Ella también se había levantado y le bloqueaba el paso hacia la puerta.
—Buenos tengo que marcharme ya —explicó Leonard—. Entre el trabajo, y unas cosas y otras… —Cuando peor se sentía, más ligero se volvía su tono. Estaba sorteándola cuando dijo—: Haces un té fenomenal.
—Quiero que te quedes un rato —dijo Maria.
Era lo que deseaba oír, pero a aquellas alturas estaba demasiado deprimido para cambiar de humor, demasiado absorto en su fracaso. Siguió hacia la puerta.
—Tengo que ver a alguien a las seis.
La mentira era un desesperado compromiso con su angustia. Incluso mientras esto sucedía, estaba asombrado de sí mismo. Quería quedarse, ella le pedía que se quedara, y él insistía en marcharse. Era el comportamiento de un extraño y él no podía hacer nada, no era capaz de tomar el camino que tanto ansiaba seguir. La autocompasión había borrado su habitual y meticuloso sentido común, estaba en un túnel cuya única salida era su propia, fascinante aniquilación.
Manipuló torpemente la cerradura desconocida mientras Maria permanecía detrás de él. Aunque todavía le sorprendía, estaba hasta cierto punto acostumbrada a la debilidad del orgullo masculino. A pesar de una seguridad superficial, los hombres se ofendían fácilmente. Sus estados de ánimo podían cambiar de un modo súbito. Atrapados en el remolino de emociones que no querían reconocer, tendían a enmascarar su incertidumbre con agresividad. Ella tenía treinta años y una experiencia limitada, que se reducía a su marido y un par de soldados violentos que había conocido. El hombre que intentaba salir por su puerta se parecía muy poco a los hombres que había tratado, pero se asemejaba mucho a ella. Sabía exactamente lo que le pasaba. Cuando uno sentía pena de sí mismo, lo que hacía era empeorar las cosas. Le tocó la espalda levemente pero él no lo notó a través de la ropa. Pensaba que había dado unas excusas plausibles y era libre de partir con su tristeza. A Maria, que tenía en su pasado la liberación de Berlín y su matrimonio con Otto Eckdorf, cualquier muestra de vulnerabilidad en un hombre le sugería que podía tener un carácter agradable.
El abrió la puerta al fin y se volvió para despedirse. ¿Realmente creía que la había engañado con su cortesía y la cita inventada, y que su desesperación no era evidente? Le dijo una vez más que lamentaba tener que marcharse tan pronto y que le estaba muy agradecido por el té, pero al tenderle la mano —¡un apretón de manos!— Maria levantó los brazos, le quitó las gafas limpiamente y volvió con ellas al cuarto de estar. Antes de que él hubiera empezado a seguirla, las había metido debajo del cojín de una butaca.
—Espera un momento —dijo él.
Y, dejando que la puerta se cerrara a sus espaldas, dio un paso y luego otro hacia el interior del apartamento. Ya estaba hecho, había vuelto a entrar. Quería quedarse y había tenido que hacerlo.
—Tengo que irme, de verdad.
Se quedó parado en el centro del diminuto cuarto, irresoluto, aún tratando de fingir una vacilante indignación lo más inglesa posible.
Ella se acercó para que él pudiera verla claramente. ¡Qué maravilloso era no tener miedo de un hombre! Eso le daba la oportunidad de quererle, de tener deseos que no fueran simples reflejos de los de él. Le cogió las manos.
—Pero no he terminado de mirar tus ojos. —Luego, con la franqueza de las chicas berlinesas que Russell había alabado, añadió—:
Du Dummer! Wenn es für dicte das erste Mal ist, bin ich sehr glücklich
. ¡Tonto! Si ésta es la primera vez para ti, soy una chica con mucha suerte.
Fue aquel «ésta» lo que prendió a Leonard. Lo que estaban haciendo allí era todo parte de «ésta», su primera vez. La miró a la cara, un disco inclinado hacia atrás para acomodarse a la diferencia de diecisiete centímetros entre sus estaturas. Desde el tercio superior del limpio óvalo, el cabello infantil caía en rizos sueltos y mechones desordenados. No era la primera mujer joven a la que besaba, pero sí la primera a la que parecía gustarle. Estimulado, le metió la lengua en la boca, de la forma, suponía, en que había que hacerlo.
Maria apartó la cara unos centímetros.
—
Langsam
. Hay mucho tiempo —dijo.
Así que se besaron con una incitante ligereza. Sólo las puntas de las lenguas se tocaron y el placer fue mayor. Luego Maria pasó por detrás de él y sacó del montón de zapatos una estufa eléctrica.
—Hay tiempo —repitió—. Podemos pasarnos una semana con los brazos así, sin más.
Se abrazó a sí misma para indicarle cómo.
—Muy bien —dijo él—. Podemos hacer eso.
Su voz sonó aguda. La siguió al dormitorio.
Era más grande que el otro cuarto. Había un colchón doble en el suelo, otra novedad. Una pared estaba ocupada por un armario oscuro de madera barnizada. Junto a la ventana había una cómoda pintada y un arca de ropa blanca. Se sentó sobre ella y la miró mientras enchufaba la estufa.
—Hace demasiado frío para desnudarse. Metámonos así.
Era verdad. Su aliento formaba nubecillas de vapor. Ella se quitó las zapatillas de una patada. El se desató los cordones y se quitó los zapatos, y también la gabardina. Se metieron debajo del edredón y se tumbaron abrazados de la forma que ella había prescrito, y se besaron otra vez.
No fue una semana después, pero sí varias horas, justo pasada la medianoche, cuando Leonard pudo al fin definirse en términos estrictos como un iniciado, un adulto verdaderamente maduro. Sin embargo, la línea que separó la inocencia del conocimiento fue vaga, extáticamente vaga. Cuando la cama y, en mucho menor medida, la habitación se fueron caldeando, se ayudaron mutuamente a desnudarse. A medida que el montón crecía en el suelo —jerséis gruesos, camisas, ropa interior de lana, calcetines de fútbol— la cama, y el tiempo mismo, se volvían más espaciosos. Maria, deleitándose en la posibilidad de dar forma al suceso de acuerdo con sus necesidades, le dijo que aquél era justamente el momento adecuado para que la besase y la lamiese toda entera, desde los dedos de los pies hacia arriba. Así fue como Leonard, a la mitad de una labor que realizaba con su característica meticulosidad, llegó a penetrar en ella primero con la lengua. Seguramente, ésa fue la línea divisoria en su vida. Pero también lo fue el momento, media hora más tarde, en que ella le tomó en su boca y lamió y chupó e hizo algo con los dientes. En términos de pura sensación física, éste fue el momento culminante de las seis horas, y quizá de su vida. Hubo un largo interludio en el que permanecieron tumbados e inmóviles, y en respuesta a sus preguntas él le contó cosas de su colegio, de sus padres y de los tres años solitarios que pasó en la universidad de Birmingham. Ella habló con cierta reserva acerca de su trabajo, del club de ciclismo y del tesorero enamorado, y de su ex marido, Otto, que había sido sargento en el ejército y ahora era un borracho. Dos meses antes apareció, después de un año de ausencia, y tras pegarle dos veces en la cabeza con la mano abierta le había exigido dinero. No era la primera vez que la intimidaba, pero los policías de la comisaría del barrio no hacían nada. A veces incluso le invitaban a unas copas. Otto les había convencido de que era un héroe de guerra.
Esta historia borró el deseo temporalmente. Leonard, galante, se vistió y bajó a Oranienstrasse a comprar una botella de vino. La gente y el tráfico seguían su camino ignorantes de los grandes cambios. Cuando volvió Maria estaba de pie ante la cocina, vestida con una bata de hombre y sus calcetines de fútbol, preparando una tortilla de patatas y setas. Se la comieron en la cama con pan negro. El Mosela era dulzón y áspero. Se lo bebieron en los tazones de té e insistieron en que estaba bueno. Cada vez que Leonard se llevaba un pedazo de pan a la boca, la olía en sus dedos. Ella trajo la vela de la botella y la encendió. La acogedora suciedad de las ropas tiradas y los platos grasientos retrocedió a las sombras. El olor sulfuroso de la cerilla permaneció en el aire y se mezcló con el olor que había en sus dedos. Leonard trató de recordar y contar de un modo divertido un sermón que había oído una vez en el colegio acerca del diablo y la tentación y el cuerpo de una mujer. Pero Maria lo entendió mal, o no vio la razón de que se lo contara o de que él lo encontrara gracioso, y se enfadó y se quedó callada. Permanecieron acostados apoyados en un codo, bebiendo de sus tazones. Al cabo de un rato él le tocó el dorso de la mano y dijo:
—Perdona. Es una historia estúpida.
Ella le perdonó tendiendo la mano y apretándole los dedos.
Se acurrucó en sus brazos y se durmió durante media hora. Durante ese tiempo él permaneció tumbado sintiéndose orgulloso. Estudió su cara —lo finas que eran sus cejas, cómo se hinchaba su labio inferior en el sueño— y pensó en lo que sería tener una hija que durmiera así, recostada sobre él. Cuando despertó estaba descansada. Quería que se echase sobre ella. El se arrimó amorosamente y le chupó los pezones. Se besaron, y esta vez le dejó usar la lengua libremente. Se sirvieron el resto del vino y ella hizo chocar su tazón con el suyo.
De lo que siguió sólo recordaba dos cosas. La primera era que se parecía bastante a ir a ver una película de la que todo el mundo te ha hablado: difícil de imaginar de antemano, pero una vez instalado en la butaca, en parte resultaba conocida y en parte constituía una sorpresa. La resbaladiza suavidad que le rodeaba, por ejemplo, era como él había esperado, incluso mejor, de hecho, mientras que nada de lo aprendido en sus abundantes lecturas le había preparado para la rasposa sensación de tener el vello púbico de otra persona apretado contra el suyo. La segunda fue incómoda. Había leído mucho sobre eyaculación precoz y se había preguntado si él la padecería; pues parecía que sí. No era el movimiento lo que amenazaba con producirla, sino el mirarla a la cara. Ella se hallaba tumbada de espaldas, porque estaban haciendo lo que Maria le había enseñado a llamar auf Altdeutsch, a la antigua usanza alemana; el sudor había convertido su peinado en rizos serpentinos, y tenía los brazos levantados por encima de la cabeza, con las palmas extendidas, como la representación de la rendición de un tebeo. Al mismo tiempo le miraba de un modo cómplice y amable. Era esta combinación de abandono y amorosa atención lo que le resultaba demasiado excitante para poder mirarla, demasiado perfecto para él, y tenía que desviar la mirada o cerrar los ojos y pensar en… en, sí, el diagrama de un circuito, uno especialmente intrincado y bonito que había grabado en su memoria mientras estaba instalando las unidades de activación de señal en los aparatos Ampex.
Tardó cuatro semanas en probar todos los magnetofones y en instalar las unidades de activación de señal. Leonard estaba contento trabajando en su cuarto sin ventanas. El propio carácter repetitivo de su rutina le absorbía. Cada vez que tenía diez aparatos listos, venía un joven soldado, los cargaba en un carrito con ruedas de goma y se los llevaba por el pasillo a la sala de grabación. Había más hombres trabajando allí, algunos de ellos llegados de Inglaterra. Pero no se los habían presentado y Leonard los evitaba. En sus momentos libres le gustaba adormilarse, y en la cantina siempre ocupaba una mesa vacía. Glass pasaba a verle una o dos veces por semana, siempre con prisas. Como todos los demás norteamericanos, mascaba chicle, pero con un frenesí que era exclusivamente suyo. Esto y los lívidos semicírculos debajo de los ojos le daban la apariencia de un ansioso roedor nocturno. No había canas en su barba, pero parecía menos negra y estaba seca e informe.
Su actitud, sin embargo, no había cambiado.
—Estamos cumpliendo los plazos, Leonard —decía desde el umbral, demasiado ocupado para entrar—. Ya estamos casi en el otro lado de la Schónefelder Chaussee. Todos los días llega nuevo personal. ¡Esto está que bulle!
Y se iba antes de que Leonard tuviera tiempo de dejar el soldador.
Era verdad, a partir de mediados de febrero se hizo más difícil encontrar una mesa vacía en la cantina. En el ruido de voces que le rodeaba, Leonard distinguía acentos ingleses. Cuando pedía su filete ahora le ponían automáticamente una taza de té en la que ya habían removido tres o cuatro cucharadas de azúcar. Para despistar a los Vopos y a sus prismáticos, muchos de los ingleses llevaban uniformes norteamericanos con la insignia del Cuerpo de Transmisiones. Ya habían llegado los cavadores verticales, los especialistas que sabían cómo hacer una galería hacia arriba a través de tierra blanda hasta alcanzar los cables del teléfono sin que el techo se les viniera encima. También habían llegado hombres del Cuerpo de Transmisiones británico para instalar los amplificadores cerca del extremo del túnel. Había caras que Leonard reconoció de verlas en Dollis Hill. Un par de ellas le saludaron con una inclinación de cabeza, pero lo más probable era que considerasen que un ayudante técnico era inferior a ellos. En Londres nunca le habían hablado.
Y la seguridad en la cantina no se respetaba demasiado. A medida que se elevaba el número de los que comían allí, lo mismo ocurría con el ruido de las conversaciones. Glass se habría indignado. Pequeños grupos de todas partes del edificio hablaban de su trabajo en apretados corrillos. Leonard, que comía solo, pensando absorto en Maria, asombrado aún de los cambios que habían ocurrido en su vida, a veces se interesaba contra su voluntad por alguna historia que contaban en una mesa cercana. Su mundo se había reducido a un cuarto sin ventanas y a la cama que compartía con Maria. En el resto del apartamento, sencillamente, hacía demasiado frío. En Altglienicke había hecho de sí mismo un marginado y ahora estaba convirtiéndose en un involuntario escucha, en un espía.
Oyó a dos cavadores verticales sentados en la mesa de al lado recordar anécdotas con reprimida hilaridad delante de sus compañeros norteamericanos. Al parecer el túnel había tenido un precedente en Viena. Lo había hecho el MI6
[2]
en 1949 e iba desde una casa particular en el barrio de Schwechat hasta veintiún metros más allá, pasando por debajo de una carretera, donde enlazaba con los cables que comunicaban el cuartel general de las fuerzas de ocupación soviéticas, el Hotel Imperial, con el mando soviético en Moscú.
– Necesitaban una tapadera, ¿comprendéis? –dijo uno de los cavadores. Uno de sus compañeros le puso una mano en el brazo y el hombre continuó en voz más baja, de forma que Leonard tuvo que concentrarse–. Necesitaban una tapadera para tanto ir y venir mientras instalaban la conexión. Así que abrieron una tienda que vendía tejidos de lana escoceses. Pensaron que en Viena a nadie le interesaría esa clase de tela de importación. Pero ¿qué ocurrió? Que los vieneses se volvieron locos por aquel tejido. Hacían cola para comprarlo, y la primera partida se vendió en pocos días. Así que los pobres diablos se encontraron llenando hojas de pedido todo el día y contestando al teléfono en lugar de dedicarse a lo suyo. Tuvieron que rechazar a los clientes y cerrar el negocio.