El inocente (11 page)

Read El inocente Online

Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

BOOK: El inocente
12.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

–Y entonces –dijo el norteamericano cuando las risas se apagaron–, nuestro hombre se metió de lleno en vuestro tinglado.

– Exacto –dijo el inglés–, el famoso Nelson, Nelson…

Y fue este nombre, que Leonard volvería a oír, el que hizo tomar plena conciencia al grupo de su transgresión. Cambiaron de conversación y hablaron de deportes.

En otra ocasión un grupo diferente de cavadores, tanto verticales como horizontales, estaban comparando notas. El propósito de casi todas las historias que Leonard oyó era entretener. Los norteamericanos contaron que habían tenido que abrirse camino a paletadas a través de las filtraciones de su propia fosa séptica. Como siempre, hubo grandes risas y una voz inglesa dijo con acompañamiento de más risas:

– Cavar tu propia mierda, eso resume más o menos en qué consiste este trabajo.

Luego uno de los sargentos norteamericanos contó que a dieciséis de ellos, todos seleccionados para aquel trabajo, les habían hecho cavar un túnel de prueba en Nuevo México antes de ir a Berlín.

—El mismo tipo de terreno, ésa era la idea. Querían calcular cuál era la profundidad óptima y comprobar si se producía algún tipo de depresión en la superficie. Así que cavamos…

—Y cavamos, y cavamos… —corearon sus amigos.

—A los quince metros habían encontrado la mejor profundidad y no hubo ninguna depresión. Pero ¿creéis que nos dejaron parar? ¿Queréis un ejemplo más claro de lo que es la inutilidad? Es un túnel en el desierto, que va de ninguna parte a ninguna parte y tiene ciento treinta y cinco metros de longitud. ¡Ciento treinta y cinco metros!

Un tema que los comensales trataban con frecuencia era cuánto tiempo tardarían los rusos o los alemanes orientales en irrumpir en la cámara de conexiones, y qué pasaría cuando lo hicieran. ¿Tendrían tiempo de escapar los operadores? ¿Dispararían los Vopos? ¿Habría tiempo de cerrar las puertas de acero? Hubo un plan para instalar bombas incendiarias a fin de destruir el material secreto, pero se consideró que el riesgo de incendio era demasiado grande. En una cuestión todo el mundo estaba de acuerdo, y Glass lo corroboró. La CIA había hecho un estudio. Si alguna vez los rusos llegaban a entrar, tendrían que callárselo. La vergüenza de que sus principales líneas militares estuviesen intervenidas sería demasiado grande.

—Hay silencios y silencios —le dijo Glass a Leonard—. Pero no hay nada como el gran silencio ruso.

Había otra historia que Leonard oyó varias veces. Su forma sólo cambiaba ligeramente en las distintas versiones y daba mejor resultado con los recién llegados, la gente que todavía no conocía a George. Así que a mediados de febrero se contaba con frecuencia en la cantina. Leonard la oyó por primera vez cuando estaba esperando en la cola. Bill Harvey, el jefe de la base de la CIA en Berlín, un personaje remoto y poderoso al que Leonard ni siquiera había entrevisto nunca, visitaba el túnel de vez en cuando para comprobar la marcha de la obra. Como Harvey era bien conocido en Berlín, iba siempre por la noche. En una ocasión, sentado en el asiento trasero de su coche, oyó que su conductor y el soldado que iba a su lado se quejaban de su vida social.

—No consigo nada, y no será por falta de ganas —decía uno.

—Yo tampoco —decía su amigo—. Pero George se pasa todas las tardes jodiendo junto a la cerca.

—¡Qué potra la de George!

En teoría, a los hombres del almacén se les mantenía en relativo aislamiento. Cualquiera sabía lo que podrían contarle a una
Fraülein
en un momento de debilidad. El grado de la ira de Harvey aquella noche dependía del narrador. En algunas versiones simplemente pedía hablar con el oficial de guardia, en otras entraba violentamente en el edificio, en un ataque de furia inducido por el alcohol, y el oficial de guardia se echaba a temblar.

—¡Encuentre a ese cretino de George y échele de aquí!

Se hicieron indagaciones. George resultó ser un perro, un chucho adoptado como mascota del almacén. Según versiones más adornadas, Harvey había respondido, en un tono tranquilo con el que pretendía salvar la cara:

—No importa quién sea. Está haciendo desgraciados a mis hombres. Desháganse de él.

Al cabo de cuatro semanas la gran tarea de Leonard estaba terminada. Los últimos cuatro magnetofones en los que instaló la activación de señal fueron metidos en dos cajas especialmente construidas con cerraduras de presión y tirantes de lona para mayor seguridad. Estos aparatos se usarían con fines de control en el extremo del túnel. Las cajas fueron cargadas en el carrito y bajadas al sótano. Leonard cerró su cuarto con llave y echó a andar por el pasillo hasta la sala de grabación. Estaba iluminada con lámparas fluorescentes y era grande, pero no lo bastante para albergar cómodamente a casi ciento cincuenta aparatos y a los hombres que trabajaban con ellos. Los magnetofones estaban apilados de tres en tres sobre estanterías de metal y dispuestos en cinco hileras. A lo largo de los pasillos había hombres a gatas instalando cables de energía eléctrica y diversos circuitos, y saltando por encima de ellos o sorteándolos iban y venían otros hombres cargados con cintas magnetofónicas, bandejas de entrada y de salida, letreros numerados y papel adhesivo. Dos obreros estaban taladrando la pared con martillos neumáticos para fijar en ella una hilera de casilleros de seis metros de largo. Alguien estaba ya pegando tarjetas con números cifrados debajo de cada compartimiento. Junto a la puerta había una pila de la altura de una persona de artículos de papelería y cintas magnetofónicas de repuesto en sencillas cajas blancas. Al otro lado de la puerta, justo en el rincón, había un agujero en el suelo por el que los cables bajaban al sótano; luego descendían por el pozo y seguían a lo largo del túnel hasta el lugar donde estaban a punto de instalar los amplificadores.

Leonard pasó casi un año en el almacén antes de llegar a entender el sistema operativo de la sala de grabación. Los cavadores verticales iban abriéndose paso lentamente hacia arriba hasta una zanja al otro lado de la Schónefelder Chaussee en la que estaban enterrados tres cables. Cada uno contenía ciento setenta y dos circuitos que llevaban por lo menos dieciocho canales. El incesante murmullo de la red del mando soviético consistía en conversaciones telefónicas y mensajes telegráficos cifrados. En la sala de grabación sólo dos o tres circuitos estaban monitorizados. Los movimientos de los Vopos y de los equipos de reparación de teléfonos de Alemania Oriental eran asuntos de inmediato interés. Si estuvieran a punto de descubrir el túnel, si la Bestia, como Glass llamaba a veces a los del otro lado, estuviera lista para irrumpir y amenazar las vidas de los nuestros, los primeros avisos vendrían por aquellas líneas. Por lo demás, las conversaciones telefónicas grabadas se enviaban a Londres por vía aérea, y los mensajes telegráficos iban a Washington en aviones militares con guardias armados para ser descifrados. Docenas de traductores, muchos de ellos emigrados rusos, se afanaban en pequeños despachos en Whitehall y en los barracones provisionales que salpicaban el camino entre el monumento a Washington y el monumento a Lincoln.

De pie junto a la entrada de la sala de grabaciones el día en que terminó su trabajo, lo único que preocupaba a Leonard era encontrar una nueva ocupación. Formó equipo con un alemán mayor que él, uno de los hombres de Gehlen, el mismo al que había visto el primer día conduciendo la carretilla elevadora. Los alemanes ya no eran ex nazis, eran los compatriotas de Maria. Así que él y Fritz, que había sido electricista y cuyo verdadero nombre era Rudi, pelaron alambres e hicieron conexiones en cajas de empalmes, pusieron fundas protectoras a los cables de energía eléctrica y los sujetaron al suelo para que nadie tropezara con ellos. Tras un intercambio inicial de nombres de pila, trabajaron en amistoso silencio, pasándose las herramientas y emitiendo gruñidos de estímulo cada vez que terminaban una tarea. Leonard interpretó como una señal de su nueva madurez el hecho de que pudiera trabajar tranquilamente con el hombre a quien Glass había descrito como un verdadero monstruo. Los dedos de Rudi, grandes y con las puntas achatadas, eran veloces y precisos. Por la tarde encendieron las luces y trajeron café. Mientras el inglés se sentaba en el suelo con la espalda contra la pared, fumando un cigarrillo, Rudi siguió trabajando y no quiso tomar nada.

Más tarde la gente empezó a marcharse. A las seis Leonard y Rudi tenían la sala para ellos solos y trabajaron más deprisa para terminar el último conjunto de conexiones. Al fin Leonard se puso de pie y se estiró. Ahora podía permitirse pensar otra vez en Kreuzberg y en Maria. Podía estar allí en menos de una hora. Estaba cogiendo su chaqueta del respaldo de una silla cuando oyó que le llamaban desde la puerta. Un hombre demasiado delgado para su chaqueta cruzada venía hacia él con la mano extendida. Rudi, que iba camino de la puerta, se apartó y le dio las buenas noches a Leonard por encima del hombro del desconocido. Leonard se puso la chaqueta y contestó a las buenas noches al mismo tiempo que le daba la mano al hombre.

Durante ese pequeño barullo, Leonard hizo la automática y casi inconsciente valoración de la actitud, la apariencia y la voz por medio de la cual un inglés descifra la clase social de otra persona.

–John MacNamee. Alguien se nos ha puesto enfermo, y necesitaré otro par de manos en el extremo del túnel la semana que viene. Glass no tiene inconveniente. Dispongo de media hora si quiere que le enseñe el lugar.

MacNamee tenía dientes de conejo, pero muy pocos, pequeñas estacas muy separadas y bastante oscuras. De ahí el ligero ceceo de una pronunciación de la que el acento de los barrios bajos londinenses no había desaparecido por completo. El tono era casi amistoso. No esperaba una negativa. MacNamee estaba ya saliendo de la sala de grabación contando con que él le seguiría, pero llevaba su autoridad con naturalidad. Leonard supuso que sería un científico de categoría al servicio del gobierno. Un par de ellos habían sido profesores suyos en Birmingham, y en el laboratorio de investigación de la Administración General de Correos en Dollis Hill también había uno o dos. La suya era una generación especial de hombres capaces y nada presuntuosos llevados a puestos destacados en la administración durante los años cuarenta debido a las necesidades de la guerra científica moderna. Leonard respetaba a los que había conocido. No le hacían sentirse torpe y falto de las palabras adecuadas como ocurría con los alumnos de los colegios distinguidos, los que no le hablaban en la cantina, los que estaban decididos a escalar las jerarquías del mando a fuerza de un discreto conocimiento del latín y el griego antiguo.

Una vez en el sótano tuvieron que pararse y esperar junto al pozo. Alguien que iba delante de ellos no lograba encontrar su pase para enseñárselo al guardia. Cerca de donde estaban, la tierra amontonada hasta el techo exhalaba su hedor frío. MacNamee pateaba en el hormigón embarrado y se apretaba las manos blancas y huesudas. Al pasar, Leonard había cogido de su cuarto un capote que le había dado Glass, pero MacNamee llevaba sólo un traje gris.

–Hará suficiente calor allá abajo cuando pongamos en marcha esos amplificadores. Incluso podría ser un problema –dijo–. ¿Le gusta el trabajo?

–Es un proyecto muy interesante.

–Usted ha adaptado todos los magnetofones. Debe de haber resultado aburrido.

Leonard sabía que no era conveniente quejarse a un superior, aun cuando éste diera pie a ello. MacNamee enseñó su pase y firmó por su acompañante.

—No fue tan terrible, a decir verdad.

Siguió al hombre mayor por la escalerilla para bajar a la galería. Junto a la boca del túnel MacNamee apoyó el pie en uno de los raíles y se agachó para atarse el cordón del zapato. Su voz sonaba sofocada y Leonard tuvo que inclinarse para oírle.

—¿Cuál es su acreditación, Marnham?

El guardia les estaba mirando desde lo alto del pozo. ¿Sería posible que creyese, como los centinelas de la entrada, que estaba guardando un almacén, o incluso una estación de radar?

Leonard esperó hasta que MacNamee se irguió y entraron en el túnel. Las luces fluorescentes apenas dispersaban la negrura. La acústica era mala. A Leonard su voz le sonó apagada.

—Nivel tres.

MacNamee iba delante con las manos bien metidas en los bolsillos del pantalón para calentárselas.

—Bueno, supongo que tendremos que subirle al cuatro. Me ocuparé de eso mañana.

Iban descendiendo por un declive poco pronunciado mientras caminaban entre los raíles. Había charcos en el suelo, y en las paredes, donde las planchas de acero se unían por medio de pernos para formar un tubo continuo, brillaba la humedad. Se oía el constante zumbido de una bomba de extracción. A ambos lados del túnel había sacos terreros apilados hasta la altura del hombro para sostener cables y tuberías. Algunos de los sacos se habían reventado y su contenido se derramaba. La tierra y el agua presionaban por todas partes, pugnando por recuperar sus antiguos dominios.

Llegaron a un lugar donde había apretados rollos de alambre de espino apilados junto a un montón de sacos terreros.

MacNamee esperó a que Leonard llegara a su lado.

—Ahora estamos entrando en el sector ruso. Cuando nos encuentren, cosa que sucederá inevitablemente el día menos pensado, tendremos que extender el alambre al retirarnos. Para hacerles respetar la frontera.

Sonrió a causa de su pequeña ironía, lo cual mostró sus lamentables dientes. Estaban torcidos en todos los ángulos, como viejas lápidas. Vio la mirada de Leonard. Se tocó la boca con el índice y dijo, para sorpresa del joven:

–Son dientes de leche. Los otros nunca me llegaron a salir. Creo que tal vez nunca quise crecer.

Continuaron por terreno llano. Unos cien metros más adelante un grupo de hombres salió por una puerta de acero y fue hacia ellos. Parecían sostener una animada conversación, pero a medida que se acercaban no se les oía hablar. Iban en fila india y entraban y salían de ella. Cuando estaban a unos nueve metros, Leonard oyó los sonidos sibilantes de sus susurros, que cesaron cuando los dos grupos se cruzaron casi rozándose y se saludaron con cautelosas inclinaciones de cabeza.

–La norma general es no hacer el menor ruido, sobre todo una vez se ha cruzado la frontera. –MacNamee habló con voz que era poco más que un susurro–. Como sabe, las frecuencias bajas, las voces de los hombres, penetran muy fácilmente.

Other books

The Number 7 by Jessica Lidh
Virgin (A Real Man, 2) by Jenika Snow
The Third Bullet by Stephen Hunter
A Whisper of Rosemary by Colleen Gleason
Someone Like You by Vanessa Devereaux
Mira Corpora by Jeff Jackson
South by South Bronx by Abraham Rodriguez, Jr.
Keep You by Lauren Gilley