Russell se encogió de hombros.
—¿La mano de Dios?
—Y una mierda. Te diré por qué. Entonces todos estábamos juntos todo el día haciendo las mismas cosas. Vivíamos en manadas. Por eso no había necesidad del lenguaje. Si venía un leopardo, no tenía sentido decir: «Eh, tú, ¿qué viene por el sendero?» «¡Un leopardo!» Todos podían verlo, todos estaban ya dando saltos y chillando para tratar de ahuyentarlo. Pero ¿qué ocurre cuando alguien se va solo para tener un momento de intimidad? Cuando ve venir un leopardo, sabe algo que los otros no saben. Tiene algo que ellos no tienen, tiene un secreto, y éste es el comienzo de su individualidad, de su conciencia. Si quiere compartir su secreto y correr por el sendero para advertir a los otros, entonces va a tener que inventar el lenguaje. De ahí nace la posibilidad de la cultura. También puede quedarse quieto y confiar en que el leopardo se coma al jefe que tanto le está incordiando. Un plan secreto, eso supone más individuación, más conciencia.
La orquesta estaba empezando a tocar un tema rápido y ruidoso. Glass tuvo que gritar su conclusión.
—El secreto nos hizo posibles.
Y Russell alzó su cerveza para brindar por aquella teoría.
Un camarero interpretó mal el gesto y se acercó a su lado, así que pidieron una nueva ronda y mientras la sirena caminaba con un resplandor trémulo hasta la orquesta y resonaban los bravos, oyeron un fuerte ruido en su mesa cuando un bote salió disparado por el tubo y quedó sujeto en el gancho de latón. Lo miraron asombrados y nadie se movió.
Luego Glass lo cogió y desenroscó la tapa. Sacó un pedazo de papel doblado y lo extendió sobre la mesa.
—¡Vaya! —gritó—. ¡Leonard, es para ti!
Durante un momento de confusión pensó que podría ser de su madre. Esperaba carta de Inglaterra. Era tarde, se dijo, y no le había dicho a nadie dónde iba a estar.
Los tres se inclinaron sobre la nota. Sus cabezas tapaban la luz. Russell leyó en voz alta.
—
An den fungen Mann mit der Blume im Haar
. Al joven con la flor en el pelo.
Mein Schöner
, le he estado observando desde mi mesa. Me gustaría que viniera y me sacara a bailar. Pero si no puede hacerlo, me sentiría muy feliz si se volviese y me sonriese. Disculpe la molestia, suya, mesa número ochenta y nueve.
Los norteamericanos se pusieron de pie para localizar la mesa, mientras Leonard permanecía sentado con el papel.
Leyó de nuevo las palabras alemanas. El mensaje no era realmente una sorpresa. Ahora que estaba ante él, no tenía más remedio que asumirlo, que aceptar lo inevitable. Siempre tuvo claro que las cosas empezarían así. Si era sincero consigo mismo, debía reconocer que lo había sabido, de un modo intuitivo, toda su vida.
Le obligaron a levantarse. Le hicieron volverse y mirar al otro lado del salón de baile.
—Mira, está allí.
Por encima de las cabezas, a través del denso humo de los cigarrillos iluminado desde atrás por los focos del escenario, distinguió a una mujer que estaba sentada sola. Glass y Russell hicieron grandes aspavientos acerca de su aspecto, le sacudieron el polvo de la chaqueta, le enderezaron la corbata, le colocaron mejor la flor detrás de la oreja. Luego le empujaron para que se fuera, como a una barca desde un muelle.
—¡Adelante! —le dijeron—. ¡Animo, muchacho!
Iba despacio hacia ella, que le miraba acercarse. Tenía un codo puesto sobre la mesa y apoyaba la barbilla en la mano. La sirena estaba cantando «No te sientes debajo del manzano con nadie más que conmigo, con nadie más que conmigo». Pensó, acertadamente según supo después, que su vida estaba a punto de cambiar. Cuando se hallaba a tres metros, ella le sonrió. Llegó justo cuando la orquesta acababa la canción. Se quedó de pie, balanceándose ligeramente, con la mano en el respaldo de una silla, esperando a que se apagaran los aplausos, y cuando así ocurrió Maria Eckdorf preguntó, en un inglés perfecto y con un tono muy dulce:
—¿Vamos a bailar?
Leonard se tocó ligeramente el estómago con las puntas de los dedos, en un gesto de disculpa. Tres líquidos totalmente diferentes estaban mezclados allí.
—Es que…, ¿le importaría que me sentara?
Y así lo hizo, e inmediatamente enlazaron sus manos y pasaron muchos minutos antes de que Leonard pudiera pronunciar otra palabra.
Se llamaba Maria Louise Eckdorf, tenía treinta años y vivía en la Adalbertstrasse, en Kreuzberg, a veinte minutos en coche desde el piso de Leonard. Trabajaba como mecanógrafa y traductora en un pequeño taller de reparación de vehículos del ejército británico en Spandau. Tenía un ex marido llamado Otto que aparecía de repente dos o tres veces al año para exigir dinero y a veces darle unas bofetadas. Su piso tenía dos habitaciones y una diminuta cocina separada por una cortina, y se llegaba a él subiendo cinco tramos de una lóbrega escalera de madera. En cada rellano se oían voces a través de las puertas. No había instalación de agua caliente y en invierno tenía que dejar el grifo de la fría goteando para impedir que se helaran las cañerías. Aprendió el inglés con su madre, que había sido profesora de alemán en un colegio suizo para chicas inglesas antes y después de la Primera Guerra Mundial. La familia de Maria se trasladó de Düsseldorf a Berlín en 1937, cuando ella tenía doce años. Su padre había sido representante de una empresa que hacía cajas de cambio para vehículos pesados. Ahora sus padres vivían en Pankow, en el sector ruso. Su padre era revisor en los ferrocarriles y últimamente también su madre trabajaba, empaquetando bombillas en una fábrica. Aún estaban molestos con su hija por haberse casado a los veinte años en contra de sus deseos, y no encontraban ninguna satisfacción en el hecho de que se hubieran cumplido sus malos presagios.
Era poco corriente que una mujer sin hijos viviese sola en un piso de un dormitorio. Las viviendas escaseaban en Berlín. Los vecinos de su rellano y del inmediatamente inferior guardaban las distancias, pero los de los pisos más bajos, los que sabían menos de ella, eran al menos corteses. Tenía buenas amigas entre las mujeres más jóvenes del taller. Cuando conoció a Leonard estaba con su amiga Jenny Schneider, que se pasó toda la noche bailando con un sargento del ejército francés. Maria pertenecía a un club de ciclismo cuyo tesorero, de cincuenta años, estaba enamorado de ella sin esperanzas. El pasado abril le habían robado la bicicleta en el sótano de su casa. Su ambición era perfeccionar su inglés y llegar algún día a ser intérprete en el servicio diplomático.
Algunos de estos datos los obtuvo Leonard después de que consiguió reaccionar y movió su silla para excluir a Glass y Russell de su campo visual; luego pidió un Pimms con limonada para Maria y otra cerveza para él. El resto los fue acumulando lentamente y cori dificultad a lo largo de muchas semanas.
A la mañana siguiente de la visita al Resi llegó a las puertas de Altglienicke a las ocho y media, con media hora de adelanto, después de recorrer a pie el último kilómetro y medio desde el pueblo de Rudow. Estaba mareado, cansado, sediento y todavía un poco borracho. En su mesilla de noche había encontrado un pedazo de cartón arrancado de un paquete de cigarrillos. Maria había escrito su dirección en él y ahora Leonard lo llevaba en el bolsillo. En el metro lo había sacado varias veces. Ella le había pedido una pluma al sargento francés amigo de Jenny y había apuntado sus señas usando la espalda de Jenny como apoyo, mientras Glass y Russell esperaban en el coche. Leonard tenía en la mano su pase para la estación de radar. El centinela lo cogió y le miró fijamente a la cara. Cuando llegó al que ya consideraba su cuarto encontró la puerta abierta; tres hombres estaban dentro recogiendo sus herramientas. Por su aspecto cansado, debían de haber trabajado toda la noche. Las cajas de Ampex estaban apiladas en el centro. Atornilladas a todas las paredes había estanterías, lo bastante profundas para contener un aparato desembalado. Una escalerita de biblioteca permitía el acceso a los estantes más altos. En el techo habían practicado un agujero circular para un conducto de ventilación y acababan de taparlo con una rejilla metálica. Desde algún lugar por encima del techo llegaba el sonido de un extractor. Cuando Leonard se hizo a un lado para dejar pasar a uno de los obreros con su escalera, vio encima de la mesa de caballete una docena de cajas de enchufes y nuevos instrumentos. Estaba examinándolos cuando llegó Glass con un cuchillo de monte en una funda de lona verde. Su barba brillaba bajo la luz eléctrica. Fue al grano sin darle siquiera los buenos días.
—Abrelas con esto. Haz diez seguidas, ponlas en los estantes y luego llévate las cajas de cartón a la parte de atrás y quémalas hasta que queden convertidas en cenizas. Por ningún motivo pases por delante con ellas. Te estarán vigilando. No dejes que el viento se lleve nada. Por increíble que parezca, algún genio ha marcado números de serie en las cajas. Cuando salgas de este cuarto, ciérralo con llave. Esta es tu llave, tu responsabilidad. Firma aquí que la has recibido.
Uno de los obreros volvió y empezó a registrar el cuarto. Leonard firmó y dijo:
—Fue una noche estupenda. Gracias.
Deseaba que Bob Glass le preguntara por Maria, que reconociera su triunfo. Pero el norteamericano le había vuelto la espalda y estaba mirando los estantes.
—En cuanto estén colocados habrá que cubrirlos con guardapolvos. Haré que te traigan algunos.
El obrero estaba a gatas buscando algo por el suelo. Con la punta de su zapato de gruesa suela, Glass señaló un sacaclavos.
—Verdaderamente, era un sitio fantástico —insistió Leonard—. La verdad es que me siento un poco mareado esta mañana.
El hombre recogió la herramienta y se fue. Glass cerró la puerta de una patada. Por la inclinación de su barba, Leonard supo que le esperaba una bronca.
—Escúchame. Tú crees que esto no tiene importancia, abrir cajas y quemar el embalaje. Crees que es algo que debería hacer el conserje. Pues estás equivocado. Todo, absolutamente todo en este proyecto es importante, cada detalle. ¿Hay alguna buena razón para que dejes que un obrero se entere de que tú y yo estuvimos por ahí de copas juntos anoche? Piénsalo bien, Leonard. ¿Qué podría estar haciendo un oficial de enlace con un ayudante técnico de la Administración de Correos británica? Este obrero es un soldado. Podría estar en un bar con un amiguete y comentarlo del modo más inocente, por curiosidad. Sentado en el taburete de al lado hay un chico alemán listo que ha aprendido a tener los oídos abiertos. Hay cientos de ellos por toda la ciudad. Inmediatamente se va al Café Prag o a donde sea con algo que vender. Puede valer cincuenta marcos, el doble si tiene suerte. Estamos excavando debajo de sus pies, estamos en su sector. Si lo descubre, tirarán a matar. Estarían en su perfecto derecho.
Glass se le acercó más. Leonard se sentía incómodo, y no sólo a causa de la proximidad del otro hombre. Glass le azoraba. Aquella actuación le pareció exagerada, y Leonard sentía la desazón de ser su único espectador. Una vez más, estaba inseguro respecto a la cara que debía poner. Notó el olor del café instantáneo en el aliento de Glass.
—Quiero que cambies totalmente tu actitud mental respecto a este asunto. Antes de hacer cualquier cosa, piensa en las posibles consecuencias. Esto es una guerra, Leonard, y tú eres un soldado.
Cuando Glass se marchó, Leonard esperó, luego abrió la puerta y miró a ambos lados del pasillo antes de salir corriendo hacia la fuente. El agua estaba fría y sabía a metal. Bebió durante varios minutos seguidos. Guando volvió al cuarto Glass le estaba esperando. Meneó la cabeza y levantó la llave que Leonard había dejado sobre la mesa. La apretó contra la mano del inglés, le cerró los dedos en torno a ella y se fue sin decir palabra.
Leonard se sonrojó a través de su resaca. Para calmarse, sacó la dirección del bolsillo. Se apoyó contra las cajas y la leyó despacio. Erstes Hinterhaus, Jünfter Stock rechts, Adalbertstrasse 84. Pasó la mano por la superficie de una caja. El pálido manila era casi del color de la piel. Su corazón era como un trinquete, con cada latido se enroscaba más apretadamente y con más fuerza. ¿Cómo iba a abrir todas aquellas cajas en su estado? Apretó la mejilla contra el cartón. Maria. Necesitaba descanso, ¿cómo, si no, podría aclarar su mente? Pero la posibilidad de que Glass volviese otra vez inesperadamente era igual de insoportable. El absurdo, la vergüenza, las implicaciones relacionadas con la seguridad, no podía pensar qué sería peor.
Con un gemido, se guardó el pedazo de papel. Cogió una caja de lo alto de la pila y la puso en el suelo. Sacó el cuchillo de monte de su funda y lo clavó en ella. El cartón cedió fácilmente, como carne, y notó y oyó que la punta del cuchillo rompía algo quebradizo. Se estremeció de pánico. Cortó la tapa, sacó puñados de virutas y hojas de papel ondulado. Cuando hubo cortado la estopilla que envolvía el magnetofón vio un largo arañazo diagonal que cruzaba la parte que iría cubierta por las bobinas. Uno de los botones de mando se había partido en dos. Cortó el resto del cartón con dificultad. Levantó el aparato, le puso un enchufe y lo colocó, subiéndose a la escalerilla, en el estante más alto. El botón roto se lo guardó en el bolsillo. Llenaría un impreso para pedir uno nuevo.
Deteniéndose sólo para quitarse la chaqueta, Leonard se dedicó a abrir la siguiente caja. Una hora después había tres aparatos más colocados en el estante. La cinta adhesiva era fácil de cortar, y también las tapas. Pero las esquinas estaban fuertemente reforzadas con varias capas de cartón y grapas que se resistían al cuchillo. Decidió trabajar sin descanso hasta que hubiera desembalado los primeros diez aparatos. A la hora de comer ya los tenía en sus estantes. Junto a la puerta había una pila de metro y medio de alto de cartones estirados y a su lado un montón de virutas que llegaba hasta el interruptor.
La cantina estaba desierta salvo por una mesa ocupada por sargentos negros que no le prestaron la menor atención. Pidió otra vez filete con patatas fritas y limonada. Los sargentos hablaban en murmullos y con risas contenidas. Leonard se esforzó por oír lo que decían. Distinguió la palabra «pozo» varias veces y pensó que estaban siendo indiscretos al hablar de su trabajo. Había terminado de comer cuando entró Glass, se sentó a su mesa y le preguntó qué tal iba el trabajo. Leonard le describió sus progresos.
—Va a llevar más tiempo del que tú pensabas —concluyó.