Berlín, 1955, en plena guerra fría. Leonard Marnham, un joven técnico en comunicaciones —inglés, virgen y escasamente mundano—, es enviado a trabajar en un proyecto conjunto de los servicios de inteligencia británicos y americanos, la «Operación Oro». Tras una breve exploración de los kafkianos vericuetos de la vida berlinesa, Leonard descubre la naturaleza del proyecto: la instalación de una central telefónica destinada a intervenir las comunicaciones entre el ejército soviético de ocupación y Moscú, en el fondo de un túnel que penetra en el Berlín ruso y que están cavando en secreto y a marchas forzadas. Pero Berlín será mucho más que un laberinto de espias para el inocente británico: Leonard conocerá a Maria, una alemana divorciada y algo mayor que él, y los trabajos del túnel se alternarán con los del amor. Maria y Berlín serán la iniciación del joven a casi todas las «cosas de la vida.
La central interceptora de mensajes ya está en funcionamiento; la historia de amor de los jóvenes se hace más intensa y profunda, y deciden celebrar su compromiso matrimonial, tal como se hacía en tiempos más tranquilos. Y será precisamente entonces cuando lan McEwan, con mano maestra, hará germinar las simientes de corrupción y de traición que sembró como al descuido en medio de la aparente felicidad, y los amantes se verán arrastrados por un horror que los trasciende.
Pero las «vueltas de tuerca» de McEwan no acaban aquí, y el lector descubrirá que esta extraordinaria e imprevisible incursión literaria en una de las épocas más candentes de nuestra historia no acaba con un signo decididamente negativo, sino que su final se abre ambiguamente al porvenir, tal como ambiguamente se abriera la historia tras la caída del muro de Berlín.
«McEwan ha creado su propio estilo y su propia visión... Nadie puede permitirse no leer a este autor.» (John Fowles)
«Esta notable puesta al día de la novela de espías nos recuerda a El agente secreto, de Conrad, y la historia de amor "enfriada" tras un asesinato sugiere cierta relación con la Teresa Raquin, de Zola. Hay que decir, sin embargo, que el genio de McEwan, comparable al de sus ilustres antecesores, tiene su propio y sorprendente toque de humor británico.» (John Carey)
«Su maestro en esta novela parece haber sido Hitchcock, con quien comparte la dulzura amenazante, el don de la sorpresa y la tranquilidad macabra que le permite detallar lo horrible como una anodina receta de cocina... Una ironía y una habilidad supremas que sitúan decididamente a McEwan en primerísima fila de los autores anglosajones de su generación.» (M. Bradeau, Le Monde)
«Es el experimento, diabólicamente logrado, de contar, dentro de los confines de una spy story que te tiene en vilo hasta la última línea, la lucha entre el Sentimiento y la Historia, la independencia y la inmunidad compartida de la intimidad sexual y el horror externo que destroza el siempre frágil estado de gracia que pueden conseguir el hombre y la mujer. Una novela generosa en suspense, personajes y escritura, y justamente esperado como el acontecimiento literario inglés del año.» (Michele Neri, Tuttolibri)
«La resonancia de este libro se prolonga mucho tiempo después de que terminemos su lectura, y esto es, sin duda, lo que define a una excelente novela.» (Anthony Burgess)
Ian McEwan
El inocente
ePUB v1.0
Zorindart14.06.12
Título original:
The innocent
Ian McEwan, 1990.
Traducción: Maribel de Juan
Portada: Julio Vivas
Editor original: Zorindart (v1.0)
ePub base v2.0
A Penny
Mis trabajos en la construcción de la torre del homenaje del castillo se hicieron también más duros, innecesariamente duros (innecesariamente en el sentido de que la madriguera no obtenía ningún beneficio real de aquellos esfuerzos), por el hecho de que justo en el lugar donde, según los cálculos, debería estar la torre del homenaje el terreno era muy suelto y arenoso, y fue preciso, literalmente, prensarlo y apelmazarlo hasta darle consistencia firme a fin de que sirviera de pared para la cámara bellamente abovedada. Mas para tales tareas la única herramienta que poseo es mi frente. Así que tuve que correr con la frente contra el suelo miles y miles de veces, durante días y noches enteros, y me alegré cuando salió sangre, porque era una prueba de que las paredes empezaban a endurecerse; y de ese modo, como todos reconocieron, pagué espléndidamente mi torre del homenaje.
FRANZ KAFKA
La madriguera
1Después de cenar vimos una película divertida: Bob Hope en
La princesa y el pirata
. Luego nos sentamos en el gran salón y escuchamos
El Mikado
, que sonaba con excesiva lentitud en el gramófono. El primer ministro dijo que aquello era como volver a «la era victoriana, ochenta años que en la historia de nuestra isla estarán a la misma altura que la época antonina». Ahora, sin embargo, «las sombras de la victoria» se cernían sobre nosotros... Después de esta guerra, continuó el primer ministro, seríamos débiles, no tendríamos riqueza ni poder y nos encontraríamos entre las dos grandes potencias de los Estados Unidos y la Unión Soviética. (Cena con Churchill en Chequers, diez días después del final de la Conferencia de Yalta.)JOHN COLVILLE
Los aledaños del poder: Diarios de DowningStreet
1939-1955
Fue el teniente Lofting quien dominó la reunión.
–Escuche, Marnham. Acaba de llegar, así que no hay razón para que conozca la situación. Aquí el problema no son los alemanes ni los rusos. Ni siquiera los franceses. Son los norteamericanos. No saben nada de nada. Y lo peor es que no quieren aprender, no quieren que se les expliquen las cosas. Es su manera de ser, sencillamente.
Leonard Marnham, un empleado de correos, no había hablado nunca con un norteamericano, pero los había estudiado a fondo en el cine Odeon de su barrio. Sonrió sin separar los labios y asintió con la cabeza. Metió la mano en el bolsillo interior del abrigo para coger su pitillera plateada. Lofting levantó la palma de la mano, estilo saludo indio, para cortar el ofrecimiento. Leonard cruzó las piernas, sacó un cigarrillo y golpeó varias veces la punta contra la pitillera.
Lofting extendió el brazo todo lo que pudo por encima de la mesa de despacho y le ofreció un encendedor. Reanudó su discurso mientras el joven civil bajaba la cabeza hacia la llama.
–Como puede imaginarse, hay cierto número de proyectos comunes, recursos mancomunados, conocimientos técnicos, cosas así. Pero ¿cree que los norteamericanos tienen la menor idea de lo que es el trabajo en equipo? Acordamos una cosa y luego ellos actúan por su cuenta. Actúan a espaldas de nosotros, retienen información, nos hablan con aires de superioridad, como si fuéramos idiotas. –El teniente Lofting enderezó el papel secante, que era el único objeto que había sobre su mesa metálica—. ¿Sabe?, antes o después el gobierno de Su Majestad se verá obligado a ponerse firme. —Leonard iba a hablar, pero Lofting le hizo callar con un gesto de la mano—. Déjeme ponerle un ejemplo. Soy el enlace británico para las pruebas de natación intersectoriales del mes que viene. Bueno, pues nadie puede discutir el hecho de que nosotros tenemos la mejor piscina, aquí, en el estadio. Es el lugar más adecuado para la competición. Los norteamericanos lo aceptaron hace semanas. Pero ¿dónde cree que se va a disputar por fin? Lejísimos, en el sur, en su sector, en una charca grasienta. ¿Y sabe por qué?
Lofting siguió hablando durante diez minutos más.
Cuando parecía que ya habían sido expuestas todas las traiciones relacionadas con las pruebas de natación, Leonard dijo:
—El comandante Sheldrake tenía cierto equipo para mí y unas instrucciones selladas. ¿Sabe algo de eso?
—A eso iba —contestó el teniente ásperamente.
Hizo una pausa y pareció reunir fuerzas. Cuando habló apenas podía reprimir su irritación.
—Verá, la única razón de que me enviaran aquí era la de esperarle a usted. Cuando llegó el nuevo destino del comandante Sheldrake, estaba previsto que yo recibiera todo de sus manos y se lo pasara a usted. Pero sucedió que, sin que yo tuviera nada que ver en ello, hubo un desfase de cuarenta y ocho horas entre la partida del comandante y mi llegada.
Se detuvo de nuevo. Daba la impresión de que había preparado aquella explicación con cuidado.
—Parece que los yanquis armaron un jaleo tremendo, a pesar de que el envío estaba en una habitación cerrada con llave y protegida y su sobre lacrado estaba en la caja fuerte del despacho del comandante en jefe. Insistieron en que alguien tenía que ser directamente responsable del material en todo momento. El general de brigada hizo llamadas telefónicas al despacho del comandante en jefe por orden del Estado Mayor.
Nadie pudo hacer nada. Vinieron en un camión y se lo llevaron todo, el sobre, el equipo, todo. Luego llegué yo. Mis nuevas instrucciones eran esperarle, cosa que llevo haciendo cinco días, asegurarme de que es quien dice ser, explicarle la situación y darle esta dirección de contacto.
Lofting sacó de su bolsillo un sobre de papel manila y se lo tendió por encima de la mesa. Al mismo tiempo Leonard le alargó sus credenciales. Lofting titubeó. Le quedaba una mala noticia que darle.
–Hay algo más. Ahora que su material, sea lo que sea, ha sido transferido a los yanquis, usted tiene que serlo también.
Ha sido cedido. Por el momento, los norteamericanos se harán responsables de usted. Son ellos quienes le darán instrucciones.
—Está bien –dijo Leonard.
—Yo diría que ha tenido muy mala suerte.
Cumplido su deber, Lofting se levantó y le estrechó la mano.
El chófer militar que había conducido a Leonard desde el aeropuerto de Tempelhof aquella misma tarde le esperaba en el aparcamiento del Estadio Olímpico. La vivienda de Leonard estaba a pocos minutos en coche. El cabo abrió el maletero del diminuto automóvil caqui, pero al parecer no consideraba que fuese obligación suya sacar las maletas.
El número 26 de Platanenallee era un edificio moderno con ascensor. El apartamento estaba en el tercer piso y tenía dos dormitorios, un cuarto de estar grande, una cocinacomedor y un cuarto de baño. Leonard vivía aún con sus padres en Tottenham y viajaba diariamente a su trabajo en Dollis Hill. Fue despacio de una habitación a otra encendiendo las luces. Encontró varias cosas a las que no estaba acostumbrado. Una radio grande con teclas de color crema y un teléfono colocado en un nido de mesitas de café. Junto al teléfono había un plano de Berlín. El mobiliario era típico del ejército: un tresillo con un estampado floral borroso, un puf con borlas de cuero, una lámpara de pie que no estaba totalmente perpendicular y, contra la pared del fondo del cuarto de estar, un escritorio de gruesas patas curvas. Le encantó poder elegir su dormitorio y deshizo el equipaje con cuidado. Un piso sólo para él. No había imaginado que le resultara tan agradable. Colgó sus tres trajes grises, el nuevo, el menos usado y el de diario, en un armario empotrado cuya puerta se deslizaba nada más tocarla. Sobre el escritorio puso la pitillera plateada, con los cantos de teca y sus iniciales grabadas, regalo de despedida de sus padres. A su lado colocó su pesado encendedor de mesa, que tenía forma de urna neoclásica. ¿Tendría alguna vez invitados?