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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (23 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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—¡Encantadora perspectiva! —ironizó Rhazes—. Nosotros estamos acostumbrados a hacerlo desde hace ya mucho tiempo. Pero me complace imaginar que nuestros perseguidores de ayer tendrán que echar, a su vez, mano a la bolsa. En lo tocante a Galeno, te haré luego un resumen por escrito. En cuanto a Herón, Hipatia podrá encargarse de hacer lo mismo.

—Por mi parte, voy a escribir todas estas historias que me habéis contado. Mandaré también copias a otras personas importantes de Medina. Tal vez ellas consigan doblegar a Omar. Y repito: «Tal vez». Pero al califa le añadiré algo: «Lee, en nombre de tu Señor que ha creado. ¡Lee!». Son las primeras palabras que dijo al Profeta el arcángel Gabriel, el mensajero de Alá, en la caverna del monte Hira donde Mahoma conoció la Revelación.

—Espléndida orden —aprobó Filopon—. Creo que voy a estudiar tu Corán con algo más de atención.

—No está mal, en efecto —aceptó Rhazes—. Percibo en ello algunos ecos del libro de Baruch.

Leer, sin duda, pensó Hipatia. Pero ¿qué leer y cómo? ¿Leer sólo el Corán o tener la curiosidad de inclinarse sobre otras obras? Leer sin comprender no es grave. Leer sin dudar es temible. Leer sin placer, no es leer. Pero es inútil señalárselo a ese viril beduino: él disfruta por encima de todo con un único placer, y tal vez me vea forzada a proporcionárselo.

SABIDURÍA HUMANA
El mensaje

El emir desenrolló voluptuosamente el rollo que había hecho traer de una tienda de los arrabales y lo puso con mimo sobre la tablilla de madera preciosa. Papiro egipcio, del mejor, pensó. Lo mantuvo plano gracias a dos varillas que se deslizaban en sus ranuras, lo alisó luego con un gesto sensual. Por fin, abrió su escritorio de fina marquetería de marfil y ébano, disfrutando de su aroma a sándalo e incienso. Colocó en el soporte de porcelana los pinceles de pelo de cabra y fijó junto a ellos la piedra rectangular para mezclar la tinta. Cuando la adquirió, la piedra tenía grabados unos dragones y otros ídolos paganos. En su lugar, él mismo había grabado este versículo del Libro: «¡Sé paciente! Tu paciencia procede de Dios». Amr había comprado el magnífico escritorio a un marinero persa cuando, siendo joven, su padre le había enviado a Sohar, el puerto del mar del sur, para comprar un cargamento de seda que procedía del gran imperio de levante.

Vertió un poco de agua de su calabaza en el hueco de la piedra, frotó allí el bastoncillo de tinta hasta que la mezcla estuvo lo bastante espesa y mojó en ella la punta de un pincel.

Del emir Amr ibn al-As al califa de los verdaderos creyentes Omar ibn al-Jattab, salud y que la paz de Alá sea contigo.

En este día de la luna nueva de Moharem, en el vigésimo año de la hégira
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, he conquistado la gran ciudad de poniente.

La ciudad ha sido tomada por las armas y sin ningún tratado. Los verdaderos creyentes están impacientes por recoger el fruto de su victoria.

Luego enumeró los tesoros de Alejandría, sus innumerables palacios, baños públicos, teatros, perfumerías, orfebrerías, forjas, hilaturas… Omar era muy poco instruido; apenas sabía leer y escribir y presumía de ello, pues de este modo pretendía imitar al Profeta. Pensaba demostrar, haciendo correr el rumor de que Mahoma era también inculto, que todo le había sido dictado de viva voz por el mensajero del Misericordioso. El califa Omar era un hombre sombrío para quien la vida era un eterno castigo del Señor, pues estaba convencido de que la humanidad entera maquinaba contra él. El poder se le había subido a la cabeza y toda incertidumbre le era ajena. Omar era tan odiado como temido. Lamentablemente, todo el pueblo árabe, salvo algunas élites, creía que el arcángel Gabriel hablaba por su boca, incluso cuando emitía el más cruel o más absurdo de sus decretos. Al ofrecerle así la ciudad de Alejandría, el emir esperaba amansarle. Tenía que convertir el desmesurado orgullo del califa en su principal debilidad. Tenía también que especular con el tiempo, porque Omar no era eterno. Durante los diez años de conjuras e intrigas y los ocho de reinado, se había creado muchos enemigos y eran innumerables los intentos de asesinarle. Llegaría sin duda el día en que un cuchillo pusiese fin a su tiranía. ¡Sé paciente, Amr! Tu paciencia procede de Dios…

En el-Iskandariyya —el emir tuvo buen cuidado de transcribir en árabe el nombre de Alejandría— viven trescientas mil almas, de ellas doscientos mil griegos cristianos y cuarenta mil judíos que no se convertirán y por lo tanto pagarán tributo…

Amr exageraba un poco, pero éste era sin duda el mejor argumento para justificar que la Ciudad no hubiera sido saqueada ni demasiado destruida. Desde los inicios de la conquista, Omar había instituido ese impuesto que los pueblos de los Libros de Moisés y de Jesús debían tributar a Medina si querían seguir practicando sus religiones. Con su rapacidad, que hacía pasar por tolerancia, el segundo califa impedía que sus correligionarios pudieran atraer a cristianos y judíos, mediante la simple arma de la palabra, a la ruta de la Verdad trazada por el Profeta. Y es que, a su entender, el hecho de acrecentar la fortuna de Medina, y la suya, era preferible al triunfo universal del islam. De modo que Amr no pudo evitar escribir:

Por lo que se refiere al pueblo egipcio, que sigue haciendo sacrificios a los ídolos con cabeza de animales, nos será fácil llevarlo a la verdadera Palabra, para abrirles los Jardines de Alá…

El conquistador de Alejandría pasó luego muchas horas contando las historias que Filopon, Rhazes e Hipatia le habían relatado sobre la Biblioteca. Pero las contó a su manera, a la manera de su pueblo, que tanto amaba los cuentos y la poesía. Salvo, tal vez, por desgracia, Omar…

Poco antes del alba, Amr despertó a su ordenanza, que dormía ante la tienda, en el santo suelo. ¿Podrán esos beduinos dormir algún día en los palacios de las ciudades que hayan conquistado? El hombre no necesitó largas explicaciones. Tomó el mensaje, montó de un salto en su caballo y desapareció en la noche. Necesitaría más de catorce días para llegar a Medina, y otros catorce para traer la respuesta del califa. En una luna, muchas cosas habrían cambiado en Alejandría, de la que Amr era el dueño. Un dueño que, a pesar de todo, tendría que obedecer a su califa, pues el poder de éste procedía del Altísimo y de su Profeta.

Omar

El mensajero esperaba la respuesta. Su rostro estaba gris de polvo y su túnica estriada con los regueros blanquecinos de la sal del mar Rojo. El califa no le había dirigido ni una mirada, pero el joven guerrero, exhausto después de tanto cabalgar, estaba seguro de que, en el fondo de su corazón, el comendador de los creyentes le agradecía su celeridad; algún día tendría su recompensa.

Omar descifraba penosamente la misiva. Su índice se deslizaba lentamente de derecha a izquierda, vacilando en casi cada letra. Las hermosas volutas de las quince suras del Corán, especialmente transcritas para él en una piel de camello lujosamente adornada habían acabado resultándole familiares. Pero esa escritura cursiva, descuidada, como desdeñosa, de la carta del general Amr era una tortura para sus ojos y su mente. De buena gana habría pedido a su secretario que se la leyera, como solía hacer de ordinario, y le habría dictado la respuesta, pero esta vez la decisión que debía tomar exigía que no hubiera testigo alguno. Era un asunto que debían resolver Amr y él mismo.

—No te quedes ahí, muchacho —le dijo al mensajero—. Tras tan larga carrera te mereces un poco de descanso. Además, debes de tener algún familiar en Medina, ¿no es así?

—Lamentablemente, comendador, no podré ir a saludar a mi padre. El general me ha pedido que entregara otras cartas antes de regresar con vuestra respuesta.

—Otras cartas, ¿de verdad?

El mensajero se mordió los labios. Para demostrar su lealtad al califa acababa de traicionar a su jefe, al que veneraba más que a nadie en el mundo. Omar le despidió con un gesto de la mano. Y le pidió que regresara al día siguiente. No tardaría en averiguar a quién estaban destinadas esas cartas.

Con la toma de Alejandría, las cosas habían cambiado en Medina. Antaño, todos creían que las conquistas de Palestina y Egipto se debían a la voluntad del Todopoderoso que inspiraba a su califa, y que los verdaderos creyentes que combatían eran sólo sus instrumentos. Pero ahora, en todas las tierras del islam, se celebraba la gloria de Amr, triunfador de la rica y poderosa ciudad de poniente. Y el propio Amr, en esa larga carta, no dejaba de ensalzar a Dhu al-Qarnain, o sea a Alejandro, el conquistador cornudo del que habla el Corán, que había llegado al país donde nace el sol. Alababa también a aquel general César de Egipto, que se convirtió en emperador desposándose con una reina. ¿Ambicionaba Amr alcanzar el prestigio de esos dos héroes? ¿Hasta ese punto le había corrompido el país del faraón? ¡No! Siempre había sido así. El emir Amr ibn al-As era digno hijo de su clan, aquellos ricos mercaderes quraychitas que se creían superiores a todo el mundo. Al enviarle tan lejos a hacer la guerra santa, Omar había creído apaciguar su ambición. Pero ahora esa táctica corría el riesgo de volverse contra el comendador de los creyentes: Amr era amado por el pueblo; Omar, en cambio, era temido. Era preciso hacerle comprender a Amr que el islam sólo tenía un jefe, cuyo nombre clamaba el almuédano al llamar a los fieles a la oración: y aquel jefe era él, Omar Abú Hafsa ibn al-Jattab, el califa, servidor de Alá y único emir de los soldados del Profeta.

Por lo que se refería a esas pamplinas que los pensadores paganos garabateaban sobre el nombre de las estrellas o el alma humana, a esas obscenidades sobre la sangre de las mujeres, a esos miles de libros más poderosos, al parecer, que las más temibles armas, a esos cristianos y esos judíos que le habrían dado lecciones al propio Profeta, todo aquello eran sólo barricadas detrás de las que el general blandía su fuerza y su fortuna ante el califato. ¿Hasta dónde pensaba llegar? Sin duda tenía en Medina cómplices y partidarios que conspiraban para perder a Omar. Y allí, en Alejandría, además de sus beduinos, que darían la vida por él, Amr estaba rodeado, según decían los espías, de una especie de consejo privado compuesto por un viejo cristiano, un judío y una mujer, una sacerdotisa pagana que le había hechizado. ¡Sacrilegio y conspiración!

Omar, por su parte, no necesitaba consejo. Sólo recibía órdenes del propio Todopoderoso, que iba a visitarle en sus sueños. Por otra parte, ¿a quién se habría confiado? En Medina bullían las sórdidas ambiciones de aquellos intrigantes que esperaban que un cuchillo acabara con él, Omar, el artesano de humilde extracción que había conseguido, mediante su sola voluntad y su astucia por entero consagrada a su fe, llegar a la cima de la tierra del islam. Sus enemigos, los impíos, habían encontrado en Amr al hombre que necesitaban: un señor encantador, generoso, amante de los placeres de la mesa y el lecho; poeta cultivado, pero que sabía también ser valeroso en el combate y hábil estratega.

Omar no era nada de eso. Su único placer terrestre era el poder. Y lo aprovechaba, sabiendo que Allá Arriba no lo tendría. A fin de cuentas, ¿no ponía todo ese poder al servicio del Creador universal?

El califa volvió a leer con gran atención, y con mayor facilidad que la primera vez, la larga carta del general. En su primera parte, que era un mensaje de victoria, Amr sólo encomiaba las riquezas materiales de Alejandría, sus templos, su oro, sus valiosas mercancías, sus pueblos de la Torá que pagaban tributo, sin olvidar las almas paganas que habría que convertir. Pero a continuación ya sólo hablaba de libros, de sabios, de astrólogos, de filósofos, de poetas, de reyes y reinas del tiempo pasado, y otra vez de libros.

Por lo general, Omar no se preocupaba en absoluto de estas cosas. Se limitaba a despreciar los espíritus refinados que perdían su tiempo y su alma nombrando las estrellas o vaticinando sobre una rosa. Pero esta vez, el ardor con que el general defendía aquel Museo le pareció sospechoso. ¿Qué ocultaba tras aquel alegato en favor de un montón de viejos rollos y de volúmenes enmohecidos? Se dijo que Amr sin duda habría estado jactándose por todo Egipto —y pavoneándose en sus cartas a sus amigos de Medina y de La Meca— de ser el protector de las artes y las ciencias paganas, ya fueran judías o cristianas. ¿Acaso pretendía establecer vínculos con los imperios enemigos de Persia y de Bizancio?

Omar sólo había llegado tan arriba en el islam por medio de la intriga y la conspiración, de modo que veía por todas partes intrigas y conspiraciones. Tomó una decisión. Hasta ahora, Amr le había obedecido siempre, más por cálculo que por fidelidad o deber, pensó el califa. Era preciso darle una buena ocasión para rebelarse. Si se doblegaba, el general quedaría desprestigiado para siempre ante sus amigos, y quizás ante sus aliados alejandrinos y bizantinos. Si se sublevaba, conocería las mazmorras de Medina, el hacha del verdugo incluso. Además, en su traición arrastraría consigo al resto de la pandilla que había apoyado la candidatura de Alí al califato, y seguía apoyándola. Una pálida sonrisa se dibujó bajo la enmarañada barba de Omar: acababa de encontrar un pretexto para destruir aquel montón de papeles sin interés. Tomó el estilete, lo mojó en una tinta parda y escribió, con dificultad, en el pergamino:

Del Esclavo de Dios y comendador de los creyentes, Omar, al general Amr, salud.

Toda la tierra del islam ha saludado tu hermosa victoria con el regocijo que merece: debes ahora fortalecerla contra los ataques que podrían llegar por mar y ahogar todas las oposiciones que puedan nacer en el seno de las poblaciones judías, cristianas y paganas que has censado. Para ayudarte en la tarea, te mandaré un gobernador que no he nombrado todavía. La guerra santa debe proseguir. Cuando te dé la orden, partirás a la cabeza de tu ejército hacia los países de poniente.

Por lo que se refiere a los libros de los que me hablas en tu última carta, éstas son mis órdenes: si su contenido está de acuerdo con el libro de Alá, podemos prescindir de ellos puesto que, en ese caso, el Corán es más que suficiente. Si, por el contrario, contienen algo distinto de lo que el Misericordioso dijo al Profeta, no hay necesidad alguna de conservarlos. Actúa, y destrúyelos todos.

Omar releyó la carta que acababa de sellar. La voz del almuédano se alzó por encima de la ciudad. Omar se prosternó y olvidó las razones políticas de aquella respuesta: estaba convencido de que el propio arcángel Gabriel se la había dictado.

BOOK: El incendio de Alejandría
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