Pero antes había otros asuntos que requerían su atención más inmediata. Toda la región de Abanasinia estaba surcada con cadenas montañosas estrechas y de poca altura, así como de valles boscosos. Tres picos dominaban el panorama hacia el oeste: el más alto se encontraba a pocos kilómetros de distancia, y los otros dos, algo más pequeños, se alzaban un poco más allá. Sintió curiosidad por saber si tenían nombres. El más cercano ofrecía una vista magnífica, con las laderas verdes y abruptas que se encumbraban a lo alto adquiriendo de manera gradual un tono blanco, cerca ya de la cumbre. Unas nubéculas se agarraban al pico. Tas pensó que, si no tenía nombre, estaba tentado de ponérselo él.
Desenrolló el mapa y lo extendió sobre su regazo; siguió con el dedo el camino desde Solace.
—Mmmmm… Tiene que ser el Pico del Orador —murmuró en voz alta—. Qué nombre tan raro. ¿Qué significará? Apuesto a que hay una historia interesante tras él. —Tas reparó, no sin cierta desilusión, que las dos cumbres que había detrás del Pico del Orador estaban señaladas con el poco imaginativo nombre de Picos Gemelos.
El mapa era más bien un bosquejo poco detallado que mostraba sólo la línea de la costa, las calzadas principales y otras marcas significativas y de interés para el viajero. La carretera al sur de Solace por la que caminaba Tas tenía el adecuado nombre de Calzada del Sur, detalle que estaba puntualmente indicado en el mapa del kender. Corría paralela a un arroyo que serpenteaba entre los cerros, con el Bosque Oscuro marcando el límite por el noreste.
El Bosque Oscuro, al sudoeste de la posición de Tas, se había ganado ese nombre a causa de los espíritus fantasmales que había en él. Aun sin contar con esta mala reputación, la extensa y montañosa floresta no era una ruta aconsejable, ya que Tas sabía que esta clase de bosques estaban llenos de barrancos tortuosos, maleza espinosa, terrenos pantanosos y cuevas oscuras. El kender estaba convencido también de que el Bosque Oscuro albergaba otras criaturas de la floresta más benignas, como centauros, pegasos y dríades, pero ello no hacía más invitador aquel lugar sombrío y solitario.
Haven, la capital del fanático grupo religioso conocido por los Buscadores, y el valle de Haven marcaban el límite occidental del bosque. En el noroeste estaban los Picos Gemelos y el desfiladero Estrellado, hogar de los pegasos. Y a cuarenta kilómetros de los Picos Gemelos, el río de la Rabia Blanca marcaba tanto la linde meridional del Bosque Oscuro como la frontera septentrional de la nación elfa de Qualinesti.
Tas llegó a la conclusión de que para que este mapa fuera realmente útil, habría que agregarle muchas más marcas: pequeños arroyos, valles, granjas, árboles o rocas que tuvieran formas poco corrientes, y buenos puntos donde levantar campamentos. El kender sacó del estuche una plumilla, un frasco con tinta y una pequeña navaja, con la que afiló la punta de la pluma. Utilizó la mochila de cuero como soporte para el mapa y dibujó una agrupación de cerezos silvestres; su distintiva floración, blanca y rosa, era demasiado llamativa para pasarla por alto.
Tras varios minutos de llevar a cabo este trabajo minucioso, Tasslehoff alargó la mano hacia la bolsa que llevaba colgada al costado izquierdo. Entre otras cosas, contenía una cantimplora con agua fresca que había llenado a primera hora de la mañana. Hacer mapas le daba siempre sed. Una sensación extraña, procedente de su muñeca, frenó su gesto a mitad de camino; el brazalete de cobre irradiaba un calor molesto. Supuso que se debía al sol, que se reflejaba en el metal. En el momento en que iba a quitar la joya, el mundo empezó a girar, y Tas tuvo la sensación de que iba a precipitarse hacia el cielo. Las patatas picantes y los huevos escalfados se le subieron a la garganta. Quería aplastarse contra el peñasco, pero no sabía a ciencia cierta en qué dirección estaba. En medio de aquel estado de total desorientación, algo surgió como un fogonazo en su mente. Durante un segundo, se vio a sí mismo metiendo la mano en la bolsa y después tuvo la sensación de una dolorosa picadura; vio que retiraba la mano con brusquedad y que una hinchazón roja se marcaba en la yema del dedo corazón.
De la misma manera súbita con que habían surgido, el vértigo y la visión desaparecieron. Tasslehoff parpadeó y miró en derredor. Su bolsa estaba colgada de su costado, cerrada, y no tenía herida alguna en el dedo. Se lo frotó y lo dobló varias veces, para estar seguro. Esto sí que era un buen misterio. Desbordado por la curiosidad, el kender vació de golpe el contenido de la bolsa sobre el peñasco a sus pies. Bajo la cantimplora, un rollo de cuerda y dos trozos de carne seca, asomaban las patas peludas de una araña venenosa.
—¡Guau! —exclamó Tas—. Si hubiese metido la mano, me habría picado. Lo que tuve fue una permo…, premonición. ¡Vi lo que iba a suceder! He oído decir que hay personas que tienen ese don, pero no sabía que yo fuese una de ellas. —Se encogió de hombros y se dio unos golpecitos en el esternón—. Me pregunto si no me habrán sentado mal las tres raciones de patatas picantes. Es la primera vez que como tantas en una sola sentada.
Valiéndose del extremo superior de la plumilla, Tasslehoff apartó de un golpe a la araña y la observó mientras el animal se escabullía bajo la protección de otra roca. Mientras guardaba otra vez en la bolsa los objetos esparcidos sobre el peñasco, no pudo por menos que admirar el bello brazalete que lucía en la muñeca.
—Tengo que devolvérselo a Flint. Se pone muy caliente cuando le da el sol y además es probable que el cobre me manche de verde la piel.
Sin más preámbulos, Tasslehoff concluyó las anotaciones en el mapa (añadiendo «Roca de la Araña» a un lado de la calzada); tapó el frasco de tinta, echó un buen trago de la cantimplora y, tras guardar el resto de sus pertenencias, se encaminó de nuevo hacia el sur, alejándose con alegre despreocupación de Solace y de Flint Fireforge.
* * *
Mientras caminaba, Tas reparó en que la calzada viraba hacia el sombrío bosque a fin de eludir unas colinas que se alzaban al frente. Esta circunstancia no lo inquietó ni poco ni mucho (es de sobra conocido que los kenders son ajenos al miedo), pero sí se le ocurrió que, si acechaba algún peligro en el camino, éste era el lugar más propicio. Por si acaso, se apretó el cinturón y las correas del petate, y cogió del suelo una piedra lisa, del tamaño de la palma de su mano. Era un buen tirador con la honda de su jupak. Una piedra como ésta arrancaría esquirlas de una roca, o rompería un brazo o una pierna. Mientras sopesaba el improvisado proyectil, se sintió realmente apenado por quienquiera o lo que quiera que tuviese intención de atacarlo.
Esta idea se desvaneció al punto de su mente cuando Tas advirtió que, otra vez, el brazalete de Flint se había puesto muy caliente.
—Si continúas molestándome voy a guardarte en la bolsa, donde sin duda se me olvidará que existes —reprendió, como si amenazara a la joya—. ¡A ver cómo vuelves entonces con tu dueño!
Antes de que tuviera tiempo de quitarse el fastidioso brazalete, Tas trastabilló dos pasos hacia la derecha y tuvo que apoyarse en su jupak para recobrar el equilibrio. El mundo giraba a su alrededor y su estómago parecía querer volverse del revés. Entonces oyó el repicar de unas campanillas e hizo un esfuerzo para aclararse la vista; atisbo una carreta que asomaba por un recodo del camino. Era el estilo de carruaje que utilizan los caldereros y los vendedores ambulantes, de dos ruedas y cerrado con un armazón de tablones pintados de colores chillones y la cubierta de lona. Tas parpadeó y se frotó los ojos en un intento de aclarar su borrosa visión. Cuando abrió los párpados, vio el carro volcado sobre un costado, una rueda girando a tontas y a locas, y el caballo y el conductor asesinados cruelmente. El perplejo kender cerró otra vez los ojos y sacudió la cabeza. Cuando volvió a mirar la calzada, ésta estaba desierta.
Entonces el corazón le dio un vuelco al escuchar el tintineo de campanillas. Observó sin salir de su asombro que un carro, muy parecido al que había vislumbrado hacía un instante, giraba por el recodo del camino. Avanzaba dando tumbos por el suelo embarrado e irregular, tirado por un peludo rocín gris. Un humano, flaco y menudo, iba al pescante murmurando algo para sí mismo con expresión abstraída.
Tasslehoff tenía la certeza de que iba a ocurrir algo horrible.
—¡Cuidado! ¡Hay peligro! —chilló, al tiempo que agitaba la vara jupak sobre su cabeza.
Mientras hablaba, ocurrieron varias cosas a la vez. El caballo, espantado por el grito, reculó y empujó al carro fuera de la reblandecida calzada hasta un ancho surco por el que corría agua a raudales. El carruaje se tambaleó de manera precaria y después se quedó inmovilizado y atascado en el barro. Tasslehoff oyó un golpe sordo al que siguió un crujido. Al levantar la cabeza, vio un inmenso tronco, casi tan grande como un hombre, atado al extremo de una cuerda, que pasaba entre las ramas como un péndulo. Pasó zumbando por la calzada, justo por el punto donde el carro se habría encontrado si el caballo no hubiese reculado al asustarse.
Unos alaridos guturales hendieron el aire, al tiempo que varias criaturas, horribles y corpulentas, irrumpían desde sus escondrijos en la floresta y se lanzaban a la carga sobre el carro. ¡Goblins! Tas se había enzarzado con estos brutos salvajes en suficientes ocasiones a lo largo de sus viajes como para reconocerlos de inmediato. Malolientes, mugrientos, sádicos, vestidos con pieles sin curar y blandiendo garrotes o hachas robadas, se dedicaban a tender emboscadas a caminantes y a asaltar granjas aisladas.
Agitando los largos y velludos brazos y chapoteando en los charcos mientras corrían, se aproximaron veloces hacia el carruaje, indefenso al estar atascado en el barro. El caballo relinchó y coceó, con tan buena fortuna que alcanzó al goblin que iba a la cabeza. La criatura se desplomó de bruces en el lodo, sujetándose las costillas rotas.
Tas encajó la piedra en la honda de su jupak. Sólo se tomó un segundo para apuntar y después disparó contra la criatura más próxima. La piedra la alcanzó de lleno en la espalda con un golpe audible que le arrancó un grito de dolor. El furioso goblin se dio media vuelta y sus ojos rojos se fijaron en Tasslehoff. Esbozando una mueca que dejó al descubierto unos dientes amarillentos, aulló algo ininteligible al otro goblin. Creyendo que tenían ante ellos una presa fácil, ambos se lanzaron sobre el kender.
Tas cogió otra piedra del suelo, con gesto tranquilo. Ésta era pequeña y de bordes irregulares, justo como la quería. Cargó la honda y, en esta ocasión, se tomó más tiempo para apuntar con cuidado. Un segundo después de haber impulsado su jupak hacia adelante, la cabeza del segundo goblin se echó hacia atrás con brusquedad. La bestia giro parcialmente y luego se desplomó en el suelo, muerta. Tas resistió la tentación de lanzar un grito de alborozo, sabedor de que todavía tenía ante sí un gran peligro.
El primer goblin, que no había advertido la suerte corrida por su compañero, se abalanzó contra el kender, a quien suponía desarmado. Tas plantó los pies con firmeza y sostuvo la vara frente a sí, con las dos manos. El goblin lanzó un rugido brutal, levantó el garrote y cargó.
En el último instante, con un movimiento tan veloz que apenas resultó visible, Tas giró la jupak hacia un lado de manera que el extremo metálico y puntiagudo estuviera de cara al goblin, y arremetió con todas sus fuerzas. Sintió la vibración del astil de madera cuando su arma atravesó la gruesa piel del goblin y se hundió en los órganos vitales. Un olor, caliente y apestoso como carne podrida, alcanzó a Tas al exhalar el goblin su último aliento. El kender se apartó de un salto cuando el pesado cuerpo se tambaleó junto a él y cayó al suelo. Tas se echó a reír, divertido por la mirada final de incredulidad reflejada en los ojos rencorosos de la criatura.
Los gritos de un hombre, mezclados con los relinchos de un caballo, atrajeron de inmediato la atención del kender. Uno de los goblins restantes intentaba agarrar al rocín por las bridas en tanto que otro luchaba, o más bien jugaba, con el humano, que se defendía blandiendo un martillo con escasa habilidad.
Tas se agachó, asió una daga delgada y recta que llevaba sujeta a una pierna y se lanzó hacia la refriega. Sin frenar la carrera, arremetió contra el primer goblin. Mientras pasaba a su lado, la daga centelleó y abrió un tajo en la nudosa carne de la criatura, un palmo por encima de la corva. El monstruo lanzó un aullido de dolor y sorpresa y a continuación se desplomó cuando los tendones seccionados cedieron. Arrastrando la pierna inutilizada y aullando de un modo horrible, se dirigió renqueante hacia el bosque y se perdió en la maleza.
La última bestia, que jugaba con el humano, se distrajo con el alboroto. Lo que vio lo hizo quedarse boquiabierto. Tres de sus compañeros yacían muertos en el fango, el cuarto estaba gravemente herido y se daba a la fuga, y un kender, armado con una daga ensangrentada, lo miraba sonriendo satisfecho.
Tas se encogió sobre sí mismo cuando el martillo del hombre se estrelló contra la parte posterior del cráneo del goblin. Los ojos de la criatura se pusieron en blanco y el cuerpo se derrumbó desmadejado en la embarrada calzada. El humano, presa de una crisis de nervios y echando espuma por la boca, golpeó una y otra vez con el martillo la forma inerte hasta que la cabeza no fue más que una masa irreconocible de huesos machacados, sangre y lodo.
—Creo que ya está muerto —dijo Tas.
Contemplando horrorizado lo que había hecho, el hombre dejó caer el martillo y se recostó contra un árbol, jadeando y temblando durante varios minutos.
—Gracias por tu ayuda, forastero —fue capaz de articular por último—. Sabía que era demasiado pronto para ponerse en camino, lo sabía. ¿Hice caso de mi instinto? No. Hice caso a Hepsiba. «Necesitamos dinero. ¡Ya es primavera! Ponte en marcha, estúpido perezoso». Eso fue lo que me dijo. Y yo me marché, sobre todo para no escuchar sus quejas, he de admitirlo. Ahora, aquí estoy, en medio de ningún sitio, luchando por mi vida, y con el carro hundido hasta el eje en barro. ¡Este viaje está sin duda maldecido por los dioses! —Alzó la vista al cielo y gruñó.
—¿Por qué te quejas? —se sorprendió Tas—. Estás vivo y ellos no —indicó con un gesto la carnicería que había a su espalda—. En mi opinión, has tenido un día estupendo, aparte de lo ocurrido con el carruaje.
Tas salvó de un salto las rodadas y se acercó al costado del carro. Se recogió las polainas, se agachó y echó un vistazo por debajo del vehículo.