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Authors: Jean-Pierre Luminet

Tags: #Histórico, #Divulgación científica

El incendio de Alejandría (9 page)

BOOK: El incendio de Alejandría
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—Pero, Arquímedes —arguyó Aristarco—, mis cálculos son exactos. ¿Por qué voy a decir que me he equivocado?

Con casi ochenta años, Aristarco, aquel Hércules de la ciencia, nada había perdido de su ardor y su candor. Y Arquímedes, que sólo tenía treinta y tres, se sentía el más viejo y el más prudente de los dos. Empleó toda su energía en explicarle que su retractación sería una pura formalidad que en nada cambiaría el fondo de su tesis, y afirmó que los hombres no estaban aún maduros para aceptar semejante noticia, pero sus razonamientos no hicieron mella en el sabio. Aristarco sólo comprendía una cosa: estaba seguro de su teoría. Cualquier otra contingencia, su propia vida, no contaba ante su descubrimiento.

Sin embargo, el viejo astrónomo aceptó el exilio. Estaba harto, dijo, de esos «sacerdotes rebuznadores», «de esos estoicos mugrientos», y —perdonadme, tío, pero el hombre conservaba su vigor juvenil—, «de esos gramáticos de verga floja». Algo avergonzado por el papel que desempeñaba, pero aliviado y feliz de que su viejo maestro le siguiese a Siracusa, Arquímedes fue a dar cuenta al rey de ese satisfactorio desenlace. A cambio de ello, Tolomeo aseguró al embajador siciliano que nada destruiría su alianza con Siracusa.

Al día siguiente, en la cubierta de la embarcación que iba a llevarle de vuelta a casa, Arquímedes aguardó en vano a Aristarco. Finalmente, un joven esclavo le entregó un paquete: era un largo y pesado bastón en el que se habían grabado, con cifras de oro, unas ecuaciones. El regalo estaba acompañado por un breve mensaje firmado por el astrónomo: «Que el bastón de Euclides te enseñe a mantenerte erguido ante los príncipes y los poderosos».

Nadie supo nunca dónde se había ocultado Aristarco de Samos. Algunos pretenden que se refugió en pleno desierto egipcio, bajo el ardiente sol de la aldea de Siene
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. Su manuscrito de
La hipótesis
nunca fue copiado, pero la Biblioteca conserva como un bien preciado el original, único ejemplar de este libro osado, considerado impío. Tolomeo Filadelfo, Cleantes y Calímaco murieron poco tiempo después. Lo primero que hizo Tolomeo III Evergetes fue llamar a Arquímedes para que ejerciera las funciones de preceptor de su hijo y bibliotecario. Éste se negó, pero recomendó para sustituirlo a Eratóstenes de Cirene, filósofo, poeta, historiador, astrónomo, músico y, sobre todo, inventor de la geografía. La elección era buena.

El nuevo bibliotecario mantuvo durante largos años una asidua correspondencia con el sabio de Siracusa. Cierto día, recibió un compendio titulado
El método
, donde Arquímedes le revelaba el secreto de sus descubrimientos. Acompañaba esta suerte de testamento un viejo bastón con incrustaciones de oro. El bastón de Euclides no podía caer en mejores manos que las de aquel hombre cuyo nombre significaba, literalmente, «la fuerza del amor».

Algún tiempo después, Eratóstenes supo cómo había muerto su amigo siciliano. Desde su regreso a Egipto, el sabio se había distanciado poco a poco de los asuntos políticos. Lleno de remordimientos por haberle fallado a Aristarco, no quiso acceder a las insistentes peticiones del señor de Siracusa que le apremiaba a abandonar las investigaciones puramente intelectuales para dedicarse a temas más materiales y a inventar cosas que tuvieran alguna utilidad. Utilidad bélica, claro está. Pero tanto las amenazas como las súplicas fueron inútiles.

Arquímedes hizo primero construir un planetario, maravilloso mecanismo que reproducía con exactitud los movimientos celestes según la hipótesis de Aristarco. Luego se le metió en la cabeza inventar un gran sistema de numeración que pudiera representar magnitudes tan ingentes que comparada con ellas la miríada fuera sólo un punto. Y él, que solía trazar sus demostraciones en la arena de las playas, eligió el grano de arena como elemento de su última demostración. ¿Cuántos granos hay en un puñado de arena? ¿Y en la playa de Siracusa? ¿Y en todas las playas, y en todos los desiertos del mundo? Nadie imaginaba que se pusiera a dar una medida a semejante desmesura. Sin embargo, en su tratado
El arenario
, su obra maestra, Arquímedes demostró que incluso la arena podía representarse con un número. Se comprometió a contar los granos de arena que llenaran el cosmos. Para obtener la mayor cantidad posible, atribuyó al cosmos las enloquecidas dimensiones que le prestaba la hipótesis de Aristarco. Y, por lo que se refiere al considerable número que obtuvo, demostró que sólo era, a pesar de todo, un punto comparado con números todavía mayores, números que sólo un espíritu singular como el suyo era capaz de concebir.

En el plano político, la embajada de Alejandría había sido un fracaso, pues, a pesar de sus vagas promesas, Filadelfo y luego Evergetes, como dignos émulos de Alejandro, se desinteresaron de todo lo que ocurría en el oeste del Mediterráneo. Solo y atrapado entre Roma y Cartago, Hierón tuvo que elegir. Lamentablemente, eligió Cartago. Durante tres años, Siracusa fue sitiada por los romanos. Y, a pesar de las máquinas de guerra inventadas por Arquímedes, el enemigo consiguió invadir la ciudad.

El decurión Bruto fue el primero que penetró en la población en llamas. Embriagado de sangre y del vino peleón que había bebido para darse valor, el soldado romano recorría las calles de la ciudad blandiendo su espada enrojecida en busca de nuevas víctimas. Pero los sitiados supervivientes se habían refugiado todos en el palacio donde Hierón aguardaba la llegada del general Marcelo para entregarle las llaves de la ciudad, confiando en su clemencia. A través de una poterna de la muralla, Bruto vio a un anciano que, sentado en una pequeña playa, trazaba misteriosos dibujos en la arena. ¡Lamentable presa para un guerrero! Algo serenado por el viento del mar, el soldado se dijo no obstante que aquel griego podía resultar un buen esclavo, tal vez un preceptor para los hijos que pensaba tener, cuando, enriquecido por el botín, regresara a Roma y fundara una familia. Se acercó.

—Levántate y sígueme, buen hombre —dijo en tono arrogante.

Arquímedes ni siquiera levantó la cabeza cuando respondió:

—Un momento, por favor. Creo que por fin lo he encontrado.

Loco de rabia ante la desobediencia del viejo, el decurión clavó su espada en la espalda de Arquímedes. El chorro de sangre que brotó de la herida inundó la arena, borrando las figuras y las cifras en ella inscritas. Tal vez fuesen la respuesta a la hipótesis de Aristarco de Samos.

Donde Amr se ejercita en la ironía

—Ese decurión era un imbécil —exclamó Amr—. Pero no peor que su general. En su lugar, yo habría dado a mis hombres la orden tajante de respetar a un inventor tan valioso como Arquímedes.

—Eso era lo que el general Marcelo había exigido —respondió Hipatia—. Y Bruto pagó su crimen con la vida.

—Ese Marcelo tenía razón. Lo peor, en un ejército, no es matar a un anciano, por muy sabio que sea, sino desobedecer a los jefes.

—No siempre, Amr, no siempre —replicó Filopon—. Pues tú, general, si por desgracia llegaras a destruir esta Biblioteca por orden de tu señor, asesinarías a mil Arquímedes de un solo golpe.

—¡Bah! —replicó el general, algo molesto—, la pérdida de ese sabio no impidió a Roma conquistar el mundo. Al igual que las extravagancias de vuestro Aristarco. ¿Qué valor tienen sus brillantes razonamientos capaces, según él, de medir las distancias de la Luna y el Sol? ¿Quién os asegura que la geometría de Euclides, la que sirve para los triángulos trazados por la mano del hombre sobre el papiro o la arena, sigue valiendo para los triángulos trazados por Dios en el gran espacio lejano, esos triángulos gigantescos que los astrónomos se esfuerzan en vano en construir en el pensamiento?

—Te concedo esa duda, Amr, y no es imposible que un día los sabios pongan en tela de juicio esta evidencia
[7]
—respondió Hipatia bastante sorprendida por la observación del general—. Sin embargo…

—En cuanto a sus impías elucubraciones sobre el Sol inmóvil en el centro del Universo —Amr, irritado, interrumpió a la muchacha—, no impidieron que la palabra divina derramase su luz sobre los hombres. El Universo tiene un solo centro y es Dios. Así lo dijo el Profeta: «Dios elevó los cielos sin columnas visibles, Él sometió el Sol y la Luna. Él imprime el movimiento y el orden a todo; hace ver claramente sus maravillas».

—¿Y por qué va a ser una impiedad el heliocentrismo? —se indignó Hipatia—. ¿Hay en los libros santos algo que diga que la Tierra no gira alrededor del Sol, ni lo contrario, ni alrededor de la Luna o qué sé yo? Deja pues a la ciencia lo que es de la ciencia y a Dios lo que es de Dios.

—¡Mujer! Si el Todopoderoso no ha considerado útil hablarnos de ello por la voz de sus profetas, sus razones tendrá. Y es ofenderle intentar desvelar Sus misterios…

—¡Ah, estaba esperando los famosos misterios! —repuso Hipatia—. Esos misterios en cuyo nombre los obispos hicieron matar a tanta gente cuyo único crimen era querer aportar algo de verdad a la humanidad.

—Hipatia, te ruego que mantengas la calma —intervino Rhazes, no descontento, en el fondo, de esta discusión entre la muchacha y el general—. Por lo demás, las teorías de Aristarco fueron abandonadas después de su muerte. Ya nadie quiso intentar demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol, que esa «linterna» era el centro de todos los movimientos. Pensándolo bien, de ser así —añadió sin que se supiera si bromeaba o no—, ¿cómo Josué, en Jericó, habría podido detener el Sol en su curso? ¡Ah, sí, qué ligero fue Aristarco imaginando semejante cosa! ¿Había pensado, al elaborar su teoría, en los infelices gramáticos y filólogos que tendrían que pasar noches en blanco y poner en peligro su salud buscando nuevos sintagmas que sustituyeran, por ejemplo, «el Sol se levanta, el Sol se pone», por «cada mañana, la Tierra se levanta o se pone»? ¿Y dónde va a ponerse, la pobre? ¡Está tan desorientada!

—¡Por las barbas de Plotino!, qué pesado eres, Rhazes —exclamó Hipatia—, cuando remachas tus sempiternas bromas. ¿Acaso no hay nada sagrado para ti?

—Veamos, Hipatia —ironizó Amr que creía estar ganando puntos—, ¿no me has dicho que las sarcásticas risas de nuestro médico eran una coraza para defenderse de las desgracias del mundo con las que se enfrenta día tras día?

—Pero no se puede desacreditar a Aristarco como lo está haciendo —se exaltó ella—. Esas críticas son injustas y Aristarco no puede ser colocado sin más del lado de los vencidos. Sólo la posteridad le juzgará. Sin Aristarco, Eratóstenes nunca hubiera podido medir la circunferencia terrestre y dividir nuestro planeta en climas; sin él, Tolomeo nunca hubiera podido escribir su
Cosmografía
, una obra que tanto los cristianos como los judíos consideran que no va contra la Biblia. Sin él…

—¿Tolomeo? ¿Uno más? ¿Qué número tenía éste? —preguntó Amr que quería competir con Rhazes en el manejo del ingenio.

—Éste no era un rey de Egipto y se trata de otra historia —medió Filopon—. En cuanto a ti, sobrina mía, te pediría que mantuvieras, en adelante, algo más de calma y mesura. ¿No ves que enojas a nuestro huésped con tus elucubraciones celestes?

—En absoluto, venerable Filopon —protestó Amr—. Hipatia es deliciosa por su espontaneidad, incluso cuando profiere las más abominables blasfemias. Pero decidme, ¿siempre os atacáis mutuamente de ese modo, vosotros los sabios? Parecéis mercaderes en la feria, disputándose un rico cliente. ¿Acaso tenéis algo tan valioso para venderme?

—¿Venderte? —suspiró Filopon—. Nada en absoluto, general, pero queremos ofrecerte el saber, el conocimiento. Cierto es que los sabios se pelean a menudo. Son, tranquilízate, peleas fecundas, pues siempre sale de ellas una brizna de verdad. Cuando llegue mañana, nuestro amigo Rhazes te contará las discusiones en las que se enfrentaron las mentes preclaras de aquel tiempo, verdaderos atletas del saber. Aunque esas disputas podrán parecerte irrisorias, abrieron sin embargo muchos caminos a la belleza y la ciencia, pues permitieron nada menos que medir el perímetro de la Tierra.

Hablando de disputas fecundas, rió sarcástico para sus adentros el viejo gramático al retirarse con sus jóvenes amigos, la que opone al general y al médico me parece ser una de ellas. ¿Qué no hará ahora Amr para complacer a Hipatia? ¿Desobedecer quizás a su señor? ¡Quién sabe! ¡El amor es tan fuerte! Y, a fe mía, de buena gana daría mi sobrina a ese camellero a cambio de la salvaguarda de la Biblioteca.

Los atletas del saber
(
Segundo panfleto de Rhazes
)

Tienes razón, general, uno se pierde con todos esos Tolomeos. Y además, hasta ahora sólo hemos hablado de tres. Les llamaban la dinastía de los Lágidas, pues su antepasado era un tal Lagos, general de Filipo, padre de Alejandro, cuya mujer, según dicen, era muy complaciente. Olvidemos de momento al Tolomeo geógrafo, que apareció muchos siglos más tarde y no era de ningún modo su descendiente. Pronto te hablaremos de él, y el tal Tolomeo se mostrará capaz de apaciguar a tu califa.

Por lo que se refiere a los demás, los reyes de Egipto, los nuevos faraones, hubo trece. ¡Trece Tolomeos! Y como si no fuera ya bastante complicado, no se sucedieron de padre a hijo, sino entre hermanos. Se disputaban el trono, el menor expulsaba al primogénito, el benjamín envenenaba al segundo, el primogénito derribaba al benjamín y le asesinaba para recuperar su puesto. ¡Una verdadera jaula de fieras! Para embrollar más aún la cosa, era habitual, en aquella encantadora familia, casarse con la hermana. La cosa comenzó con Tolomeo II, de ahí su nombre de Filadelfo. Eso tenía la ventaja de resolver el problema de la dote, pero el médico que soy no está muy seguro de que esas uniones engendrasen los retoños más aptos para reinar.

Cuando Tolomeo I Soter casó a su hijo con su hija Arsinoe, esperaba amansar a sus nuevos súbditos egipcios. En efecto, su dios-rey fundador, Osiris, se había casado, según dice la leyenda, con su propia hermana Isis, de quien nació Horus, el dios Sol. «Vil superstición», dirás tú, y estoy de acuerdo. Pero, a fin de cuentas, si lo piensas bien, Amr, y de creer en el Libro que nos es común, ¿de dónde pudieron sacar sus esposas Caín y Abel, los dos hijos del primer hombre y de la primera mujer, salvo del seno de su propia familia? Te veo fruncir el ceño, Amr, ¡estoy bromeando! De todos modos, al humilde pueblo egipcio le importaban un pimiento los dioses y sus ancestros, y preferían hacer sacrificios a las piedras sagradas, al Nilo o a algún arbusto cualquiera, suplicándoles que les libraran de los invasores griegos.

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