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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (19 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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—Su relato es, en efecto, sorprendente. Pero puesto que la temible isla de hierro se levanta, o eso dicen, a la entrada del golfo Pérsico, ¿por qué no hiciste que tus navíos tomaran otra ruta?

—¿Ah sí? ¿Y cómo lo harían, señor geógrafo, para pasar de la India a Alejandría?

—Verás, ¿no afirmó el viejo Eratóstenes que el mar Mediterráneo está unido al océano de la India por el oeste?

Su interlocutor soltó una risa burlona:

—Eso es, atravesar las columnas de Hércules y después realizar una inverosímil circunnavegación de África. Demasiado azaroso, demasiado largo, demasiado costoso. Los mapas de Eratóstenes tienen fama de ser inigualables, pero se han perdido o, peor aún, fueron falsificados por sus sucesores. Por lo que se refiere a los de Hiparco, aun mejorados por Estrabón y Marino de Tiro, carecen singularmente de orden y de precisión. Yo digo que sin una buena geografía no puede haber buen comercio…

—¡Y añadiré que no hay buena geografía sin buenas matemáticas! —intervino Tolomeo en un tono muy firme.

El joven se había acercado poco a poco a los mercaderes, muy interesado en su discusión.

—Perdonad, señores, que me inmiscuya tan abruptamente en vuestra conversación —prosiguió haciendo una ligera inclinación—, pero soy joven, de ahí mi ardor, y soy geógrafo en el Museo, de ahí mi comentario.

Los mercaderes asintieron secamente con la cabeza, esperando saber si estaban tratando con un iluminado o un charlatán.

—Me llamo Claudio Tolomeo y, a pesar de mi nombre, sólo reino sobre unos pocos pies cuadrados de un aula. Apruebo sin reservas vuestro punto de vista: la geografía debe ser reformada si queremos mejorar la seguridad de nuestras rutas comerciales.

—Es muy bonito afirmarlo —respondió uno de los mercaderes—, pero he podido comprobar que los geógrafos de vuestro Museo se sienten poco inclinados a «reformar», como vos decís.

—Cierto es que la cartografía ha progresado poco desde Eratóstenes —admitió Tolomeo—. Mi maestro Menelao me lo enseñó: del mismo modo que Euclides había estudiado los triángulos planos, hay que examinar el tema de los triángulos esféricos para situar correctamente las posiciones en tierra. Pues, como sin duda ya sabéis, la Tierra tiene la forma de una esfera.

—¿Y qué? —masculló el mercader, que a pesar de todo, comenzaba a interesarse.

—Pues que los cálculos de los triángulos esféricos son muy complejos. A pesar de toda la veneración que me merece mi maestro, debo reconocer que su
Tratado de los esféricos
incluye numerosos errores.

—¿Has estudiado suficientemente el libro para estar tan seguro?

—No sólo lo he estudiado —respondió orgullosamente Tolomeo—, sino que he aportado ciertas mejoras. En mi última obra,
El planisferio
, expongo un nuevo sistema de proyección que me permite situar, mejor que nadie, creo, los puntos de una esfera en un mapa plano. Utilizo coordenadas especiales que…

—Alto ahí, muchacho —interrumpió el segundo mercader—, nada comprendo de tus palabras. ¿Intentas, acaso, vendernos algo?

—No os confundáis —se enojó Tolomeo—. Sólo me interesa la verdad y la lógica del razonamiento. Intento también combatir las numerosas supersticiones que retrasan el progreso de la ciencia. Por consiguiente, el islote mágico del que vuestro capitán os ha hablado…

Tolomeo dejó hábilmente a medias su frase, como si vacilara antes de proseguir.

—Continuad —le alentó, intrigado, su interlocutor.

—Bueno —añadió Tolomeo—, puedo aseguraros que se trata de una pura fábula. Conozco esas piedras de imán. He estudiado su fuerza y sus propiedades. Creedme, ninguna isla, ninguna montaña, aunque estuvieran por entero compuestas de este imán, tendría la fuerza necesaria para desintegrar un navío. Sin querer ofenderos, digno señor, mucho me temo que vuestro capitán os ha engañado. ¿No se habrá, por ejemplo, apoderado del cargamento en su beneficio, contándoos luego esta leyenda tan conocida por los marineros, pero que está fundada en bobas supersticiones?

El rostro del mercader expresó sucesivamente una serie de emociones: estupefacción, cólera, suspicacia y, por último, comprensión.

—Si es así, y no tardaré en saberlo, va a pagármelo muy caro. En lo tocante a ti, joven Tolomeo, yo te pagaré muy bien si aceptas trabajar para mí.

—Os he dicho ya que soy pensionista en el Museo. Sólo sirvo a la ciencia, no al comercio.

—Eso no es incompatible. Pareces muy sabio, aunque algo presuntuoso. Tienes entusiasmo, y ciertamente ambición. ¿Estás en condiciones de mejorar el arte de la cartografía?

—Eso creo, pero mi edad y mis medios no me han permitido aún hacer dibujar mapas de acuerdo con mi método de proyección cónica.

—Muy bien, ahí voy. Sólo pido que me convenzas de la superioridad de tu método… cuyo nombre es demasiado complicado para mí. Te lo repito, estoy dispuesto a pagar generosamente la realización de nuevos mapas. A condición, claro está, de que mejoren los antiguos. Una medida de oro para ti, Claudio Tolomeo, si me proporcionas este año, y en exclusiva, un planisferio del mundo conocido.

—Por mi parte yo añadiré una segunda medida de oro —añadió el otro mercader, arrastrado por la excitación de su amigo.

Así, en un año de asiduo trabajo, Tolomeo revolucionó la cartografía. Después de emprender una revisión metódica de los antiguos trazados, calculó un nuevo planisferio, enteramente geometrizado, al que aplicó los principios teóricos de Euclides. Dividió el globo terrestre no sólo en cuatro líneas de climas, como había hecho Eratóstenes, sino en prietas líneas, que a intervalos iguales corrían paralelas al ecuador, hasta los polos. Aplicó luego líneas perpendiculares. Obtuvo así un armazón de meridianos y de paralelos que cubría el conjunto de las tierras conocidas, desde las columnas de Hércules al oeste a las cordilleras del lejano Himalaya al este, de Thule al norte hasta las mentes del Nilo al sur. Las líneas numeradas permitían localizar cualquier punto por medio de dos números, la longitud y la latitud. Cada ciudad, cada río, cada montaña, cada país quedaban así situados sobre el planisferio con una precisión sin precedentes. Tolomeo hizo ejecutar veintisiete mapas magníficamente coloreados y contenidos en un atlas de gran formato:
La geografía
. Un trabajo nunca igualado desde entonces, permíteme que te lo haga observar, Amr.

Sus comanditarios, claro está, quedaron deslumbrados y cumplieron su promesa. Tolomeo el Geógrafo, como fue llamado desde entonces, quedó al abrigo de cualquier preocupación material. Dimitió de su puesto en el Museo para instalarse en Canope. Allí, bajo un cielo más puro que en el barrio de los palacios, pudo consagrarse exclusivamente a su verdadera pasión: la ciencia de los astros. Desdeñando los honores, permaneció prudentemente al margen de la situación política y religiosa, pero siguió frecuentando la Biblioteca, donde leía, releía y anotaba sin cesar los trabajos de sus gloriosos predecesores, y a la cabeza de todos ellos Hiparco de Nicea. Todo lo que éste no había podido concluir, lo concluyó Tolomeo, y mucho mejor aún. Como astrónomo, estableció un mapa del cielo, fijando la posición de mil veintiocho estrellas agrupadas en cuarenta y ocho constelaciones, situadas también por medio de coordenadas. Como ingeniero, construyó los mejores astrolabios de su tiempo. Como músico, elaboró una teoría matemática de los sonidos. Como filósofo, escribió un profundo tratado sobre las funciones principales del alma.

Pero, sobre todo, Tolomeo desarrolló nuevos modelos geométricos para predecir las posiciones de los cuerpos celestes. En lugar de los mecanismos de engranaje, muy complicados, que unían entre sí las esferas, como los imaginados por Eudoxo y Apolonio de Pérgamo muchos siglos antes, Tolomeo utilizó sutiles combinaciones de movimientos circulares. En sus cálculos, la elegancia matemática se aliaba siempre con la precisión de los datos.

Su reputación iba creciendo. Tolomeo consagraba un día al mes a las demostraciones públicas. Hizo construir un vasto planetario mecánico, representación móvil en miniatura del nuevo sistema del mundo que acababa de concebir. Tras una de esas sesiones, en las que se apiñaba una amalgama de notables, alumnos y simples curiosos, cierto día, un digno anciano encorvado por los años se acercó a él. Tolomeo apenas le reconoció: era su maestro Menelao. Sin pronunciar una sola palabra, pero con mucha emoción contenida, el modesto profesor tendió al famoso alumno un largo objeto cuidadosamente envuelto en una funda de cuero. Tolomeo deshizo las cintas que lo ataban: era el prestigioso bastón de Euclides. El sabio Séneca, antes de suicidarse por orden de Nerón, había querido que ese símbolo del saber ininterrumpido regresara a su lugar de origen, Alejandría, lejos de la locura de Roma y de sus dementes emperadores. El bastón había permanecido veinticinco años en el despacho del funcionario a cargo de la Biblioteca, antes de llegar a las manos de Menelao, considerado el único hombre apto para perpetuar dignamente la obra de los Antiguos. Medio siglo más tarde, había llegado el momento de pasar el testigo. ¿Y quién, sino Tolomeo, habría merecido recibir en herencia el bastón?

Al separarse de él, el viejo geómetra exhortó a su antiguo discípulo a escribir un tratado en el que expusiera metódicamente el conjunto de sus concepciones sobre la estructura del mundo. Así emprendió Tolomeo su obra maestra, que concluyó hacia la edad de cincuenta años, y a la que dio el modesto título de
Composición matemática
. En realidad, dividido en trece libros a imitación de los
Elementos
de Euclides, el tratado astronómico de Tolomeo pareció tan grandioso que fue llamado «el muy grande»
[13]
.

Fue como si un nuevo Prometeo hubiera hurtado a los dioses los secretos del Universo, ocultos hasta entonces. Tolomeo el Geógrafo probó que dominaba del mismo modo, y hasta un punto nunca igualado, el inmenso campo de la cosmografía. Su teoría matemática del Sol y de la Luna le permitió establecer unas tablas muy exactas y determinar, de antemano y con la mayor precisión, las épocas de los eclipses y sus características. Su descripción de la esfera celeste y de sus movimientos, su renovado catálogo de las estrellas, su hipótesis sobre la estructura del Universo y, sobre todo, su magistral explicación de las trayectorias de cada uno de los cinco planetas, fueron la culminación de la astronomía griega. La hipótesis heliocéntrica de Aristarco de Samos se había sumido en el más completo olvido. La figura ideal del cosmos fijado por Tolomeo, la de la esfera celestial con la Tierra en su centro, permitía, y sigue permitiendo, tratar por medio de la geometría pura todos los problemas planteados: eclipses, desigualdad de las estaciones, orto y puesta de los astros, conjunciones planetarias. Su sistema ofrece toda la certidumbre de la evidencia.

Imagina ahora, Amr, al mayor sabio de su tiempo que, tras haber terminado su obra más perfecta, estima, sin embargo, que esta culminación es sólo un paso en la vía de la verdad última. Un hombre que, sin la menor sombra de superstición, decide unir conocimiento racional y conocimiento intuitivo, amalgamar en una síntesis perfecta la ciencia astronómica y ese arte supremo de la predicción reservado hasta entonces a los sacerdotes, a los magos y a los charlatanes. Me estoy refiriendo a la astrología.

Inventado en Babilonia, el arte de la previsión se había extendido por Egipto gracias a los escritos del sacerdote caldeo Berosio. En Alejandría, la moda había comenzado en la época de Hiparco, con la aparición de astrólogos profesionales y manuales populares. La civilización griega, que antaño había predicado el racionalismo, había sufrido una profunda mutación. Los grandes sabios como Euclides, Arquímedes y Eratóstenes habían desaparecido, el clima intelectual se había metamorfoseado. Poco a poco, fueron ganando terreno en el Imperio romano las religiones mistéricas, los cultos orientales y las prácticas mágicas. El hermetismo se desarrolló gracias a su profeta Hermes-Thot, que dio origen a las ciencias del Cielo, de la Tierra y del Hombre, es decir la Astrología, la Alquimia y la Magia. Los hombres, cada vez más preocupados por su salvación individual, inquietos por la sensación de que el mundo terrestre estaba bajo el dominio de potencias maléficas, se volvían en número creciente hacia el ocultismo.

Creo que es ese singular desvío de la verdadera astrología lo que te ha hecho condenar con dureza, Amr, la pretensión de quienes intentan leer en las estrellas el porvenir de los hombres. Pero ¿no habrás juzgado demasiado deprisa? Pues Tolomeo intentó reanimar el espíritu razonable de la astrología, liberándola del fatalismo riguroso y desalentador que muchos romanos le conferían y que tú has denunciado, Amr, con razón. Lo logró porque conservó uno de los rasgos característicos del genio de los primeros griegos: la adoración por el cosmos visible, el sentimiento de unión con él así como la afirmación del poder del espíritu. Ante el ascenso de las ciencias ocultas, Tolomeo edificó su obra astrológica como una muralla.

Su
Composición en cuatro libros
plantea las reglas y principios de la astrología con un rigor nunca igualado. Trata allí todos los ámbitos relacionados con ella: las riquezas, el rango social, los viajes, las características físicas, los amigos, las enfermedades, los hijos, los enemigos, los amores, la duración de los matrimonios, los placeres de Venus y el género de muerte.

Simplicio ha relatado que muy pronto Tolomeo tuvo la ocasión de poner a prueba su arte. Marco Annio Vero, cónsul de Roma, había emprendido una gira de inspección por las provincias del Imperio. Muchos veían en él al sucesor de Antonino Pío. El futuro Marco Aurelio, pues, estaba de paso por la provincia de Egipto y se había detenido en Alejandría. La reputación de Tolomeo había llegado a sus oídos y manifestó el deseo de entrevistarse con él. Formado en la escuela de Epicteto, y por lo tanto estoico convencido, Marco Aurelio no quería discutir sólo de ciencia y filosofía con el sabio alejandrino; tenía otras preocupaciones más terrenales. Su esposa, Faustina, una matrona de treinta y cinco años dotada de un temperamento bastante inflamable, se había enamorado últimamente de un apuesto gladiador. Con muy poca inteligencia se había resignado a confesar su pasión a su marido. El digno Marco, aunque escéptico por naturaleza, había condescendido a consultar a sus magos y sus astrólogos, que le habían aconsejado un tratamiento radical: en primer lugar, claro está, el gladiador sacrílego tuvo que ser suprimido; luego, Faustina debió tomar un baño de asiento caliente, perfumado y prolongado, para después hacer apasionadamente el amor con su esposo legítimo. A consecuencia de esta sabia medicación, al cónsul le fue fácil creer que la pasión de Faustina se había disipado y, para sellar su reconciliación, exigió que ella le acompañase en su viaje a Egipto. Pero Faustina mostró muy pronto los primeros síntomas del embarazo. Entonces, Marco Aurelio se preguntó inquieto quién sería el padre. Ciertamente, ante la duda, siempre podría hacer eliminar al niño en cuanto naciese. Pero, aun sin contar con el odio que desde entonces le profesaría su esposa, a la que amaba a pesar de sus infidelidades, el estoico no podía decidirse a un acto tan cruel. ¿No valdría más consultar al más célebre de los astrólogos, con el fin de asegurarse de que los destinos del Imperio caerían en nobles manos?

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