El inquisidor (46 page)

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Authors: Patricio Sturlese

BOOK: El inquisidor
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—¿Qué te ha sucedido? —preguntó Raffaella con un hilo de voz.

—Es complicado y largo de contar... Dejemos eso de lado. ¿Aún me esperabas?

La joven sonrió mientras las lágrimas acudían a sus ojos por la emoción.

—Siempre.

El abrazo se deshizo. Era necesario intentar hablar con calma. La tomé de las manos y la llevé hasta el camastro. Allí nos sentamos uno junto a otro. Cuando estuvo a mi lado la miré a los ojos y allí encontré lo que tanto necesitaba: el refugio perfecto. Raffaella acarició mis cabellos y paseó su mano por mis mejillas. Sólo Dios sabía qué estaba pensando, pues yo únicamente era capaz de considerarla como un ángel que venía a rescatarme de los abismos del Infierno.

—Intenté volver en primavera, pero todo enloqueció... No sé qué he hecho con mi vida. Espero no haberte causado un daño irreparable —dije comenzando una explicación precipitada—. ¿Cómo te has enterado de que estoy aquí? ¿Y por qué te han dejado visitarme?

—En Roma los rumores circulan muy rápido... Hice las averiguaciones necesarias para saber si era cierto y, también, qué hacía falta para visitarte. Pagué la cantidad que me exigieron... Y aquí estoy.

—Raffaella... Te quiero.

—Y yo, Angelo, no sabes cuánto —dijo alzando el mentón para mirarme mientras luchaba por desenredar las palabras que se atascaban en su garganta—. Jamás he dejado de amarte. Aquellos días en Genova bastaron para que mi corazón tomara dueño. Desde entonces no he dejado de planear nuestra vida en común y, créeme, aquel amor que te tenía sigue intacto, nada se ha perdido por el camino.

Miré a aquella joven y sentí una emoción profunda y una devoción incomparable pues allí estaba mostrando una fidelidad incondicional a alguien completamente arruinado. Ni maniobras políticas ni ansia de fortuna: sólo la nobleza y la pureza de una joven enamorada.

—¿Qué recuerdas del invierno pasado? —murmuré.

—Estar en tu cama, pasear contigo... Comer a gusto y sentir tu amor y tu apoyo en todo, en la carta a mis padres, en el carruaje que me trajo de vuelta a Roma... Y sobre todas las cosas, ese sentimiento cálido y privado de haberme convertido en mujer en tu lecho. ¿Todavía conservas la medalla que te regalé?

—Desde luego. Ha llenado y llena mis tardes y noches de soledad. La llevo escondida entre mis ropas, a salvo del carcelero y esperando el momento en que estemos juntos y en libertad para devolverla a tu cuello.

—No la quiero. Ahora te pertenece.

—Sé que me pertenece pero prefiero disfrutar de ella viéndola en ti. No sé lo que me espera y prefiero que tú la conserves.

Tomé su rostro con delicadeza y lo acerqué al mío. Ella se entregó al beso con los labios entreabiertos y sus manos en mi cuello. Aquel beso era la muestra de lo mucho que merecía la pena vivir, de mi entrega a aquella mujer, de cómo era capaz de encender mi deseo con su presencia. La quería tanto... Y entonces supe que la querría siempre.

—¿Qué has hecho durante todo este tiempo? —susurré en su oído.

—He estudiado poesía. Mi maestro dice que escribo bien.

—Entonces, has estado entretenida en versos y rimas... ¡Es hermoso! Has sido seducida por las letras... —comencé a decir mas me interrumpí al ver que Raffaella negaba con la cabeza.

—He estado mirando a cada monje de la ciudad, buscando tu rostro bajo las capuchas y soñando con este día. Aunque nunca pensé que nuestro encuentro tuviera que celebrarse en una celda... No importa, es mejor esto que mis peores pesadillas. Temí que nunca volverías, o que si lo hacías, no sería para estar conmigo, dama de una sola noche...

Respiré la delicada fragancia de su piel y sonreí con dulzura antes de continuar.

—¿Acaso piensas que puede existir sobre la tierra algún hombre que pueda olvidarte? Cualquiera que hubiera descubierto una joya tan preciosa, que hubiera respirado tu aliento y gozado del calor de tu cuerpo, jamás podría olvidarte. ¿Quién no desearía estar en tus brazos, Raffaella? ¿Quién, dime, no consideraría un privilegio sin par amarte y ser correspondido y poder planear una vida junto a ti? Yo jamás podría renunciar a un alma como la tuya, capaz de encauzar mi amor, pues todo el que reservo para los hombres ahora te pertenece, no es nada sin ti —le dije con vehemencia. Al contrario de lo que ella temió en su día, mi amor por Raffaella no había debilitado en lo más mínimo mis sentimientos hacia la Iglesia, sino que los había fortalecido. Ya no cabían en mi mente más dudas sobre el amor carnal y el espiritual, ni más mortificaciones por haber faltado a la exclusividad que Cristo me exigía. Tras el silencio al que me condujeron estos pensamientos continué preguntándole—. ¿Y que sucedió con tus padres a tu regreso de Genova?

—Ahora están bien, resignados, pero se enfadaron bastante. El tiempo ha recompuesto nuestra relación —respondió Raffaella.

—¿Qué te dijeron de mí?

—Para mi padre, sigues siendo el amigo que cualquiera desearía tener. No me preguntó, para él no fue más que una travesura mía que tú habías dignificado al enviarme de vuelta.

—¿Y tu madre?

—¿Sabes qué fue lo primero que me preguntó cuando estuvimos solas? —dijo Raffaella con una chispa de picardía en sus hermosos y cálidos ojos.

—¿Qué?

—Si me habías tocado.

No me sorprendió esta pregunta, ya que las madres tienen un instinto especial, aunque pensé que lo guardaría para ella.

—Y tú, ¿qué le respondiste?

—Angelo, le dije la verdad: que había estado en tu lecho...

La pequeña romana no se había atrevido a mentir a su madre, ni ahora a mí.

—¿Tu padre lo sabe? —pregunté.

—Mi padre sabe que te quiero. Sólo eso. Le hice jurar a mi madre que no se lo diría a nadie. —Y refugiándose en mi pecho, añadió—: ¿Qué va a ser de nosotros, Angelo?

—Raffaella: escucha bien lo que te digo. Yo te amo, te amo como nunca pensé que podría amar a nadie. Pero asuntos muy graves, aquellos que un día me alejaron de ti, me retienen ahora en esta celda. No sé qué será de mí. Deberás esperar, hazte a la idea de que no nos volveremos a ver por un tiempo. Cuando todo esto acabe, si acaba bien, seré todo tuyo.

El rostro de Raffaella mostró toda la amargura que aprisionaba su corazón mientras ella, solícita, intentaba disimularla.

—¿Qué deseas que haga por ti? —dijo la joven.

La miré. Acerqué mis dedos a su rostro y acaricié su piel. ¡Cuánta belleza encerraban aquellos rasgos!

—Angelo, ¿qué deseas que haga por ti? —repitió, ahora en un susurro.

Y la celda desapareció, todo menos su presencia, hermosa, poderosa como el amor que había despertado en mí. Todo mi mundo se ordenó, en aquel instante, alrededor de un núcleo: mi amor por ella.

—Quiero que yazcas conmigo, aquí y ahora —le susurré.

Raffaella sonrió, miró hacia la puerta y volviendo sus ojos hacia mí, murmuró:

—Es una locura, Angelo.

—Quiero conservar conmigo tu perfume, es lo único que me hará sentirme vivo en esta pocilga. Nadie podrá quitarme tu recuerdo, con el que soñaré cada día que dure este encierro. Quiero sentirte, tan sólo sentirte y llevarte así conmigo...

Raffaella me miró, rendida por el amor y el deseo. Se levantó del camastro en el que estábamos sentados y se colocó frente a mí. Alzó sus faldas, apartó mi hábito y se sentó encima de mí, acariciándome con una mano mientras con la otra soltaba la parte superior de su vestido para mostrarme sus senos maduros. Recorrí con mis manos las piernas de Raffaella, acaricié la cara interior de los muslos hasta llegar a su pubis, que afloró al tacto, tibio y acogedor. La alcé por la cintura y la coloqué sobre mi verga y así sentados, acompasando nuestro movimiento y sin dejar de mirarnos a los ojos, alcanzamos un goce sin igual que se reflejó en nuestros rostros y se contuvo en nuestras gargantas. Sólo pronuncié un casi inaudible «¿Me amas?», al que ella contestó aferrándose aún más a mí y mordiéndose los labios antes de alcanzar el éxtasis y derrumbarse, abrazada fuertemente a mi cuello y sintiendo el fuego que se había encendido entre sus piernas. La pequeña D'Alema, aquella niña que recordaba bien de mis primeros viajes a Roma, tímida y consentida, era la misma que ahora estaba sentada en mis rodillas, como antaño para jugar, pero esta vez para proporcionarme el goce máximo. Raffaella tragó saliva y suspiró, y aún unidos en un fuerte abrazo, me susurró al oído:

—¿Has disfrutado?

—Más de lo que esperaba dadas las condiciones... —susurré a mi vez sin poder esconder una sonrisa.

—Cuando te siento dentro, ya no hay penas. La realidad se convierte en una ficción construida sólo para llegar a estos momentos. Mas aquí está la celda y la vida que vuelve a transcurrir en mi contra —dijo Raffaella intentando a duras penas contener las lágrimas.

—Sé fuerte y espera. Sólo te pido un último esfuerzo, amada mía —le dije abrazándola con fuerza.

A su edad estaba soportando más peso del que le correspondía, algo de lo que yo era culpable aunque no lo hubiera planeado.

Las puertas del recinto en el que estaban las celdas crujieron al abrirse. El carcelero regresaba. Raffaella me besó, se levantó, arregló sus ropas y se despidió en silencio antes de que asomara aquel nombre entre las rejas.

—La visita ha terminado —gruñó antes de abrir la puerta. El carcelero miró con detenimiento a Raffaella cuando ésta pasó a su lado. Sus ojos la siguieron hasta que se perdió en las sombras. Después se volvió hacia mí y dijo—: Muy guapa la puta... ¿No me dijiste que no conocías a nadie en Roma? Creo que volvería a pagar con gusto por tu bienestar, ¿me equivoco?

Sus palabras desataron esa furia que intentaba contener contra aquel monstruo ruin. Me puse de pie y le grité.

—¡No se atreva ni siquiera a hablarle! ¡Ella no sabe nada de la mala vida que llevamos aquí!

El carcelero me enseñó sus dientes sucios y carcomidos en algo que pretendía ser una sonrisa. De hiena.

—¿Que no me atreva a qué? ¿Quién te crees, mierda miserable, para hablarme de esa forma?

—¡Haga lo que quiera conmigo! ¡Juegue a ser mi dueño si lo desea, pero no se atreva a contaminar a la joven con sus porquerías!

El carcelero se acercó y me propinó tal puñetazo en la cara que di con mis huesos en el suelo. Y ya allí, me dio una patada en la boca. El método más simple y práctico para tener la razón.

—¡Silencio! —ordenó—. Nadie me dice qué debo hacer y qué no. Debe follar bien esa puta si ha conseguido envalentonar a un hereje en su celda. Seguro que estaría dispuesta a ahorrarte sufrimientos innecesarios. Y si no quiere pagar otra vez, a lo mejor le pido que se trague un rato mi verga. Su boca bien debe de valer un ducado de oro. ¿Te parece eso mejor? ¿Quieres que me la folle, por delante y por detrás? Tiene un hermoso culo... ¡Decídete, pues tengo que ir a abrirle el portón! ¿Quieres que negocie directamente con tu amiguita?

—¡Váyase al diablo! —balbuceé sintiendo la boca llena de sangre.

El carcelero cerró la puerta de mi celda y antes de irse, se asomó entre las rejas.

—No creo que vuelva a visitarte por miedo a verte desnutrido... O por haber tenido que probar mi verga. Ella no volverá —afirmó mientras se daba la vuelta y se alejaba por el pasillo para reunirse con Raffaella.

El silencio se adueñó de mi celda mientras mi sangre fluía hacia el suelo.

Al día siguiente, sin haber despuntado el sol, partí hacia Florencia. No supe nada más de Raffaella. Conmigo llevaba su fragancia y en ella me refugié. Rogué a Dios para que me liberara de aquel cáliz pero no obtuve más respuesta que el silencio. Y el suplicio, el peso del yugo de la Inquisición, no había hecho más que comenzar a hacerse sentir sobre mis hombros.

Pactos, principio del fuego
Capítulo 55

Florencia significó para mí un encierro atroz. Desde mi llegada a finales de septiembre, había permanecido incomunicado durante varios días hasta el punto de perder totalmente la noción del tiempo. Apenas tenía nada más para calcular el paso de las horas que la escasa claridad que durante el día llegaba a mi celda. La Inquisición ataca la parte más débil del alma, y lo digo con la autoridad que me da haber llevado a cabo durante años estos procesos para destruir el espíritu. La cárcel nos enseña que los colores de la vida nos pueden ser arrancados y que la resistencia del cuerpo termina cuando ni el hambre ni el frío ni los lamentos son atendidos. La incomunicación está pensada para hacerte creer que eres insignificante, que tu dignidad no vale más que un saco de excrementos, y que tu cuerpo no difiere del de una estatua a la que no se presta atención. Un muerto en vida, eso es lo que eres. Durante mi primer y segundo día de cautiverio esperé la visita de algún miembro del tribunal, pero nadie vino a verme. Dragan Woljzowicz, el inquisidor asignado a mi caso, había aprendido muy bien su oficio, no en vano yo había sido su maestro. Estaba usando todos los recursos que de mí aprendió, y si yo era implacable, él también lo sería. Mi única ventaja era conocer a la perfección cuáles serían sus siguientes movimientos, algo que acrecentaba mi sufrimiento pues si mis métodos eran duros, los de él lo serían aún más puesto que ahora era el discípulo que había de superar a su maestro. Sabía que los tormentos se multiplicarían.

El silencio de la Inquisición duraría tanto como mi fortaleza.

Sólo estaban esperando el momento adecuado, y yo debía, por todos los medios, mantenerme cuerdo.

Un día de octubre que no puedo precisar, con la primera luz del alba entró en mi celda un fraile encapuchado. El carcelero cerró la puerta tras él y nos dejó solos. El frío era insoportable. Por fin la Inquisición iba a hablar y por la persona que habían escogido para hacerlo deduje que no sería una inspección de rutina: Giulio Battista Évola era el encapuchado que al descubrir su rostro me mostró una mirada que más parecía la de un buitre ante un trozo de carroña.

—Buen día tengáis, hermano DeGrasso —me saludó.

En mis ojos brillaron la sorpresa y el miedo.

—¿Qué hacéis vos en Florencia? —pregunté.

—Vengo a negociar.

—¿Negociar? ¿Desde cuándo eso es oficio de un notario? —exclamé contrariado.

—¡Oh, no! Ya no soy notario, mi estimado maestro. Para serle franco, nunca lo fui pero fingí serlo para acompañaros en vuestro viaje.

—No dejáis de sorprenderme... Ahora podréis convenir conmigo en que vuestro trabajo no fue el que habría deseado y necesitado un inquisidor.

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