La multitud se había apiñado intentando echar una ojeada a las cosas extrañas y maravillosas que Tasslehoff sostenía en sus pequeñas manos. Fozgoz agitó los brazos ante la curiosa muchedumbre, pero fue inútil. Cuando el mago estaba decidido a dar por finalizado el espectáculo, oyó la voz del kender que lo llamaba.
—¡Poderoso Fozgoz! ¡Mira!
Los espectadores se apartaron para que el mago viera a Tasslehoff. Sobre la palma, el kender sostenía el pico y la garra momificada de un cuervo.
—Mira, los encontré. Habían vuelto a mi mochila. ¿Cómo lo has hecho? Quiero decir, sin mover la varita.
Cogido por sorpresa, Fozgoz bajó la vista a su propia mano para comprobar si aún tenía algo en ella. Lo tenía: Un pico y una pata seca. Por desgracia, al menos otros dieciséis miembros del público también lo vieron.
—¡Eh! ¿Qué truco fraudulento es esto? —preguntó uno de los espectadores más corpulentos mientras se adelantaba hacia Fozgoz.
—¿Por quién nos has tomado? ¿Por un puñado de ignorantes? —inquirió otro—. Sabemos reconocer a un mago de pacotilla cuando lo vemos.
—¡Un mago de pacotilla! —Fozgoz se encrespó—. Yo en tu lugar contendría la lengua. Pasaré por alto tus palabras descaradas por esta vez, ¡pero no me provoques! Os lo advierto a todos: incluso un mago de mi sabiduría tiene un limite para su paciencia.
—Si tan buen mago eres, ¿qué haces actuando en una feria?
Para entonces Fozgoz estaba acorralado por tres lados y sus amenazas y advertencias no surtían el menor efecto. Los observadores pidieron a voces, con sarcasmo, alguna demostración de poder real.
—Vamos, Fozgoz, descarga una bola de fuego aquí —se mofó un hombre mientras se señalaba el pecho, para gran alborozo de quienes lo rodeaban.
—Muy bien, os lo advertí —fanfarroneó el mago—. ¡Apartaos de mí o haré algo de lo que os lamentaréis mucho tiempo! Puedo… ¡Oh, maldita sea! ¿Dónde está mi varita?
A escasos metros del asediado mago, pero oculto por la apiñada muchedumbre, Tasslehoff ató el cordón de la mochila y se la colgó al hombro. Las finas arrugas del rostro, naturales en su raza, estaban más marcadas por la decepción sufrida con el pobre espectáculo mágico. Mientras se abría camino entre los espectadores, una breve ráfaga de chispas brotó de su mochila sin que él lo advirtiera.
* * *
—Me estás insultando. ¿Para eso has venido aquí, sólo para ofenderme?
Tasslehoff se disponía a disculparse a quienquiera que fuera la persona a la que había ofendido —si bien no recordaba haber insultado a nadie últimamente—, cuando otra voz lo dejó con la palabra en la boca.
—¿Ofender? ¿Quién, yo? Tú eres quien me ofendes con el precio que pides.
Tasslehoff localizó enseguida la procedencia de la disputa. Un humano, un trotamundos a juzgar por sus ropas prácticas y desgastadas por el uso, sostenía una acalorada discusión con un enano acerca de alguna mercancía. El enano, pasada ya la edad madura, tenía el cabello canoso y espesas cejas, nariz roja y bulbosa, y bajo el bigote exhibía una mueca agresiva que por las apariencias practicaba a menudo.
—¿Mercancía? ¿Llamas a esto mercancía? —decía ahora el humano—. Deberías darme las gracias por haber parado siquiera a echar una ojeada.
Evidentemente, los dos no estaban de acuerdo ni en la calidad ni en el precio de las piezas de joyería que vendía el enano. Tasslehoff observó la escena mientras el congestionado enano sostenía un broche de plata colgado de una fina cadena y lo colocaba al lado de un pequeño brazalete en un expositor de cristal. Se limpió las gruesas manos en la pechera de su túnica azul, como si con ese gesto se sacudiera de encima al grosero cliente.
—Discúlpame, forastero —dijo con tono cortante—, pero la calidad de mi trabajo es excelente. Soy el único enano artesano del metal que ha trabajado para el mismísimo Orador de los Soles. Mis precios son más que justos. Vendo joyería, no pescado. Si lo que quieres es un cambalache, entonces lo que buscas es pescado y para eso tienes que ir al mercado.
Sin añadir una palabra más, el enfadado enano se volvió hacia otro cliente para responder a su pregunta. Pero el insolente humano no estaba dispuesto a que hiciera caso Omiso de él.
—¡Pescado! —resopló—. Ese sí es un negocio honrado. Sí la mercancía no es buena, se huele. Pero con la joyería es diferente. —El hombre se inclinó sobre el expositor y contempló las alhajas siguiendo con el dedo las formas—. Tienes una pieza que podría interesarme si fueras un poco razonable con el precio y llegáramos a un acuerdo…
El enano se giró con brusquedad hacia él.
—¡Te he dicho ya que el brazalete no está a la venta! ¿Es que eres duro de oído? No está a la venta, ni a un precio ni a otro, y menos aún por la cifra que has ofrecido, más propia de un tratante de pescado barato. —Para poner más énfasis a sus palabras, el enano cogió una llave pequeña que llevaba colgada de una cadena al cinturón y cerró el expositor donde se exhibía el brazalete en cuestión—. Y ahora, si ya has terminado de hacerme perder el tiempo…
Tasslehoff dejó de oír el combate verbal al centrar su atención en el brazalete objeto de disputa. Era una pieza de cobre forjada de un modo bastante sencillo, con varias piedras semipreciosas incrustadas y detalles ornamentales suficientes para fascinar a un kender (y a Tasslehoff en particular). Aunque ni siguiera se le pasó por la imaginación, Tas deseaba ver cómo le quedaba puesto en la muñeca.
Unos segundos después se encontraba en el tenderete del enano joyero. Como casi todos los de la feria, la estructura del puesto era rudimentaria, realizada con tablones colocados sobre barriles o caballetes situados en forma de «U», y una cortina en la parte trasera que cerraba el cuarto lado del tenderete.
No estaba más limpio ni más ordenado que la mayoría, aunque, al parecer, la mezcla racial existente en la feria le daba algunos problemas al propietario. Al ser enano, y por tanto no superar el metro veinte de estatura, le resultaba más cómodo tener los mostradores a sesenta o setenta centímetros de altura, pero sus clientes eran humanos en su mayoría. Para que su mercancía tuviera una buena vista, tenía que estar a una altura considerablemente superior, lo que la situaba justo al mismo nivel que la nariz del joyero. Con espíritu equitativo, el forjador había colocado los tablones a unos noventa centímetros del suelo, lo que resultaba incómodo por igual para todos.
Tasslehoff sacaba casi una cabeza al mostrador y habría podido apoyar en él la barbilla con comodidad si hubiera tenido cansada la cabeza y hubiese querido darle reposo, pero, como no era el caso, no lo hizo. Lo que de verdad quería era echar un vistazo más de cerca al brazalete.
Se dijo que la joya estaba allí para ser admirada y que el enano había cerrado el expositor con el único propósito de disuadir al descortés humano. Mientras sacaba un fino alambre del paquete de hule, alargó los brazos por encima del mostrador sin que nadie se fijara en su maniobra e hizo saltar el mecanismo de la cerradura, algo que habría hecho el propio enano si no hubiera estado ocupado en este momento, razonó Tas. Metió la mano por un costado del expositor y sus dedos rozaron el frío metal. Se volvió con rapidez de espaldas al mostrador para examinar la pieza, ya que la luz era mucho mejor en ese lado.
El brazalete de cobre era de una simplicidad exquisita que el kender encontró muy atractiva. Además, le satisfizo comprobar que los adornos eran piedras semipreciosas, como ya había supuesto. Y, más aún, que eran unas piedras muy peculiares, de una clase que nunca había visto. Tenían un tono ámbar pálido y todas poseían una forma ligeramente diferente, pero ninguna superaba el medio centímetro de diámetro. El brazalete era pequeño, demasiado para la gruesa muñeca de un humano o de un enano. Lo deslizó por su mano y quedó encantado de ver lo bien que se ajustaba en su propia muñeca y que era tan ligero como una pluma.
Tasslehoff se volvió hacia el puesto para hacer varias preguntas al propietario, pero, para su sorpresa, vio que el enano se había marchado. La muchedumbre que se había apiñado atraída por la disputa se alejaba ahora que el desagradable humano había sido despedido con cajas destempladas.
—Disculpe, ¿podría decirme?… Perdone, ¿sabe adonde se ha ido…? —Dirigiéndose a unos y a otros mientras el grupo de mirones se dispersaba, Tasslehoff no logró atraer u atención de nadie que hubiera visto hacia adonde había ido el enano. Instantes después se encontraba solo frente al tenderete del joyero.
Tas cogió un broche de plata de uno de los expositores abiertos. Lo giró en la mano y enseguida vio que estaba creado con gran maestría. Otras piezas del expositor tenían el mismo estilo característico, pero el brazalete, aunque en apariencia estaba hecho por las mismas manos, era más sencillo y delicado. Carecía de las características típicas en la joyería enana: filigranas recargadas, gemas grandes, llamativas incrustaciones de minerales distintos, o exóticas aleaciones.
Mientras dejaba el broche y otras piezas en el expositor, Tas tomó una decisión. El brazalete era sin duda demasiado maravilloso para confiar su seguridad a las cerraduras de escasa calidad de los expositores. De hecho, sería una falta de responsabilidad actuar así. Por tanto, Tas lo guardaría a buen recaudo en su muñeca hasta que encontrara el enano y se lo devolviera.
El kender dio la espalda al tenderete y echó a andar en busca del joyero. Suponía que no iba a ser tarea fácil; después de todo, el recinto ferial era grande y el enano podía estar en cualquier parte. Había dado cinco pasos cuando un grito atronador lo hizo detenerse.
—¡Ladrón! ¡Detened a ese pequeño ratero!
Tasslehoff miró en derredor con la esperanza de descubrir al ladrón, y quizás incluso derribarlo con un veloz disparo con la honda de su jupak. Pero no vio a nadie que huyera asustado. Tampoco vio a alguien que fuera un «pequeño ratero», aunque podía ser una forma de hablar en sentido figurado. Lo que sí advirtió Tas es que había un montón de gente que lo miraba a
él
.
Tasslehoff echó una ojeada por encima del hombro justo a tiempo de ver al enano joyero, con el rostro congestionado y echando humo, que corría hacia él. El kender se apartó a un lado con agilidad a fin de que el enano pasara y capturara al ladrón, pero el enano se frenó en seco a su lado y un fuerte brazo se disparó y lo agarró por la garganta en un visto y no visto; una maniobra sorprendentemente ágil viniendo de un enano, pensó Tas.
El enano, que había bajado las manos a los hombros del kender y lo sujetaba con fuerza, empezó a sacudirlo con rudeza hasta el punto que Tas estuvo en un tris de morderse la lengua. El enano echaba chispas y estaba tan rabioso que apenas era capaz de hablar.
—Devuélveme mi mercancía, pequeño… Podría… Tu raza debería haber sido barrida durante el Cataclismo… ¡Guardias! ¡Guardias! Tendría que… ¡Guardias!
—¿Mercancía? —La expresión perpleja de Tas sólo consiguió poner al enfurecido enano al borde de un ataque de apoplejía—. ¿Crees que te he robado algo? —Tas estaba con una mano a la espalda y con la otra se señalaba el pecho como si dijera: «¿Yo? ¿Todo este jaleo es por mí?».
—¡Ooooooh! —gritó el enano, temblándole la barba. Su furia era tan intensa que soltó a Tasslehoff porque apenas podía controlar sus manos temblorosas. Por último pateó con fuerza el suelo y giró sobre sí mismo hasta que se calmó lo suficiente para poder hablar.
—¿Cómo te atreves a negarlo? ¡Guardias! ¡Lo he visto ahí, en su muñeca!
—No creo que haya nada en mi muñeca —respondió Tas, mirándose la izquierda.
—¡Ésa no! —chilló el enano—. ¡La otra muñeca, cabeza de chorlito! ¡La que escondes a tu espalda! —Aferró la mano de Tas e intentó quitarle de un tirón el brazalete mientras repetía—: ¡Está ahí, en tu muñeca! —Siguió tirando en tanto miraba frenético en derredor—. ¿Dónde están esos guardias?
Para entonces, una numerosa multitud se apiñaba otra vez alrededor del tenderete empujándose por ver lo que ocurría. El genio del enano era sobradamente conocido en la ciudad y ninguno quería perderse el jaleo (aunque tampoco nadie se acercó demasiado). Un hombre joven, alto y enjuto, que parecía algo agitado, se abrió paso entre la muchedumbre.
—Bueno, aquí está el guardia —suspiró Tasslehoff—. Espero que aclare las cosas, porque estoy desconcertado.
—Gracias a los dioses que has venido, Tanis —dijo el en alto al recién llegado, pasando por alto el comentario del kender—. Por favor, ve en busca de un guardia, deprisa.
—¿Por qué no me cuentas antes lo que pasa? —sugirió el tal Tanis.
Tasslehoff sacó pecho en un gesto desafiante.
—También a mí me gustaría saberlo —protestó.
—¿Acaso no es evidente? —El enano resopló—. Este tunante sin entrañas me robó el brazalete y se escabullía con él. —El enano levantó el brazo derecho de Tas y retiró el puño de la camisa para dejar a la vista el brazalete de cobre que llevaba en la muñeca—. Ahí lo tienes. Justo en el sitio donde lo había escondido.
—¿Te refieres a esto? —Tasslehoff estaba sinceramente sorprendido—. No lo robé. Te lo guardaba a buen recaudo. Ahora mismo me dirigía en tu busca para devolvértelo. Lo dejaste en el mostrador, donde cualquiera podría haberlo robado. —Tas agitó el índice frente al enano en un gesto reprobatorio—. Deberías tener más cuidado con tus pertenencias, de verdad.
—¡Estaba guardado bajo llave en el expositor! —exclamó el enano mientras propinaba unos bruscos golpes con el dedo en el pecho del kender.
—Una imprudencia y una solemne tontería por tu parte —lo amonestó Tas, sin alterarse ni poco ni mucho—. Daría igual si dejases esos expositores abiertos, ya que las cerraduras que tienen no valen para nada.
La tranquilidad del kender sólo consiguió incrementar la cólera del enano.
—No me tragaré esa representación de inocencia, kender. —Miró a su alrededor en busca de algún apoyo por parte de la multitud—. Quiero que detengan a este ladrón.
Tanis se acercó al enano y le susurró al oído:
—No creo que eso sea necesario, Flint. Estoy seguro de que no tenía intención de perjudicarte. —Se volvió hacia el kender—. Si devuelves el brazalete y cualquier otra cosa que hayas cogido, nos olvidaremos de todo este asunto.
Tasslehoff estaba impresionado por el sentido de equidad del hombre; algo que apenas había visto desde que había llegado a Solace.
—Estaré encantado —aseguró Tas—. Es lo que intentaba hacer desde el principio.