron. ¿No eran acaso cabezas de familia?

Llegada la hora, se recluyeron en la isla. Más tarde se les reprochó haber detenido con sus dilaciones los trabajos de la torre y no haber permitido a Tolomeo Soter contemplar su segunda obra, el Faro, la séptima maravilla del mundo, que se terminó después de su fallecimiento. Pero ¿qué no se reprocha a los judíos? Puedo afirmar que esta acusación, entre tantas otras, está hecha con mala fe. Pues los sabios sólo trabajaron dos lunas y media.

En efecto, al cabo de setenta y dos días, los setenta y dos traductores salieron al unísono de sus celdas con el trabajo acabado. Tal vez cada uno de ellos había traducido siete mil doscientos rollos y bebido setecientos frascos de vino de Chipre para lograr sus fines, eso lo ignoro. Hipatia, que conoce las cifras mucho mejor que yo, te lo dirá. Pero la crónica afirma que, cuando se compararon las setenta y dos traducciones, se advirtió con estupor que eran rigurosamente iguales, sin cambiar una coma… ¿No era un milagro?

Donde Amr se reconoce traductor

—Hablas de la Torá en un tono muy desenvuelto —comentó Amr—. Se trata sin embargo de la Ley de los hijos de Israel y de los de Ismael. Es tu ley, Rhazes, y la mía, y también la de los cristianos. Tomarla a broma es un sacrilegio.

—Y tú defiendes este libro con mucho ardor. El mismo ardor, sin duda, con el que lo destruirás.

—Deja de jugar con las palabras. ¿Acaso, para ti, todo es objeto de broma?

—No te fíes de esta máscara de ironía —terció Hipatia—. Una máscara o, más bien, una coraza. El tiempo que Rhazes no consagra a la Biblioteca, lo pasa en los barrios más pobres de la ciudad intentando curar los males de la miseria, sin temor a la epidemia o las agresiones, y ve muchas desgracias: una llaga abierta en el vientre de un niño, cubierta de cientos de moscas, una madre agonizando en el parto, un soldado con el brazo arrancado, acaso por tu sable… ¿Qué valor pueden tener para él nuestros debates ante tantas abominaciones? Su alegría, su aparente ligereza le permiten olvidar, de vez en cuando, la obsesión de tan horrendas imágenes.

—No te necesito, Hipatia, para justificar mi conducta —protestó Rhazes, de cuya faz había desaparecido toda malicia.

—Te ruego que no hables a esta mujer en ese tono —gruñó Amr.

—Creo que la comida está servida —intervino Filopon, que no deseaba que el debate degenerase en pelea de gallos—. ¿Comprendes, Amr, por qué no me canso de oír la historia de los Setenta? Es para mí el encuentro entre la Filosofía y la Revelación. Y toda mi vida ha sido sólo una lucha para lograr esta unión.

—Sin embargo, no veo dónde está el milagro en esas setenta y dos traducciones rigurosamente auténticas —masculló Amr—. ¿Acaso toda palabra hebrea no tiene en griego su equivalente, que significa exactamente lo mismo?

—Cuando te hablé de la asonancia entre «Babel» y el verbo «embrollar» —dijo Rhazes—, no lo hice para hacer un vano alarde de erudición, y menos aún para ironizar. Quería decir que el sentido no lo es todo. De lo contrario, los Setenta habrían elegido escribir «la torre del embrollo», por ejemplo, y eso hubiera sido una traición. Traición que cometió el pseudo-Aristeo en su Carta, cuando tradujo «ancianos» por «viejos», cuando la edad nada tenía que ver en la historia. ¿Qué sientes tú, hombre del ardiente desierto, cuando yo evoco «la nieve»? Sin duda no lo mismo que un hiperbóreo. Si algún día decides hacer traducir tu Corán al griego o al latín, comprobarás que cada palabra es un obstáculo que, a veces, es forzoso rodear. A menos, claro está, que se renueve el milagro de los Setenta para el libro de Mahoma.

—He pensado en ello. Incluso le propuse al califa ocuparme yo mismo de ello, para llevar la palabra divina a los pueblos de los territorios que yo conquistara. Se negó arguyendo que sería un sacrilegio, pues el Señor se dirigió al Profeta en lengua árabe y no en otra alguna.

—¡Un dios que sólo habla una lengua! Extraña manera de concebir su universalidad —bromeó Rhazes.

—¡No importa! —suspiró el general—. Voy a confesarte que empiezo a admirar esta biblioteca y al que la fundó, Tolomeo el Salvador. Y si sólo dependiera de mí, me inclinaría a convertir a Alejandría en el joyel del islam. Pero soy sólo un soldado y tendré que obedecer, sea cual sea la orden que me dé el califa Omar. Ayudadme a convencerle de que es preciso preservar toda esta grandeza pasada. Contadme otras historias profundas como la de la Biblia de los Setenta. Ésta le conmoverá como me ha conmovido a mí. Ayudadme a probarle que todos estos libros no contradicen al Corán sino que, por el contrario, lo confirman, pues le confieren aún mayor grandeza. Tal vez entonces ceda. Uno de vosotros ha evocado a un muchacho cuyo genio le hacía ser insolente y que contaba las estrellas. ¿Será útil hablarle de él a Omar? ¿No creerá el califa que es un discípulo del demonio dispuesto a desafiar a Dios intentando catalogar Su Obra?

—Euclides no contaba las estrellas —corrigió Hipatia con dulzura—. Pero la geometría, de la que fue inventor, lleva forzosamente a la observación de los astros. En el fondo, Amr, eres sin saberlo un discípulo de Euclides. ¿No es cierto que si has podido conducir hasta aquí a tu ejército ha sido porque te has guiado por la ruta del sol, durante el día, y por la posición de las estrellas, durante la noche?

—Mañana me contarás la historia del tal Euclides. Entretanto, retiraos en paz y repasad vuestros argumentos.

De modo que no eres tú el enemigo, Amr, sino tu monarca, pensó aliviada la bella intelectual. Partamos pues del siguiente axioma: todo general vencedor acaba deseando el trono de aquel por quien ha combatido. Ten cuidado, César del desierto. Como Cleopatra, voy a extender ante ti una alfombra de saber. Acabarás deseando Medina, y también el poder de su sumo pontífice, el llamado Omar.

Las insolencias de Euclides
(
Primer canto de Hipatia
)

Se saben pocas cosas sobre la vida de Euclides. Sin duda fue breve y escasos son aquéllos que presumieron de haberle conocido. Sin embargo, su obra fue prodigiosa y tan considerable que tres armarios no bastan para contenerla. Así, fue un joven como los demás el que se presentó ante el adjunto directo de Demetrio, el gramático Zenodoto de Efeso, primer bibliotecario que llevó oficialmente ese título. En efecto, Demetrio tenía a su cargo todo el Museo, que no sólo contenía la Biblioteca. Alrededor del ágora central, había hecho disponer para los pensionistas un paseo, unos asientos a la sombra de los árboles y un gran comedor circular. Los médicos, bajo la dirección del gran Herófilo, disfrutaban de salas especiales para las disecciones. Había también un zoológico y un jardín botánico, donde se pretendía reunir todos los animales y todas las plantas del mundo, al igual que se quería hacer con los libros.

BOOK: El incendio de Alejandría
7.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Taste For Danger by K.K. Sterling
The Fruit of the Tree by Jacquelynn Luben
Concrete Savior by Navarro, Yvonne
The Flu 1/2 by Jacqueline Druga
Mucked Up by Katz, Danny
Supreme Justice by Max Allan Collins
Red, White and Beautiful by Botefuhr, Bec