El inocente (13 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

BOOK: El inocente
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Así que Leonard tuvo que aprender a moverse con sigilo cuando realizaba sus excavaciones particulares. La climatología obligaba a prestar atención al detalle. Le gustaba apretar la mejilla contra el vientre de Maria, duro gracias a la práctica del ciclismo, o meter la punta de la lengua en su ombligo, tan intrincadamente tortuoso como un oído interno. Allí abajo, en la semioscuridad —las ropas de la cama no podían recogerse bajo el colchón y siempre se filtraba luz por los lados—, en aquel espacio cerrado e íntimo, aprendió a amar los olores: el del sudor, como de hierba recién segada, y el de la secreción que desprendía Maria al excitarse, que constaba de dos elementos, áspero y a la vez suave, picante y dulce, fruta y queso, los mismísimos sabores del deseo. Aquella variedad de sensaciones era una especie de delirio. Había diminutas callosidades a lo largo de los dedos meñiques de sus pies. Oyó el roce del cartílago en la articulación de sus rodillas. Al final de su espalda tenía un lunar, del cual salían dos pelos largos. Hasta mediados de marzo, cuando la habitación estaba más templada, no vio que eran plateados. Sus pezones se ponían erectos cuando Leonard respiraba sobre ellos. En los lóbulos de sus orejas había marcas dejadas por la pinza de los pendientes.Cuando pasaba los dedos por su cabello infantil veía que en la coronilla las raíces se dividían en un remolino de tres brazos, y su cuero cabelludo parecía demasiado blanco, demasiado vulnerable.

María consentía aquellas
Erkundungen
, aquellas excavaciones. Permanecía tumbada, perdida en ensoñaciones, generalmente silenciosa, a veces expresando con palabras algún pensamiento suelto y observando cómo ascendía su aliento hacia el techo.

—El comandante Ashdown es un hombre raro… eso me gusta, pon tus dedos entre los de mis pies, sí, así… En su oficina toma una taza de leche caliente y un huevo duro, siempre a las cuatro. Quiere el pan cortado en rebanadas, una, dos, tres, cuatro, cinco, así, ¿y sabes cómo las llama, este militar?

La voz de Leonard sonó ahogada.

—Soldados.

—Eso es. ¡Soldados! ¿Es así como ganasteis la guerra? ¿Con estos soldados?

Leonard sacó la cabeza para respirar y ella le rodeó el cuello con los brazos.


Mein Dummerchen
, mi pequeño inocente, ¿qué has aprendido ahí abajo hoy?

—Escuché tu vientre. Parece que es la hora de cenar.

Ella le atrajo hacia sí y le besó en la cara. Maria manifestaba libremente sus demandas y consentía la curiosidad de Leonard, que encontraba encantadora. A veces las preguntas que él le hacía eran bromas, formas de seducción.

—Dime por qué te gusta a medio camino —murmuró.

—Pero si me gusta profundo, muy profundo —aseguró ella.

—Te gusta a medio camino, justo aquí. Dime por qué.

Leonard tendía por naturaleza a una existencia ordenada e higiénica. Durante cuatro días después del inicio de la primera relación amorosa de su vida no se cambió de ropa interior ni de calcetines, no se puso una camisa limpia y apenas se lavó. Habían pasado la primera noche en la cama de Maria hablando y adormilándose. Hacia las cinco de la mañana tomaron queso, pan negro y café mientras un vecino justo al otro lado de la pared se aclaraba la garganta con muy poca ceremonia mientras se preparaba para irse a trabajar. Volvieron a hacer el amor, y Leonard se sintió contento de su capacidad de recuperación. Todo saldría bien, pensó, era como cualquier otro. Después durmió profundamente hasta que una hora más tarde sonó el despertador.

Salió de debajo de las mantas a un frío que hizo que se le contrajera el cuero cabelludo. Levantó el brazo de Maria para liberar su cintura y desnudo, tiritando, a cuatro patas en la oscuridad, encontró sus ropas debajo del cenicero, debajo de los platos de la tortilla, debajo del platillo con la vela consumida. Había un tenedor helado dentro de la manga de su camisa. Se le había ocurrido guardar sus gafas en un zapato. La botella de vino se volcó y los restos habían goteado sobre la cinturilla de sus calzoncillos. Su abrigo estaba extendido sobre la cama. Tiró de él y arregló las mantas para tapar bien a Maria. Cuando encontró a tientas su cabeza y la besó, ella no se movió.

Con el abrigo puesto se acercó al fregadero de la cocina, quitó una sartén, que dejó en el suelo, y se salpicó la cara con agua helada. Se acordó de que, después de todo, había un cuarto de baño. Encendió la luz y entró. Por primera vez en su vida usó el cepillo de dientes de otra persona. Nunca se había cépillado el pelo con un cepillo de mujer. Se contempló en el espejo. Aquél era el hombre nuevo. La barba de un día era demasiado escasa para darle aspecto disoluto, y en un lado de la nariz tenía un punto rojo y duro que era el comienzo de un grano. Pero se le antojó que ahora su mirada, a pesar del agotamiento, era más firme.

Durante el día aguantó bien el cansancio. Era sólo un aspecto más de su felicidad. Ligeros y remotos, los componentes de su día flotaban ante él: el viaje en metro y en autobús, la caminata pasando por delante de un estanque helado y entre los campos blancos erizados, las horas a solas con los magnetofones, el solitario filete con patatas en la cantina, más horas entre los conocidos circuitos, la caminata en la oscuridad para volver a la estación, el viaje, luego Kreuzberg de nuevo. No tendría sentido, sería una pérdida de las preciosas horas de asueto, pasar de largo por el barrio de Maria y continuar hasta el suyo. Aquella tarde, cuando llegó a su puerta, ella acababa de volver del trabajo. El apartamento seguía hecho un desastre. Una vez más, se metieron en la cama para no pasar frío. La noche se repitió con variantes, y la mañana se repitió sin ellas. Eso fue el martes por la mañana. El miércoles y el jueves transcurrieron igual. Glass le preguntó, bastante fríamente, si se estaba dejando barba. Si Leonard necesitaba alguna prueba de su dedicación a una pasión, la tenía en la rigidez de sus calcetines grises y en el aroma a mantequilla, jugos vaginales y patatas que ascendía de su pecho cuando se desabrochaba el primer botón de la camisa. El ambiente excesivamente caldeado del almacén liberaba de los pliegues de su ropa el perfume de las sábanas demasiado usadas y le provocaba ensoñaciones que retrasaban su trabajo en el cuarto sin ventanas.

No volvió a su piso hasta el viernes por la tarde. Parecía una ausencia de años. Fue por las habitaciones encendiendo luces, intrigado por las señas de un yo anterior, el joven que se había sentado a escribir aquellos borradores nerviosos e intrigantes desparramados por el suelo, el limpísimo inocente que había dejado suciedad y pelos alrededor de la bañera y toallas y ropa tiradas en el suelo del dormitorio. Aquí estaba el inexperto preparador de café; había observado cómo lo hacía Maria y ahora sabía todos los trucos. Aquí estaba la infantil tableta de chocolate y junto a ella la carta de su madre. La leyó rápidamente y encontró empalagosas, verdaderamente irritantes, las pequeñas preocupaciones que manifestaba respecto a él. Mientras el baño se llenaba, paseó por la casa, desnudo salvo por los calzoncillos, gozando una vez más del espacio y del calor. Silbó y cantó fragmentos de canciones. Al principio no pudo encontrar el canto salvaje que expresase sus sentimientos. Las suaves canciones de amor que conocía eran todas demasiado cortesmente comedidas. La verdad era que lo que le convenía ahora eran las roncas bobadas norteamericanas que creía despreciar. Recordó frases sueltas, pero se le escapaban: «Haz algo con los cacharros. ¡Menéate, vibra y gira! ¡Menéate, vibra y gira!» En la halagadora acústica del cuarto de baño cantó a voz en cuello esta cantinela una y otra vez. Aullada con acento inglés sonaba tonta, pero resultaba de lo más adecuado. Alegre y erótica y más o menos sin sentido. Nunca en su vida se había sentido tan sencillamente feliz. Tenía tiempo de limpiarse y de arreglar el piso, y luego se iría. «¡Menéate, vibra y gira!» Dos horas más tarde abría la puerta de su casa. Esta vez llevaba consigo un maletín y no regresó en una semana.

Durante los primeros días Maria no quiso ir al piso de Leonard, a pesar de las exageradas descripciones que él hizo de sus lujos. Le preocupaba que si empezaba a pasar las noches fuera los vecinos pronto comentarían que había encontrado a un hombre y tenía un sitio mejor donde vivir. Las autoridades se enterarían y la echarían. En Berlín la demanda de pisos, incluso de un solo dormitorio y sin agua caliente, era enorme. A Leonard le parecía razonable que quisiera estar en su terreno. Se acurrucaban en la cama y hacían rápidas incursiones a la cocina. para freír apresuradamente algo de comer. Para lavarse era necesario llenar una olla, esperar en la cama hasta que hirviera y luego correr al cuarto de baño para echar el agua hirviendo en el lavabo helado. El tapón no ajustaba bien y la presión en el único grifo era imprevisible. Para Leonard y Maria el trabajo era el lugar donde estaban calientes y comían decentemente. En casa sólo podían estar en la cama.

Maria enseñó a Leonard a ser un amante enérgico y considerado, a dejarle tener todos sus orgasmos antes de que él tuviera el suyo. A él le parecía que eso era lo cortés, como cederle el paso a una señora ante una puerta. Aprendió a hacer el amor
der Hundestellung
, estilo perro, que era la forma más rápida de quedarse sin ropa de cama, y también desde atrás mientras ella estaba de lado, de espaldas a él, al borde del sueño; y ambos de costado, cara a cara, fuertemente entrelazados, sin agitar apenas la ropa de cama. Descubrió que no había reglas fijas para que se sintiera excitada. A veces le bastaba con mirarla para que estuviera dispuesta. Otras trabajaba pacientemente, como un niño con una maqueta, y se encontraba con que ella le interrumpía proponiéndole que tomaran pan con queso y otra taza de té. Aprendió que a Maria le gustaba que le murmurase palabras tiernas al oído, pero no más allá de cierto punto, no cuando ya había empezado a poner los ojos en blanco. Entonces no quería que la distrajesen. Aprendió a pedir
Präservative
en la
Drogerie
. Se enteró por Glass de que tenía derecho a recibirlos gratis del ejército de Estados Unidos. En el autobús se llevó a casa cuatro gruesas en una caja de cartón azul claro. Sentado con el paquete sobre las rodillas, notó las miradas de los pasajeros y comprendió que el color le delataba. Una vez, cuando Maria se ofreció cariñosamente a ponérselo, le contestó que no con brusquedad. Más tarde se preguntó qué era lo que le había molestado.

Esta fue la primera indicación de algo nuevo e inquietante. Era difícil de describir. Había rincones de su mente que iban adquiriendo importancia sigilosamente, fragmentos de sí mismo, fragmentos que no le agradaban en absoluto. Una vez que la novedad hubo pasado, una vez que estuvo seguro de que era tan potente como cualquiera y no padecía de eyaculación precoz, cuando todo eso quedó aclarado y se convenció por completo de que verdaderamente le gustaba a Maria y de que le deseaba y seguiría deseándole, empezó a tener pensamientos que era incapaz de alejar de sí mientras estaba haciendo el amor. Pronto resultaron inseparables de su deseo. Aquellas fantasías se volvían más intensas cada vez, proliferaban y tomaban nuevas formas. Había figuras que primero se congregaban al borde de su pensamiento, pero que ahora avanzaban hacia el centro, hacia él. Todas eran versiones de sí mismo y sabía que no podría resistirse a ellas.

Comenzó la tercera o cuarta vez con una simple percepción. Miró a Maria, que estaba debajo de él con los ojos cerrados, y recordó que era alemana. La palabra no había sido enteramente arrancada de sus asociaciones después de todo. Le vino a la memoria su primer día en Berlín. Alemán. Enemigo. Enemigo mortal. Enemigo derrotado. Esto último trajo consigo una violenta excitación. Se distrajo momentáneamente con el cálculo de la impedancia total de cierto circuito. Luego: ella era la derrotada, era suya por derecho, por conquista, por el derecho de una violencia, un heroísmo y un sacrificio inimaginables. ¡Qué gozo! Tener razón, ganar, ser recompensado. Miró a lo largo de sus propios brazos extendidos ante él, empujando contra el colchón, el punto donde el vello rojizo era más denso, justo debajo del codo. Era poderoso y magnífico. Se movió más deprisa, con más fuerza, prácticamente botando sobre ella. Era victorioso, y bueno, y fuerte, y libre. Al recordarlas, estas ideas le azoraron y las apartó de su mente. Eran ajenas a su carácter amable y complaciente, ofendían a su sentido de lo que era razonable. Bastaba con mirarla para saber que no había nada derrotado en Maria. Había sido liberada por la invasión de Europa, no aplastada. ¿Y acaso no era, por lo menos en su juego, su guía?

Pero la vez siguiente los pensamientos volvieron. Eran irresistiblemente excitantes y él estaba indefenso ante ellos. Esta vez era suya por derecho de conquista y además
no podía hacer nada para evitarlo
. No quería hacer el amor con él, pero no tenía elección. Evocó los circuitos del diagrama. No le sirvió de nada. Ella luchaba por escapar. Se debatía debajo de él, le pareció oírle gritar «¡No!». Sacudía la cabeza de un lado a otro, tenía los ojos cerrados contra la ineludible realidad. El la tenía clavada contra el colchón, era suya, ella no podía hacer nada, no escaparía nunca. Y se acabó, ése fue el final para él, se había ido. Su mente se aclaró y se tumbó de espaldas. Tenía la mente clara y pensó en comida, en salchichas. No en Bratwurst, ni en Bockwurst, ni en Knackwurst, sino en una salchicha inglesa, gorda y suave, frita, de un pardo oscuro por todos los lados, con puré de patatas y guisantes casi deshechos.

Durante los días siguientes su azoramiento desapareció. Aceptó la verdad evidente de que Maria no podía notar lo que pasaba por su cabeza, aunque estuviese sólo a unos centímetros de él. Estos pensamientos eran exclusivamente suyos, no tenían nada que ver con ella.

Finalmente tomó forma una fantasía más dramática. Resumía todos los elementos anteriores. Sí, ella estaba derrotada, conquistada, era suya por derecho, no podía escapar, y ahora
él era un soldado
, agotado, marcado por la batalla y ensangrentado, pero de una forma heroica más que incapacitadora. Había cogido a aquella mujer y estaba forzándola. Medio aterrada, medio reverente, no se atrevía a desobedecer. Le ayudó a tirar de su capote hacia arriba de modo que volviendo la cabeza a derecha o izquierda podía ver la tela verde oscuro. Que ella se mostraba remisa y él era inviolable fueron las premisas de posteriores fantasías. Como vivía en un ambiente lleno de militares, la fantasía del soldado parecía ridícula, por lo que le resultaba bastante fácil quitársela de la cabeza.

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