El inquisidor (53 page)

Read El inquisidor Online

Authors: Patricio Sturlese

BOOK: El inquisidor
3.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

El polaco atacó, sí, pero no como yo esperaba. Se acercó y me dio una patada en la herida que me hizo encoger y llevar mi mano libre hacia ella mientras soltaba un lamento bronco. Y Woljzowicz aprovechó aquella oportunidad de oro. El silbido del metal en el aire me anunció que la espada se acercaba, algo que no podía evitar. Me golpeó el rostro y dio con mis huesos en el suelo. Al borde del desmayo, escuchaba los gritos de impotencia de Anastasia, allá, a lo lejos, junto a un intenso pitido que brotaba de mis oídos. Permanecí aturdido y en el suelo por poco tiempo. Me llevé la mano a la oreja para ver si seguía en su lugar. Al instante sentí el amargo sabor de la sangre en la boca y, sin saber aún que había perdido dos dientes, escupí.

—No tenéis muy buen aspecto... —dijo Woljzowicz sonriendo. Me incorporé a duras penas y levanté mi espada contra él—. ¿Persistís? Sed misericordioso con vos, bajad la espada y dejad que termine con vuestro calvario.

—Imbécil engreído —jadeé—. Pretendéis ser un maestro y no sois más que un mal discípulo.

Woljzowicz siguió sonriendo, ajeno a mis hirientes palabras, y lanzó su último ataque. Pretendía alcanzar mi lado lastimado. Me aparté adelantándome a sus pensamientos. Su golpe terminó en el suelo, tremendo y desmedido hasta tal punto que le causó dolor en las manos.

Aproveché y pisé la punta de su espada. Woljzowicz me miraba atónito, le había desarmado. Hundí la mía en su cuello y el metal abrió su carne blanca. Dragan Woljzowicz se llevó las manos a la garganta, quiso hablar mas sólo consiguió vomitar sangre.

Cayó de rodillas y se desmoronó a mis pies.

Me volví guiado por mi instinto. Allí estaban, sin darme tregua, detrás de mí. Giulio Battista Évola, mi peor pesadilla, y el cardenal Iuliano me contemplaban a pocos pasos. El napolitano esperaba una orden para atacar que no tardó mucho en ser pronunciada.

Capítulo 63

—¿Qué habéis venido a hacer aquí? —me gritó Iuliano.

—He venido a buscar aquello que me pertenece —dije exhausto.

El cardenal observó el cuerpo sin vida del polaco y volvió a dirigirse a mí.

—¿Y qué os ha llevado a creer que los libros os pertenecen? —replicó.

—Que vos enviaseis a vuestro sicario a negociar conmigo.

Se hizo un breve silencio antes de que Iuliano continuara hablándome.

—¡Sois un necio! Que los robarais no significa que sean vuestros. Nos pertenecen.

El Superior General de la Inquisición parecía tranquilo.

—¡Me importa poco a quién pertenezcan los libros! —grité con las pocas fuerzas que me restaban—. ¡Tampoco me importa ya para qué los queréis vos o la
Corpus Caru
s o esos brujos del demonio! Yo os los regalé, los cedí sin vacilar y ¿qué me disteis a cambio? ¡Me traicionasteis! ¡La vida de una joven que nada sabía de herejías, ni de ambiciones, ni de vuestros enredos; ese es el verdadero valor de estos libros y por eso son míos! ¡Me los debéis desde que decidisteis romper vuestra palabra y enviar a la hoguera a Raffaella D'Alema!.

El recuerdo de mi pequeña me llenó de una fuerza insospechada. Por un momento, en la intensidad de la lucha, había olvidado por qué estaba en aquella plaza. Venganza, tenía que cumplir mi venganza. Miré a Évola lleno de ira y le señalé con mi mano ensangrentada.

—¡Vos, canalla, ser inmundo! ¡Vos me disteis vuestra palabra! ¡Me prometisteis que la liberaríais! Extraña forma de hacerlo, ¡vive Dios!

Iuliano intercedió al instante.

—Él no tiene la culpa. Nada pudo hacer al respecto —dijo sin inmutarse.

—Y entonces, ¿quién? ¿Quién responderá por su muerte?

El cardenal me miró fijamente, pero no pudo confesar su crimen.

—Ya no importa quién fue el responsable. Es una tragedia de tantas que no habéis podido evitar.

—De acuerdo —dije—. Pensad, pues, en los libros como una de esas tragedias que ya nadie podrá evitar.

—Sois muy valiente, apasionado y testarudo, Angelo —dijo Iuliano sonriendo—. Me gustaría saber cómo pensáis privarme de los libros, solo y herido. Sin más ayuda que la de vuestra espada.

No lo sabía, en verdad que no lo sabía. Los párpados me pesaban y no cesaba de tragar una mezcla sanguinolenta de saliva y cansancio. Iuliano continuó.

—Sed razonable; no tenéis ninguna posibilidad. No me obliguéis a mataros aquí. Vuestra cruzada ha terminado.

—Yo no os obligo a matarme, ni hoy... ni cuando era un niño... —dije mirando al cardenal.

Vincenzo Iuliano no vaciló, ni respondió. Sólo siguió insistiendo.

—Entregadme los libros y no os mataré.

—Si me matáis, vuestra hija nunca os perdonará. Os ha perdonado todas vuestras conspiraciones y venganzas pero todo tiene un límite: jamás os perdonará si matáis a su único hermano, al que ama con todo su corazón.

Anastasia seguía junto al carruaje, lo bastante cerca para oírnos.

Évola se quedó mirando al cardenal mientras Iuliano permanecía atrapado en el frágil cristal de sus pensamientos. Los pecados de su juventud volvieron a él en el momento más insospechado. Aquel hijo al que nunca quiso le estaba hablando ahora, como salido de la tumba.

—Bajad la espada y entregadme los libros —musitó insistente, seco y turbado.

Évola escuchaba, sorprendido y cauteloso, sin atreverse a decir palabra.

—Comprendo tus miedos —le dije—. Comprendo que me negaras, incluso comprendo que quisieras deshacerte de mí. Te perdono, padre. Lo que nunca podré perdonarte es que mataras a mi madre. Y a Raffaella.

Giulio Battista Évola suspiró pensativo antes de buscar algún gesto en el rostro del cardenal. Iuliano dirigió hacia él una mirada fría y le ordenó:

—Matadlo...

Évola tardó un poco en reaccionar pues le costó asimilar la orden que había escuchado. Después tomó la espada de Woljzowicz y avanzó prudente hacia mí. Su único ojo dejaba escapar más preguntas que respuestas; su obediencia era ciega y su carácter templado, como el metal que intentaba clavar en mis entrañas.

La primera claridad del día, que ya se vislumbraba en el horizonte, quedó eclipsada por el intenso brillo de las espadas, que a cada golpe iluminaban la plaza ya en penumbra. El sabueso del cardenal blandía la suya con la maestría de un soldado y sabía esperar en busca de una estrategia, de ese golpe mortal que acabaría conmigo. Desde el principio temí tener que enfrentarme con él, y ese momento había llegado y en muy malas condiciones, pues él estaba fresco y yo cansado y herido. Así que, como en los primeros momentos de mi combate con el polaco, me limité a bailar al son que él tocaba: él atacaba y yo me defendía. Así recorrimos toda la plaza, observados muy de cerca por el cardenal, un espectador de lujo en aquella lucha sangrienta.

—Sois un repugnante traidor, Évola. Me mentisteis —tuve ocasión de susurrarle en un momento en que forcejeábamos espada contra espada.

—Yo no ordené la muerte de Raffaella y os juro que hice todo lo posible por impedirlo —murmuró.

—¿Vais a matarme? —continué—. ¿Vais a asesinarme como hicisteis con mi maestro?

—¡Dejad de hablar y defendeos! —exclamó Évola lanzando un golpe que rasgó mi capa justo a un costado de mi vientre—. Vuestro maestro no pudo pelear. Espero que vos lo hagáis como un hombre.

La luz crecía en la plaza mostrando al que pudiera verlo los restos de aquella desastrosa batalla: el soldado flotando en la fuente de Neptuno, el cuerpo ensangrentado del Inquisidor General de Toscana y a dos hombres peleando a muerte. Al lado de su carruaje, Anastasia, con la poca fuerza que tenía ya su voz, seguía llorando y suplicando aún retenida por Arsenio. Ya no había ira en sus lágrimas, más bien resignación ante una muerte que parecía anunciada. La lucha nos había hecho recorrer la plaza hasta muy cerca de la Loggia dei Lanzi, donde mi caballo aún me esperaba. Cerca pero lejos, pues nada podía hacer por llegar a él sino defenderme y no flaquear ante un Évola que medía y embestía, buscando cumplir cuanto antes la orden de su amo.

—Somos muy parecidos, hermano DeGrasso. Habría preferido que estuviéramos del mismo lado y no enfrentados como nos ha colocado la vida y vuestro necio capricho. Me duele tener que acabar con vos y más sabiendo como sé ahora que sois un Iuliano.

Había notado la sorpresa que había supuesto para Évola saber que era hijo del cardenal. Nunca pensé que lo mencionaría y que le afectaría a la hora de darme muerte. Sentí la piedra fría sobre mi espalda. Estaba acorralado en una de las esquinas de la Loggia. Teniéndome casi rendido, Évola lanzó una estocada a mi cuello, pero falló. La espada dio con la dura superficie de la piedra y se partió en dos mientras el cuerpo del napolitano se apoyaba en el mío. Iuliano contuvo el aliento por un instante. Sabía que si Évola se despegaba del abrazo, estaría a merced de mi espada. Respiró aliviado cuando vio que el monje se aferraba a mí con fuerza buscando tiempo para pensar en una estrategia. No le di oportunidad: con un cabezazo en su rostro conseguí separarlo un paso; lo suficiente. Évola se agachó y buscó en el interior de sus mangas y mientras esto hacía me adelanté y clavé mi espada en su costado. Le miré al ojo y descubrí en él un brillo de victoria que no comprendí hasta que una daga se acercó a mi pecho y su filo entró en mi carne con la misma facilidad con que había salido de su funda. Aquel puñal extraño, casi sacrílego, que Évola apreciaba más que a cualquier reliquia, se clavó por debajo de mi clavícula tan profundo que su punta salía por mi espalda. Me había herido con la misma arma y de la misma manera que a Tami.

Giulio Battista Évola se derrumbó sobre el suelo y se quedó mirándome. Estaba fuera de combate, intentaba sujetar con las pocas fuerzas que le quedaban el caudal de sangre que brotaba de su costado. Agonizaba. La leve luz del amanecer brilló sobre la estatua de Perseo que Benvenuto Cellini hiciera por encargo de Cósimo I y que podía admirarse en la Loggia. La miré un momento y pensé que yo también había dado muerte a un monstruo. Renqueando, con la daga en el hombro, abandoné la plaza e intenté llegar a mi montura, que estaba allí, al alcance de mi mano... Iuliano se interpuso en mi camino.

—He acabado con todos tus sicarios, padre —le dije intentando mantenerme en pie frente a él.

Iuliano avanzaba hacia mí, sabiéndome herido de muerte y no dijo palabra. Yo continué:

—Ya no quiero pelear, sólo quiero irme con lo que me pertenece —dije mientras con un esfuerzo sobrehumano conseguía levantar mi espada hacia él—. ¿Es que quieres ser el siguiente? No me obligues, padre, a acabar contigo.

Apenas podía mantener los ojos abiertos, apenas podía respirar. Apenas podía sostener la espada ni controlar el temblor de mis piernas. Iuliano siguió avanzando hacia mí, implacable. Mi espada cayó sobre el empedrado en un estruendo metálico. Retrocedí unos pocos pasos y me detuve. Tomé la daga que me traspasaba el hombro por el mango y la saqué de un fuerte tirón, con un dolor sobrehumano que hizo marearme. Con ella en la mano caí de rodillas. Permanecí así un momento, mirando al que era mi padre. Bajé la cabeza exhausto, abrí la mano y la daga cayó al suelo y después mi espalda se venció hacia atrás sobre un charco. No podía más, el aire no me llegaba a los pulmones y mi mirada permanecía extraviada en el cielo pálido del amanecer. Mis días se habían agotado. Un sucio charco de Florencia, que mi sangre teñía de rojo, sería mi mortaja. El cardenal se arrodilló junto a mí y acercó su rostro al mío.

—Perdí... —musité mirándole a los ojos.

Su mano recorrió tímidamente mi frente, secando mi sudor y limpiándome los restos de sangre.

—Nunca debiste ir contra el mundo —dijo el cardenal, rompiendo el silencio.

—Nunca debí estar en este mundo.

—Tal vez... Tal vez ésa sea la respuesta —dijo Iuliano mientras apartaba mi capa y desataba las cuerdas que afianzaban el envoltorio de los libros al cinturón de mi espada. Lo sacó de allí y lo depositó en el suelo, junto a mí.

La saliva se había vuelto espesa, había más sangre que agua en mi boca, tosí convulsionado y me dirigí a mi verdugo.

—¿Qué recuerdos tienes de tu padre? —murmuré.

—Los mejores —dijo el cardenal acariciando mi cabeza.

Sonreí. Un hilo de sangre cayó de mi boca.

—Me trajiste a un mundo frío, incomprensible. Me robaste los recuerdos... Me has dado una vida vacía y sin ti... Habría preferido morir cuando era niño...

—Todo terminará, Angelo —murmuró el cardenal.

—No merezco morir de esta forma, no de tu mano —exclamé. Iuliano sostuvo mi cabeza pero sus ojos no expresaban el menor sentimiento—. ¿Tu padre te amaba? —seguí preguntando en mi agonía.

—Siempre. Siempre me amó.

—¿Amas a tu hija?

Iuliano no contestó.

—¿Amas a tu hija? —insistí.

Él asintió con la cabeza antes de responder.

—Es lo que más amo en esta tierra.

—Y ella... ¿Ella te ama? —continué.

—Sí —Miré a mi padre con dolor.

—Pues yo también quería amar y que me amaran. Como ella. Pero tú mataste a todos aquellos que alguna vez me quisieron, hasta dejarme solo, hasta dejarme huérfano. Ahora no me sueltes... ¡Por el amor Dios! —Una lágrima recorrió mi mejilla—. No me dejes morir así en este charco... quiero que estés en mi agonía...

Mi padre vaciló un instante. Jamás imaginó tenerme rendido en sus brazos, exánime, y menos aún tener que mancharse con mi sangre, que era la suya.

—Quiero que me observes con respeto —repetí—. Tan sólo en este momento, pues serás tú quien cierre mis ojos.

Temblé con miedo y terror en la hora de mi muerte.

Iuliano contempló sus dedos manchados de sangre y miró hacia los libros.

—Hijo —balbuceó.

El dolor me asfixiaba. Mi voz era fina y desvanecida. Sentí fuego en mis heridas y un manto negro que comenzó a nublarme la vista.

—Me muero. No sueltes mi cabeza. Me harás feliz con tan poca cosa.

El cardenal bajó su cara y la apoyó en mi pecho, luego rompió en un amargo y silencioso llanto que surgía de lo más profundo de su ser. Respiré con dificultad mientras sonaban unos pasos leves que se acercaban a nosotros. Era Anastasia, que se detuvo muy cerca, sorprendida y sofocada. Incluso agotada por los sollozos, su belleza permanecía intacta, perfecta. Anastasia se acercó al grupo doliente que formaban su hermano herido y su padre vencido por su pasado. Y se sentó a nuestro lado, empapando su hermoso vestido con las aguas teñidas con mi sangre. Miró a su padre, aferrado a mi pecho, como si fuera un niño. Después volvió sus ojos hacia mí.

Other books

Garnets or Bust by Joanna Wylde
The Hour of the Star by Clarice Lispector
Lethal Outbreak by Malcolm Rose
Stormbreaker by Anthony Horowitz
Warlord of Kor by Terry Carr
Slow Train to Guantanamo by Peter Millar