—¿Qué demonios es esto? —se preguntó en voz alta. Dio un golpecito con él en el borde de la mesa y estuvo a punto de dejarlo caer por la sorpresa cuando salió una lluvia de chispas de la punta. La comprensión le iluminó el semblante.
—¡Eh, es la varita de Fozgoz! —chilló—. ¡Observa, Tanis, puedo hacer magia con ella! —El kender se incorporó de un brinco y agitó la varita ante Flint al tiempo que entonaba—: ¡Te ordeno que te conviertas en una cabra sin pelo,
ahora
!
Moviendo alocadamente brazos y piernas, el fornido enano se levantó en un intento de escapar de la descarga siseante y humeante que caía sobre él. Su jarra de cerveza se estrelló contra el suelo y formó un espumoso charco. El banco se tambaleó y faltó poco para que se desplomara antes de que Flint hubiese plantado los pies, embutidos en botas claveteadas, en el entarimado del suelo.
Entretanto, el brazo de Tanis se disparó y sus fuertes dedos se cerraron en torno a la muñeca de Tas. Con la otra mano libre arrebató la varita al kender y la sumergió, todavía chisporroteante, en una de las jarras de cerveza.
—¿Es que estás mal de la cabeza? —bramó Flint, que por fin se había incorporado y estaba con la espalda contra la pared. Miró a los otros clientes—. ¡Todos lo habéis visto, está completamente loco! Esto es culpa tuya, Tanis —señaló con un dedo acusador al semielfo—. No debiste impedirme esta mañana que lo hiciera arrestar. Quizá no sea aún demasiado tarde.
—Caray —musitó Tasslehoff con cortedad mientras soltaba la mano que le sujetaba Tanis—. Sólo era una broma. Es la varita de un viejo mago de pacotilla. No hay magia alguna en ella; únicamente suelta chispas.
—¿Y cómo demonios va a saber eso una persona que esté en su sano juicio? —bramó Flint. Con actitud ofendida volvió a tomar asiento en el banco sin dejar de rezongar sobre el «chalado kender». De manera paulatina, los restantes parroquianos de la posada dejaron de prestarles atención. La camarera se acercó y dejó un plato de peltre con salchichas sobre la mesa, cerca de los diversos objetos valiosos de Tas. Flint cogió un pedazo de las salchichas troceadas y lo masticó con gesto de enfado, sin advertir, al parecer, que todavía quemaba. Tas miró a Tanis buscando un poco de apoyo, pero sólo encontró un gesto severo de reconvención.
—Era una broma —repitió en un susurro. Cogió un trozo de salchicha—. Para empezar, no entiendo como vino a parar a mi mochila la varita. Ese mago farsante debió de meterla de algún modo, sin que me diera cuenta.
Flint y Tanis intercambiaron una mirada de entendimiento.
—¿Y tus mapas? —instó el semielfo.
Tasslehoff se incorporó de un salto y apartó a un lado el plato de salchichas. Sus ágiles dedos se movieron rápidos en el montón de documentos, examinando, clasificando y hojeando a una velocidad relampagueante. Seleccionó uno de los pergaminos y lo desenrolló frente a la nariz de Tanis.
—Aquí está la bahía de Balifor, que se encuentra cerca de Kendermore, mi patria. Pasé por allí al comienzo de mi viaje. —Extendió otro mapa, éste mucho mayor—. Y aquí está Tierra Risueña, también próxima a mi país. Mira, ahí se encuentran las Tierras Vacías, en el norte, y la Costa Sombría, unas comarcas tan aburridas como indican sus nombres; y esta bahía es El Gaznate, y éste, el río del Paso Tortuoso, y entre los dos están los rompientes Tortuosos. Yo mismo hice este mapa.
—Muy bonito, Tasslehoff, pero nos interesa algo más próximo a Solace —apuntó Tanis.
—Por supuesto que sí —se mostró de acuerdo el kender—. Tengo mapas de todos los lugares por los que he pasado y, desde luego, he pasado por aquí. —Continuó manoseando su colección, ojeando cada pieza y abriendo una de vez en cuando para examinarla con más detenimiento—. Aquí tengo… No, éste no os servirá; es de una cueva secreta que hay cerca de Bloten… No, esto es una ruta a través del Nuevo Mar. ¿Qué es esto? La isla de Schallsea… Nos estamos acercando. Vaya, un mapa de Ergoth. ¿Cómo ha venido a parar aquí? Tendría que estar casi al final del montón.
—¡Eh, mirad esto! No es un mapa, ni mucho menos. Es un mechón del cabello de la condesa Darbiana. La conocí en el límite oeste de Silvanesti. Huía de una banda de forajidos… Bueno, para ser exactos, no eran forajidos, sino más bien rebeldes, sólo que no eran lo bastante numerosos como para llevar a cabo una verdadera rebelión, así que robaban a la gente y causaban un montón de problemas. La perseguían porque querían secuestrarla con algún fin político. Al menos, eso es lo que ella me contó.
Tasslehoff se inclinó de nuevo sobre sus mapas y siguió repasándolos. Tras varios minutos, Flint alargó la mano sobre la mesa y cogió el mechón de cabellos.
—¿Y bien? —preguntó. Tas alzó la cabeza con brusquedad.
—¿Y bien, qué? —inquirió a su vez, en tanto manoseaba los mapas.
—Que qué ocurrió con la condesa Darbell, cerebro de mosquito.
—Condesa Darbiana. Los bandidos la cogieron. Yo logré escapar por los pelos. Una patrulla militar me encontró unos cuantos días después y el oficial me dijo que habían rastreado a los bandidos, les habían tendido una emboscada y los habían matado a todos. No encontraron el menor rastro de Darbiana. Supongo que es triste, si se piensa en ello.
Flint estaba boquiabierto.
—Qué historia tan espantosa —logró balbucir al cabo de unos segundos.
Tasslehoff se defendió como sólo un kender sabe hacerlo.
—Jamás dije que fuera una historia agradable. Fuiste tú quien preguntó, ¿recuerdas? —Tas se inclinó hacia adelante, le arrebató el mechón de pelo y lo guardó en un saquillo—. Si no quieres oír historias tristes, no me pidas que te las cuente.
Flint puso los ojos en blanco y se cruzó de brazos. Tanis, que había apoyado los codos sobre la mesa, estaba absorto en el desconcertante surtido de mapas garabateados que tenía extendido ante él. Cogió uno de los dibujados en corteza para examinarlo. No se parecía en nada a un mapa, sino que estaba lleno de extraños arañazos retorcidos.
—¿Qué es esto?
Tasslehoff se acercó y estrechó los ojos al intentar leer las peculiares muescas.
—Es un mensaje de rescate escrito con los signos de la grafía de Zhakar —explicó.
—¿Podemos arriesgarnos a hacer una pregunta? —rezongó Flint.
—No es triste, si es a eso a lo que te refieres. Me hicieron prisionero en la fortaleza de un mago y…
—Tras haber forzado la entrada, sin duda —interrumpió el enano.
—No, no forcé ninguna cerradura. Simplemente entré.
—¿Habías sido invitado a hacerlo?
—No, pero tampoco nadie me dijo lo contrario. Si a ese mago le interesaba tanto estar a solas, debería haber cerrado la puerta con llave. Así que entré para echar un vistazo, ya que no había estado nunca en la fortaleza de un mago, y ese viejo arrugado y sarmentoso como un palo seco se puso furioso e hizo que sus guardias, que eran las cosas más feas que he visto caminando sobre tres patas, me encerraran en una celda.
—Pasé allí varios días, creyendo que al mago se le calmaría el mal humor y me dejaría marchar, sólo que no parecía ser del tipo de los que perdonan. Así que, por fin, garabateé este mensaje en un trozo de corteza imaginando que quizá podría pasárselo a algún lugareño y conseguir que me rescataran.
—Buen razonamiento —dijo Tanis—. Es evidente que funcionó.
—Ningún lugareño pasó por allí para entregárselo —comentó Tas sacudiendo la cabeza—. No tuve otro remedio que recurrir a un ardid para escapar.
—El mago vino un día para examinarme porque necesitaba la grasa derretida de un goblin gordo y le estaba costando trabajo encontrar uno. Sospecho que se estaba planteando si la grasa derretida de un kender le serviría lo mismo.
—Como yo no estaba muy interesado en descubrirlo, lo persuadí de que sabía dónde conseguir el goblin que necesitaba, incluso uno bien rollizo. En consecuencia me dejó marchar con la condición de que volvería con la grasa lo antes posible. Creo que me echó alguna clase de hechizo que le garantizaría mi regreso, pero no funcionó.
—Lo que me recuerda que no debe abrirse esto nunca en una habitación cerrada —añadió, alzando un pequeño frasco azul tapado con un corcho—. Tiene un olor espantoso.
Tanis y Flint intercambiaron otra mirada y el enano pidió otra ronda.
—¡Ah, aquí está! —anunció el kender. Con gesto triunfal extendió un trozo de vitela ajado, raído por los bordes y manchado en el centro—. Me temo que andaba corto de papel para mapas cuando hice éste. Con todo, es perfectamente legible.
Tanis ladeó la cabeza a un lado y a otro y después giró el mapa un poco y luego otro poco más. Por último le dio una vuelta completa, pero su gesto desconcertado no desapareció.
—No quisiera parecer un estúpido, Tasslehoff, pero…, eh…, ¿qué es esto?
—Es Abanasinia —respondió Tas con las manos extendidas, como si quisiera decir «por supuesto». La expresión de Tanis no cambió. El kender agarró el mapa y le dio un giro de setenta grados—. ¿Lo ves? Ahí están las montañas de la Muralla del Este.
Por toda respuesta, Tanis se rascó la cabeza.
—Y la costa —siguió Tas—. El estrecho de Schallsea al norte y el Nuevo Mar en el este.
Por fin Tanis cayó en la cuenta.
—Oh, ya veo. Ésta es la línea de la costa, aquí. Pensé que era parte de la mancha.
—Eso
es parte de la mancha —rectificó el kender, señalando con el dedo—. Y
esto
es la costa.
—Correcto, ahora lo veo —dijo el semielfo.
—Te advertí que no sacaríamos nada en limpio, sólo problemas —rezongó por lo bajo Flint.
Tanis pasó por alto el comentario del enano y acercó su rostro al mapa haciendo de tanto en tanto una pausa para dar un sorbo a su cerveza. Tasslehoff estaba sentado en silencio, esperando alguna palabra de admiración o reconocimiento.
Se estuvo quieto y callado cuanto le fue posible, es decir, unos quince segundos. Cuando la falta de conversación le resultó intolerable, rompió el mutismo preguntando de buenas a primeras:
—¿Tanthalas es un nombre elfo?
—En efecto —respondió Tanis sin alzar la vista del mapa.
—¿Entonces cómo es que tú no eres elfo?
Tanis levantó la vista muy despacio.
—Es una larga historia —fue la escueta respuesta.
Pero Tasslehoff no se daba por vencido tan fácilmente. Se cruzó de brazos con un gesto expectante.
—No tengo prisa.
—Más vale que se lo digas ahora —ordenó Flint—. No te dejará en paz hasta que te lo saque.
Tas se sentó en el borde de la silla en tanto que el semielfo tomaba un trago de cerveza.
—Bueno, hace mucho, mucho tiempo… ¡Oh, qué demonios! —exclamó enfadado por haber empezado a relatar su historia de mestizo como si fuera un cuento infantil. Soltó la jarra en la mesa y después, con las dos manos, se apartó de la cara el cabello, largo y rojizo. Tasslehoff contuvo el aliento al ver las orejas, algo puntiagudas y largas.
—No lo entiendo —dijo—. No son orejas elfas, pero tampoco son humanas. Se parecen a las mías, sólo que el doble de grandes. ¿Qué eres, un kender gigante? —Tas se llevó la mano a la boca para ocultar una risita divertida. Su comentario provocó una carcajada estruendosa de Flint, que se echó hacia adelante y soltó una rociada de cerveza sobre la espalda de Tanis.
—¡Un kender gigante! ¡Te ha descubierto, muchacho! —Enjugándose las lágrimas, Flint tuvo que apartar la vista de su amigo para contener el alborozo. Sus carcajadas acababan de remitir cuando, al volverse otra vez hacia Tanis y verlo con el cabello recogido tras las salientes orejas, prorrumpió en un nuevo estallido de risas.
Bastante irritado, Tanis se echó otra vez el pelo a la cara y se tapó las orejas. Tasslehoff puso todo su empeño en adoptar una expresión preocupada, pero a pesar de sus esfuerzos se advertía un extraño tic en la comisura de los labios.
—Pues no, no soy un «kender gigante» —dijo el semielfo.
Tas emitió un ruido extraño por la nariz, mezcla de resoplido y trompetazo. Tanis, picado, entrecerró los almendrados ojos.
—Mi madre era elfa y mi padre, un guerrero humano. Mi madre ni siquiera supo cómo se llamaba él. Todo cuanto me dejó mi padre fue una sangre mestiza y ninguna raza a la que llamar mía —concluyó con gesto sombrío.
—Con tus orejas, serás bienvenido en Kendermore —dijo Tasslehoff, al tiempo que se palmeaba la rodilla con regocijo.
El exceso de cerveza se hizo sentir tanto en el kender como en Flint, que se doblaron en dos, retorciéndose de risa. Tas empezó a dar patadas a la pata de la mesa, en tanto Flint golpeaba el tablero con el puño. Las jarras brincaban y resbalaban por la superficie, salpicando de espuma a los tres. El semielfo se incorporó.
—¡Que Sargonnas os lleve a los dos!
Se giró bruscamente y se abrió paso entre la parroquia hacia la crepitante chimenea. Allí se quedó, con los ojos prendidos en las ardientes llamas, sintiendo su calor que traspasaba con rapidez las polainas y la túnica. En su estado, embotado por la cerveza, no le importó que el calor se hiciera incómodo, casi achicharrador. Tanis siguió de pie allí, con una mano sobre la repisa de la chimenea y la otra abriéndose y cerrándose crispada a su costado.
En la mesa, el kender observaba al semielfo.
—Caray, está furioso de verdad —comentó—. ¿Tan susceptible es, o qué?
Perplejo ante la extremada percepción del kender y pesaroso de no haber caído antes en la cuenta, Flint recobró el control de sí mismo con rapidez. Tanis siempre se había sentido incómodo por su mestizaje, pero Flint sabía que era el recuerdo de la violación sufrida por su madre lo que en realidad le había molestado.
—Vuelvo enseguida —musitó a Tas. Abochornado, tambaleándose por el exceso de cerveza, el fornido enano se abrió paso a través de la taberna hacia donde el semielfo rumiaba su enfado. Se puso al lado del furioso Tanis y guardó silencio unos instantes, compartiendo con él el calor abrasador de la lumbre. Luego carraspeó y metió las manos en los bolsillos.
—Vuelve a la mesa, muchacho. Nos hemos pasado de la raya y, en fin, el kender lo siente de verdad. Y yo también.
Tanis vaciló; después lanzó una fugaz mirada al enano.
—Tasslehoff no lo sabía, Flint, pero no esperaba algo así de ti.
El enano tosió nervioso, con expresión culpable, y escupió en el fuego.
—Tienes razón. Repito que lo siento de verdad. Todos nos hemos tomado unos tragos de más. Anda, vuelve a la mesa.