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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (8 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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Tolomeo frunció el ceño.

—En efecto, vas demasiado lejos, astrónomo. Abandonas el seguro sendero de la geometría para poner en cuestión el reconocido orden del mundo. Te ordeno que te expliques en un proceso público.

El sumo sacerdote se prosternó ante el rey y suplicó:

—¡Por favor, divino monarca! Un proceso público sería la peor de las cosas y provocaría catástrofes inimaginables. Gracias a vuestro padre el gran Soter, las naciones sobre las que reináis se contentan todas ellas con el culto a Serapis. ¿Qué dirán los griegos cuando oigan decir que el Olimpo ya no es más que un montículo y que sólo Apolo reina como dueño del Universo? Me parece oír discutir interminablemente a los judíos sobre su Josué, que detuvo el curso del Sol, y sobre los siete días que su dios tardó en crear el mundo. Por naturaleza son tan proclives a la recriminación como a la conjura. Pero, sobre todo, señor, temed al populacho egipcio. Si los agitadores les hacen creer que el antiguo Ra llamea de nuevo sobre las tumbas de los faraones muertos, estallarán los motines. Pondrán en tela de juicio vuestra esencia divina; vuestro trono temblará; el templo de la diosa, el Serapión, será abandonado. Y todo por culpa de ese demente que habla de la Tierra como de una luciérnaga y del Sol como de una linterna. Demente… o traidor a su dios.

Este ultraje indignó a Aristarco de Samos. Su fortaleza física se había desarrollado durante sus largas marchas por el desierto, sus subidas a lo alto de las pirámides que le servían de observatorio y la práctica cotidiana de la gimnasia. Blandió el bastón de Euclides y se dirigió, amenazador, hacia el sacerdote. Los guardias le contuvieron a duras penas.

El mago de Serapis le lanzó con odio:

—Serás más útil a la ciencia cuando tu miserable esqueleto esté disecado en la mesa del maestro Herófilo.

El rey impuso silencio y decidió que se celebraría el proceso, aunque a puerta cerrada. Preguntó al astrónomo a quién elegía como defensor.

—A Arquímedes de Siracusa —respondió Aristarco—. Él sabrá convenceros.

La elección del genial inventor del tornillo sin fin como abogado fue un gesto muy hábil, pues hacía mucho tiempo que Tolomeo Filadelfo intentaba atraer a Arquímedes a Alejandría. Éste se negaba siempre pese a las más que favorables proposiciones que el Museo le hacía. Cierto que antaño había estado allí, pero sólo para seguir unos cursos y consultar las obras de Euclides, de quien era el evidente sucesor. Luego había regresado a Siracusa, y a partir de entonces no se movió de esta ciudad, limitándose a mantener una asidua correspondencia con sus colegas del Museo. Sus informaciones deslumbraban a los geómetras, matemáticos y astrónomos. Había inventado numerosas figuras nuevas, como los esferoides y los conoides rectos, estudiado provechosamente las leyes de los fluidos, de los cuerpos flotantes, de la palanca y muchas otras cosas que resultaría demasiado largo explicar.

Aunque Tolomeo Filadelfo se sentía, como todos los demás, impresionado por los descubrimientos del sabio siciliano, comenzaba a impacientarse. De modo que le escribió personalmente para suplicarle que si no acudía personalmente a Alejandría al menos le comunicara sus numerosos inventos de ingeniería. Arquímedes sólo accedió a revelarle dos de ellos: el mejor modo de confundir a un orfebre tramposo o a un falsificador sumergiendo los objetos preciosos en cierto líquido, y ese tornillo sin fin que sigue irrigando hoy día, Amr, los campos que has conquistado. Pero no dijo palabra sobre máquinas de guerra.

Con su espíritu lleno de fantasía, Arquímedes esquivaba las indagaciones enviando falsos teoremas a sus colegas alejandrinos o proponiéndoles problemas casi imposibles de resolver, como el de esos «bueyes del Sol» cuya solución estriba en una cifra tan enorme que resulta inaccesible
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. Pues las matemáticas, Amr, son también fuente de risa, de juego y de música. ¿Acaso no se divierte la Luna, algunas noches, ocultando con su maliciosa sonrisa las estrellas a los astrónomos?

Aristarco tenía otra buena razón para tomar como defensor al sabio siciliano. Le sabía muy al tanto de las sutilezas de la política y del arte de complacer a los príncipes.

Nacido en una de las más antiguas familias de Sicilia, Arquímedes era también el primo del señor de la colonia, el tirano ilustrado Hierón, que le había nombrado su ingeniero en jefe. Su isla natal era la más antigua y floreciente de las colonias griegas de poniente. Como Alejandro no la había conquistado, Sicilia no tomó parte en los conflictos de sucesión que siguieron a la muerte del Conquistador. En aquel tiempo, empero, su capital, la fuerte Siracusa, era la presa que ambicionaban dos nuevas potencias rivales al oeste del Mediterráneo, Roma y Cartago. El sabio, apasionadamente enamorado de su país, se consagró en cuerpo y alma a la defensa de su ciudad amenazada por la guerra, dirigiendo los trabajos portuarios, navales y militares. Inventó así esas máquinas de destrucción que, hace un rato, te han hecho brillar los ojos, valeroso general. Absorto en esa tarea, olvidaba sus obras teóricas, con gran desesperación de sus colegas alejandrinos que le suplicaban que se dedicara otra vez a ellas.

Por consiguiente, cuando Aristarco le pidió que fuera a defenderle en su proceso tocante a la astronomía, decidió no complacerle, a pesar de la admiración que sentía por aquel que había sido su profesor muchos años antes. Pero tenía que consultar primero con el tirano Hierón.

—Te ordeno que vayas a Alejandría —le dijo éste—. Desde luego, el proceso no es cosa mía y actuarás en ese campo como te parezca. Pero te confío otra misión, la de embajador. En el conflicto que se avecina, carecemos lamentablemente de aliados. Recuérdale al rey Filadelfo que Alejandría es griega, al igual que Siracusa, mientras que romanos y cartagineses son sólo bárbaros. Para mejor convencerle, recurre a la historia de la ciudad púnica. ¿No es, a fin de cuentas, de origen fenicio? Egipto reina en Tiro, por lo tanto tiene también derecho a reivindicar a sus lejanos hijos de Cartago. Y si estos argumentos diplomáticos no bastan, entrégale algunos planos de tus inventos guerreros. Aunque… con prudencia, ya me entiendes.

—Haré como tú dices, Hierón —respondió Arquímedes—. Y me alegra poder, al mismo tiempo, trabajar por mi patria y defender a mi amigo Aristarco, sin temor a ser retenido por la fuerza en Alejandría, ya que estaré protegido por mi condición de embajador.

—¿De qué acusan a tu amigo astrónomo?

El tirano escuchó con mucha atención las explicaciones de Arquímedes, pero a medida que iba captando de qué se trataba, su rostro iba ensombreciéndose. Por fin, dijo en tono seco:

—Háblame con franqueza. ¿Crees tú en esa monstruosidad? ¿Demuestra Aristarco que la Tierra gira alrededor del Sol?

—No ha hecho más que medir la distancia que los separa y sus tamaños respectivos. Por lo demás, se trata sólo de una hipótesis y no de un teorema, ni siquiera de un postulado, puesto que contradice el sentido común, lo directamente observable. Si fuera preciso confiar sólo en lo que el ojo ve, seguiríamos diciendo lo que Tales pensaba en sus inicios, e imaginaríamos la Tierra como un disco flotante, como un pedazo de madera sobre un océano. Pero la audaz hipótesis de Aristarco abre a los sabios y a los filósofos tantas nuevas rutas hacia perspectivas todavía inimaginables…

—A los sabios y a los filósofos tal vez —replicó el tirano—, pero ¿has pensado en el común de los mortales? ¿Cómo reaccionarán los pueblos cuando sepan que dioses y humanos, poderosos y débiles, monarcas y súbditos, dueños y esclavos son sólo un hormiguero embarcado en un frágil esquife remolcado por el inmenso navío solar en el seno de la inmensidad aún mayor del océano celestial? Sería el final del equilibrio del mundo. E imagino muy bien las calamidades que seguirán, paisajes de desolación, motines, regicidios, ateísmo, destrucción de los templos, falta de respeto por la propiedad y otras consecuencias más funestas aún.

—No más funestas —replicó Arquímedes con amargura— que las armas de muerte que tú me obligas a inventar.

—Lo sé, amigo mío, y créeme si te digo que cuando la paz regrese… Entretanto, no olvides que la suerte de Siracusa depende de tu misión diplomática junto a Filadelfo. Y si percibes un solo instante que la defensa de Aristarco puede perjudicar esta misión, deberás elegir entre tu amigo y tu patria. Me ocuparé de que lo hagas.

La amenaza era clara. Arquímedes embarcó lleno de temor en un temible navío de guerra cuyos planos él había dibujado. Apenas llegado a Alejandría, fue conducido ante el rey. Tras haber leído la larga carta de Hierón, cuyo contenido el sabio ignoraba, Tolomeo dijo simplemente:

—Quédate con nosotros, Arquímedes. Te ofrezco la paz y la serenidad de nuestro Museo para que tu genio se desarrolle tanto como sea posible. Tu lugar no está en medio de las guerras, ni en los laberintos de la política y la diplomacia.

—Pero, rey, ¿acaso me pides que sea desleal? Mi lugar está en mi patria, junto a mi señor y mi pueblo cuando están en peligro.

—Tu señor es la ciencia, tu patria son los miles de libros que contiene la Biblioteca, tu pueblo son los sabios y los eruditos que aquí trabajan. Y el peligro se cierne hoy sobre la cabeza del mejor de todos ellos, Aristarco de Samos.

De hecho, Tolomeo Filadelfo se sentía muy incómodo. Había recibido de su padre Soter el principio absoluto de no intervenir nunca en los debates y las querellas que eran cosa cotidiana en el Museo. Pero, esta vez, el asunto era demasiado grave. La hipótesis de Aristarco había dividido el Museo en dos clanes ferozmente opuestos: los filósofos contra los científicos. Para los primeros, apoyados por los sacerdotes de todas las religiones, admitir o incluso tolerar la idea de que una pequeña Tierra girara en torno al Sol no era sino el anuncio de la muerte de los hombres y los dioses, pero sobre todo la destrucción de la Academia de Platón, del Liceo de Aristóteles, del Pórtico de Zenón y del Jardín de Epicuro. Esas cuatro escuelas estaban en Atenas, pues (y mi tío Filopon no va a contradecirme), a pesar de sus esfuerzos, los dos primeros Tolomeos sólo habían conseguido atraer a Alejandría filósofos de segunda clase, aplicados émulos de los difuntos maestros griegos. Conscientes de esa desventaja, los adversarios de Aristarco suplicaron al mayor pensador de la época que cruzara el mar para que representara el papel de acusador en el proceso. Se trataba de Cleantes de Aso, un anciano que cumpliría muy pronto un siglo, sucesor del ilustre Zenón.

A pesar de su edad muy avanzada, Cleantes representaba la más reciente escuela filosófica ateniense, la del Pórtico, el estoicismo. Y no por azar los enemigos de Aristarco habían recurrido a él. En efecto, contrariamente al pensamiento de Platón y Aristóteles —que preconizaban la libre búsqueda y la permanente puesta en cuestión—, para Zenón y luego para Cleantes, la filosofía era como un huevo cuya cáscara era la lógica; la clara, la moral; y la yema, la física. En resumen, un sistema que no podía tocarse sin destruirlo por completo. Se representaban el Universo del mismo modo: único, acabado, asimismo como un huevo, rodeado de un vacío ilimitado, un huevo viviente cuya yema fuera la Tierra. Esta representación, claro está, era una metáfora. La realidad material del mundo no les interesaba.

En el fondo, tu religión, la de Filopon y la de Rhazes hacen hoy lo mismo. Para los cristianos y los judíos, Jerusalén es el centro del mundo; para vosotros, lo es La Meca. Ahora bien, no hay centro en la superficie de una esfera, al menos según los geómetras. La geografía de los sacerdotes no es la de los agrimensores. En ninguna parte de la Biblia y, sin duda, de tu Corán, se habla de la forma física de la Tierra. ¿Redonda? ¿Plana? ¿Ovoide? ¿Piramidal? ¡Qué importa eso a las religiones! Lo mismo les ocurría a los estoicos. En cambio, cuando Aristarco intentaba demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol y, por lo tanto, que no estaba ya en el centro del Universo, entonces esa representación física chocaba de lleno con la representación simbólica del mundo, donde la divinidad está en todas partes y el hombre en el centro de todas partes.

Cleantes, Tolomeo y los sacerdotes, cualquiera que fuese la religión que profesaran, no podían tolerarlo, porque eso hubiera supuesto aceptar su propio fin, o al menos así lo creían. Durante la entrevista que mantuvo con el rey, Arquímedes intentó demostrarle que física y simbolismo podían cohabitar en paz; citando a Hesíodo, apoyándose en los exegetas de Hornero, explicó que la montaña del Olimpo, tal como se representaba bajo su eterna nube, no era forzosamente el lugar físico donde moraban los dioses.

¡Insigne torpeza la de tratar así a aquel monarca ilustrado, como si fuera un alumno ignorante! Pero nuestro sabio aún cometió otra torpeza: creyó oportuno referirse al difunto Demetrio de Palero. El infeliz Arquímedes, que era un torpe cortesano, había sencillamente olvidado que el fundador del Museo se había opuesto con todas sus fuerzas a la subida al trono de Filadelfo, y que había sido castigado con la muerte.

El rey enrojeció de cólera: que le tomaran por un ignorante, podía pasar; pero que se evocara a su enemigo Demetrio… Arquímedes, lleno de pánico, vio que su misión diplomática iba a fracasar y que su amigo Aristarco sería entregado al verdugo. Pero el rey se calmó por fin y dijo:

—No habrá proceso. El sumo sacerdote y Cleantes están demasiado empecinados en derrotar a Aristarco. Si lo logran éste será condenado a muerte. No podré impedirlo y sobre mí caerá el oprobio de haber asesinado a un hombre de ciencia. El rumor atribuye tantos crímenes a los monarcas… Ve a hablar con ese astrónomo más tozudo que una mula e intenta convencerle de que se retracte. Si lo consigues, la paz volverá al Museo. De lo contrario, lo llevarás discretamente contigo a tu isla. Encargarse de ese viejo extravagante será, para tu señor, el precio de la alianza que me propone.

Y el rey, satisfecho con la jugarreta que le iba a hacer a su colega Hierón, al que despreciaba, despidió a Arquímedes frotándose las manos. El siciliano salió de la audiencia con la cabeza gacha. Se sentía humillado. Aunque como ingeniero jefe de Siracusa había sufrido, en el pasado, mil y un desplantes por parte del tirano Hierón, eso formaba parte de su cargo. Pero esta vez era diferente: Tolomeo Filadelfo, el protector de las artes y las ciencias, le había pedido, nada menos, que traicionara a su país e incitara al sabio más osado que conocía a renegar de toda una vida de trabajo, para complacer la tranquilidad del reino y de sus súbditos.

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