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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (24 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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Silogismos

Desde la terraza del Museo donde Amr, Filopon y Rhazes se habían instalado, se veía el mar. El sol resplandecía pero no conseguía atravesar el emparrado bajo el que bebían un delicioso vino de Chipre y del que colgaban unos racimos verdes que aguardaban el verano. Allí, a media mañana en la isla de Faros, la luz de la torre palidecía, como apagada por los intensos azules del agua y del cielo. Alrededor del gigantesco edificio, los olivos retorcidos por el dolor de los siglos parecían otros tantos viejos marinos que esperaban embarcarse para el último viaje.

Abrumado, Amr se derrumbó en su sillón de mimbre y tendió la carta a Filopon:

—Todo está perdido, leedla.

—Lamentablemente, amigo mío, pese a mi saber de gramático, no comprendo vuestra escritura.

El general se encogió de hombros y tradujo en voz alta la misiva del califa:

—«… no hay necesidad alguna de conservarlos. Actúa, y destrúyelos todos». Nada más. Ni la menor fórmula de cortesía. He caído en desgracia.

—Aun a riesgo de contradecir a Aristóteles —suspiró Filopon—, el silogismo es el arma más temible de los fanáticos y los imbéciles. El califa afirma que como vuestro libro sagrado lo dice todo, los demás no dicen nada. ¿Qué puedes responder a eso? Es inútil discutir con semejante peñasco de certidumbre.

—Bueno, él blasfema. En ninguna parte está escrito que el Corán lo diga todo. El arcángel sólo habla al Profeta de lo esencial para guiar hacia Dios al verdadero creyente. En cuanto a lo demás, el hombre puede muy bien ir caminando desde Alejandría a Medina para medir la distancia en pasos, componer versos en honor de la dueña de su corazón, cantar la belleza del sol que se levanta o explicar en un libro cómo curar el dolor. ¡Qué le aproveche! Es su libertad de hombre, es su grandeza. Y, por consiguiente, es la grandeza del Todopoderoso. Escribí todo eso en mi carta.

—Hablando de silogismos —intervino Rhazes—, ¿puedes responder a eso, Amr? No, no es sólo un juego… Un cretense dice: «Todos los cretenses son mentirosos». ¿Está diciendo la verdad?

—Si miente, no todos los cretenses son… Si no miente, los cretenses son… ¡Es absurdo! Un mentiroso no miente cada vez que abre la boca, sólo cuando tiene necesidad de hacerlo.

—Una respuesta del todo acertada —asintió Filopon—. Muy a menudo, los silogismos pueden invalidarse rebatiendo una de sus partes. Basta con romperlos como cortó Alejandro el nudo gordiano.

—Así pues, con mucha frecuencia, lo que puede destruirse es un silogismo —soltó Rhazes riéndose con sarcasmo—, al menos en una de sus partes. Una roca puede destruirse, por lo tanto es un silogismo. Tu califa es una roca…

Filopon blandió su pesado bastón pulido por el paso de los siglos, como un profesor que amenazara con su férula a un holgazán.

—¡Rhazes, deja ya tus ingeniosos malabarismos! Con ese humor tan ligero, acabarás algún día por evaporarte en las nubes.

Desconcertado, Amr miró a los dos sabios, al maestro y al discípulo, que charlaban rivalizando en ingenio sin ocultar su diversión. ¿Cómo? Durante semanas, ambos habían luchado al unísono para convencerle de que preservara los tesoros de la Biblioteca, y ahora, cuando acababan de saber que lo que más querían en el mundo iba a desaparecer, jugaban como dos estudiantes a la salida de una clase aburrida. De pronto, como en una revelación, el general comprendió: debatir, confrontar ideas, buscar la verdad no era sólo un árido y soso trabajo de austeros sabios, sino también un juego, un juego del espíritu, al igual que el amor es un juego de los cuerpos.

—Si los dos seguís así, llamo inmediatamente a Hipatia. Ella, al menos, sabrá meteros en cintura. Por cierto, ¿dónde está?

—En las termas de las mujeres —respondió Rhazes con forzada causticidad—. Cuando no lee ni escribe, está en los baños. Me hace añorar el feliz tiempo de Atenas, cuando las damas no tenían acceso a esos establecimientos.

—¡A fe mía! —rió Amr—, no intentaré reunirme allí con ella. Tras la toma de Heliópolis (pero no digáis ni una palabra de esta historia a mis esposas, si por desgracia las conocéis un día), decidí entrar en los baños para mujeres, creyendo que era una de esas acogedoras casas donde el guerrero vencedor encuentra descanso y solaz. Dos enormes matronas me agarraron por los hombros y de un empujón me echaron escaleras abajo. Por poco no me despiden con una patada en el culo. ¡En serio! ¡A mí, que dos días antes había derribado las puertas de su ciudad, entrando con el sable desenvainado sobre mi caballo chorreante de sudor y sangre! Me resigné entonces a ir a remojarme en una de las innumerables termas de la ciudad ocupada. Era muy aburrido: sólo había hombres. Y por lo que se refiere al sudor, transpiré tanto como mi fiel
Batalla
; es mi caballo, no muy rápido pero fuerte y valeroso. Seguro que lo habéis visto: su pelaje es negro y tiene una estrella blanca en la frente.

—¡Bravo, Amr, bravo hijo mío! —exclamó Filopon secándose una lágrima que la hilaridad había hecho brotar de sus ojos pálidos y rodeados de arrugas—. Reír es una coraza mucho más segura que los más sólidos petos de bronce. Vuelve a servirte bebida.

—Una sola copa entonces, pues el Profeta dijo que todo el vino que bebamos aquí nos será deducido en sus eternos jardines. Pero aún no he terminado de contaros lo de las termas de Heliópolis. Mientras un esclavo nubio me desollaba la espalda con un cepillo muy duro, se me ocurrió una idea. Imaginé, para olvidar el dolor, que instalaba unos establecimientos semejantes en los oasis, en Medina o en La Meca, en los puertos del mar de Omán… Les añadiría unas alcobas para que cada cual pudiese dormir, mesas para recobrar fuerzas comiendo, mi mercado para intercambiar los productos llegados de las cuatro esquinas del mundo. Todo ello sería bastante rentable. ¿Qué te parece, Rhazes?

—Me parece que está claro, los hijos de Ismael son hermanos de los de Israel. Un detalle: ¿cómo se calentaría el agua en tus termas? ¿Con libros quemados?

Se hizo un abrumador silencio. Los tres hombres, entretenidos en intercambiar bromas, casi habían olvidado la amenaza que pesaba sobre la Biblioteca. O, al menos, la habían dejado a un lado por unos instantes. Amr mostró de nuevo su aire grave y autoritario de jefe guerrero:

—Concluiré tu último silogismo, Rhazes: «Tu califa es una roca, por lo tanto tu califa puede ser destruido». Temo que, por desgracia, habrá un tiempo para destruirlo, y que ese tiempo no ha llegado aún. Me apena reconocerlo ante vosotros, mis vencidos amigos, pero sería prematuro. Después de la muerte de Mahoma, Arabia conoció terribles horas de guerra civil, en las que el hermano combatía contra el hermano, el hijo arrojaba a su padre en las mazmorras, y en las que por todas partes aparecían falsos profetas que intentaban arrastrar al pueblo a sangrientos enfrentamientos… Omar supo unirnos y éste es su mérito. Supo lanzarnos a la guerra santa. Si yo intentara eliminarle ahora, todos esos horrores recomenzarían y la Historia me consideraría el responsable. No lo deseo. No quiero que mi nombre, el de mis antepasados, quede mancillado por esas indelebles manchas que son las palabras: «Traicionó a Dios», «renegó de su pueblo».

—Alejandría no es enemiga de los árabes, Amr —dijo Filopon—. Todo el mundo espera aquí que tu llegada nos libre del yugo de Bizancio y de la amenaza persa. Te estamos agradecidos, magnánimo vencedor, por haber prohibido a tus soldados dedicarse al pillaje y las represalias. Pero si atacáis la Biblioteca, atacaréis la propia alma de Alejandría. Y entonces, el pueblo entero se levantará contra vosotros, como tantas veces hizo en el pasado contra otros tiranos, otros invasores. Tu religión sólo podrá extender su influencia si preserva lo mejor de la herencia griega, romana, cristiana y judía. Cuando os abráis al mundo es cuando estaréis en la cima del mundo; entonces podréis comerciar con los pueblos de todo el orbe y llevaréis a cabo, a vuestra vez, nuevos avances en matemáticas, ciencias y filosofía. Por el contrario, si tratáis a todos los no creyentes como si fueran vuestros enemigos, si combatís con odio a quienes no piensan como vosotros, entonces también trataréis a vuestras mujeres como si fueran ganado, y llegará la edad oscura de tu islam.

—También le escribí eso a Omar. Pero… acabas de hacerme comprender algo, Filopon. ¿Es éste el método del «parto de las almas» que practicaba el tal Sócrates y del que tanto me has hablado? Sí, acabo de comprender… Lo que el califa quiere destruir no son los libros sino a mí. Mis sucesivas victorias me han dado gloria y popularidad, de Mascate a Jerusalén pasando por Medina.

Y Omar teme que la utilice para derribarlo. ¡Qué equivocado está acerca de mí! Por muy general que yo sea, no me atrae el poder. Además, aunque lo tuviera no podría ambicionar ser califa. El Profeta nos dio el ejemplo: ese cargo debe corresponder a un hombre de Dios y no a un hombre de guerra. Entre nosotros, los soldados son sólo el brazo armado de un cuerpo cuya cabeza es el califa, y el alma, Dios. Sí, soy sincero. Pero también soy un asno. Para distinguirme ante mis amigos cultos de Medina y La Meca, les he contado todas las bonitas historias que me habéis relatado. ¡Les gustan tanto a mi pueblo! ¡Pero Omar ha debido creer que conspiraba! Soy un estúpido. También ha sido una estupidez haberle hablado de esos libros. Si no le hubiera dicho nada, no se habría preocupado por ello. Al pedirme que los destruya, quiere poner a prueba mi obediencia. Si me niego, hará que acaben conmigo como con un traidor. Si le obedezco, seré culpable de la desaparición de un milenio del pensamiento humano y la deshonra caerá sobre mí, sólo sobre mí. Estoy perdido…

—¡No seas cobarde, general! Nos hablas de virtud, de honor, de fidelidad y, cuando llega el momento de elegir entre tu destino y tu reputación, eliges la fuga. ¿Así piensas gustarme? —le reprochó Hipatia, que se irguió ante ellos, hermosa y terrible.

Con su larga túnica blanca, su abundante melena negra sujeta por una diadema cuajada de perlas, parecía la diosa Atenea. La fulgurante mirada que lanzó a Filopon y a Rhazes les hizo comprender que había llegado el momento de que ellos dos se retiraran. El viejo filósofo y el fogoso médico no podían hacer nada ya para contrarrestar las órdenes del califa. De modo que, encogiéndose por última vez de hombros, ambos salieron lentamente, dignos y rígidos como estatuas.

La segunda mirada que Hipatia dirigió entonces a Amr fue inequívoca.

Las termas de Alejandría

Había transcurrido sólo una semana entre el momento en que Amr ibn al-As recibió la orden de destruir la Biblioteca y la llegada del gobernador, un familiar de Omar. El plazo era demasiado breve para que el general fuese acusado de sedición. El califa, temiendo que un acto de desobediencia del prestigioso jefe del ejército de Egipto provocara una reacción en cadena por parte de las tropas de ocupación acantonadas en Siria y en Palestina, había encontrado otro pretexto para neutralizar por algún tiempo a aquel emir demasiado popular: decretó que, al enviar sus famosas cartas a sus amigos de Medina y La Meca, Amr había cometido una grave indiscreción y revelado secretos de Estado. De este modo, nadie podría objetar nada ante el cese del general, ni siquiera el principal interesado.

De hecho, tal como Omar había previsto, Amr fue puesto en arresto domiciliario en sus aposentos de palacio. Dorada prisión, es cierto, pero en la que lamentó amargamente su imprudencia política. Lo que no lamentó fue haber cedido a las dulces exigencias de Hipatia. Cuando uno de sus soldados fue a anunciarle que el gobernador nombrado por Omar estaba a las puertas de la ciudad seguido por una nutrida tropa, el conquistador de Alejandría les dijo a sus amigos alejandrinos:

—Esta vez todo ha terminado. Podré retener a ese hombre unas pocas horas. Aprovechadlas para avisar a vuestra gente y salvar los libros que deban ser salvados.

—Todos los libros deben serlo —exclamó Hipatia.

—Lamentablemente, sobrina —suspiró Filopon—, no queda ya tiempo. Cuando la casa arde, hay que escoger lo que te llevas.

Filopon y Rhazes se apresuraron a actuar. Pero ¿qué libros salvar? La elección era desgarradora, ya que no podrían llevarse más que una parte de las obras. Amr se había propuesto almacenarlas en sus aposentos, contiguos al museo. Hipatia le había mostrado una puerta secreta que, antaño, permitía a los bibliotecarios deslizarse en sus habitaciones a cualquier hora del día o de la noche. Nadie habría sospechado que el general ocultara allí lo que tenía orden de destruir. Nadie, además, se habría atrevido a registrar su casa, ni siquiera el enviado del califa.

¿Qué decidir? Ante todo había que abandonar los libros de los que existía por lo menos una copia en otra biblioteca imperial, ya fuera de Oriente o de Occidente. Ahora bien, se sabía el contenido de la de Constantinopla, pero el de las demás bibliotecas era muy aleatorio. Roma había sido saqueada tantas veces por los bárbaros que era imposible determinar qué seguía existiendo allí; desde hacía dos siglos, las bibliotecas de la ciudad estaban cerradas como tumbas. Toledo había caído en manos de un rey visigodo que, según decían, era aficionado a las artes y las letras. Pero ¿sería fiable ese rumor? En cuanto al resto, la Galia estaba ocupada por las hordas francas, a Pérgamo se la disputaban Bizancio y Persia, de modo que esos lugares debían ser un montón de ruinas.

Filopon y Rhazes decidieron entonces salvaguardar únicamente lo esencial de las grandes obras anteriores al cristianismo. En efecto, ¿quién sabía si también el patriarca de Bizancio no decidiría destruir las obras impías o paganas? Filopon se encargó pues de ocultar las obras de Platón, Aristóteles y Calímaco, la Biblia de los Setenta, prohibida ahora por Constantinopla, las de Filón y algunos más. Rhazes, por su parte, se encargó de Euclides, Arquímedes, Eratóstenes, Hiparco, Herón y otros más. Estuvieron dudando unos momentos sobre el destino de los trabajos de Tolomeo el Geógrafo y Galeno el Médico. ¿Acaso esos dos no eran tolerados por el dogma cristiano? Pero los salvaron de todos modos, pues ¡la cristiandad era tan cambiante al albur de sus concilios…!

Hipatia, en su juvenil intransigencia, se negó a participar en sus debates y en ese salvamento.

—El crimen es el mismo —declaró— por un libro quemado que por un millón. Salvando sólo algunos, nos hacemos cómplices de los asesinos. —Luego les abandonó sin permitir que intentaran hacerle cambiar de opinión.

—¡Señor, señor, ya están aquí!

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