El inquisidor (54 page)

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Authors: Patricio Sturlese

BOOK: El inquisidor
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—Perdónanos, Angelo, perdónanos por todo lo que hemos hecho, por haber desencadenado esta locura.

—Díselo a Cristo, Anastasia. Él os perdonará —bufé mientras sonreía con dulzura y me aferraba a su mano como si ella fuera a devolverme la vida que se iba.

El amanecer trajo unos extraños moradores que se apoderaron de la plaza como fantasmas surgidos de la claridad que se había abierto paso entre las tinieblas. El cardenal levantó la cabeza de mi pecho al oír los pasos que se acercaban a nosotros. Siete figuras se recortaron en el callejón dei Lanzi, vestidas con hábitos oscuros y con las cabezas ocultas bajo la capucha. Y armados, como si fueran antiguos cruzados. Se detuvieron cerca de nosotros. Detrás de ellos, luliano apreció las sombras de muchos otros, jinetes oscuros que vigilaban la salida hacia la plaza, hacia los carruajes. Uno de los monjes se adelantó hasta nosotros y bajando su capucha se dirigió al cardenal.

—Idos. Ya no hay nada en este callejón que pueda interesaros.

—¿Venís a por él? —exclamó luliano, protegiendo con un brazo a su hija y aferrando con la otra la empuñadura de su espada.

—Cardenal, ¿no os parece ya suficiente la cantidad de sangre que se ha derramado en esta plaza? —dijo el encapuchado con suavidad y firmeza, señalando a su espalda la presencia de otro encapuchado, alto y corpulento, que apuntaba a mi padre con una ballesta.

Era Xanthopoulos, que, tal y como prometió, había venido a buscarme. El monje que se acercó a nosotros. Se agachó y tomó el envoltorio de los libros. Sonreí pues había reconocido al jesuita italiano, más enjuto si cabe, pero vivo. Con un estilete cortó la cuerda que sujetaba el cuero, retiró éste y dejó los libros a la vista de todos. Allí estaban, casi intactos, como si no hubieran hecho un largo viaje.

—Todo está perdido —murmuró el cardenal y al oírle supe que los libros nunca llegarían a Roma.

Todo su trabajo, todos sus crímenes no habían servido para nada, había tenido que rendirse ante el poder de una sola ballesta.

Giorgio Cario Tami dio un paso al frente y me miró. Una tenue sonrisa iluminaba su expresión. Sonreí con dolor y agradecí mi errática fortuna.

—El Gran Maestre podrá finalizar mi tarea...

Tami miró los libros.

—¿El Gran Maestre? —exclamó.

—Sí, gracias a él pude entrar y salir del palacio. Y él me dio los libros.

Tami recogió el envoltorio del suelo, se incorporó y dio una orden a sus hombres:

—Será mejor que nos retiremos cuanto antes, la guardia del duque puede llegar en cualquier momento. —Y luego, dirigiéndose hacia mí, preguntó—: ¿Así que el Gran Maestre te dio los libros?

—Me ayudó justo cuando más le necesitaba —dije mirando a Tami y después a Iuliano cuya expresión era la de no comprender nada de lo que sucedía, pues el cardenal no concebía la palabra Maestre en boca de un vivo.

Giorgio Cario Tami alzó el
Necronomicón
hacia el resplandor del amanecer, lo abrió y lo acercó a mí: sus hojas estaban en blanco. Mi rostro se transfiguró, mientras que el de Tami mostraba la más profunda tristeza.

—¡Imposible! —exclamé todo lo alto que pude, provocando que otro hilo de sangre cayera de mi boca.

Tami abrió el
Codex Esmeralda
y lo hojeó. También estaba en blanco.

—El Maestre se equivocó, tenía que darme los libros y él llevar a Roma copias falsas —proseguí desconcertado.

Anastasia me miraba con sus ojos grandes y grises, tan opacos como el misterio que parecía haberse llevado las letras de los libros. Y Tami se volvió hacia mí lentamente, con el Codex todavía en sus manos.

—Angelo... No tenemos Maestre. Era el padre Piero Del Grande y aún no hemos elegido otro.

—El Maestre —repetí, consternado.

El jesuita Tami negó con la cabeza antes de contestar. Su rostro mostraba toda la gravedad del momento.

—La Corpus ahora no tiene Maestre.

El cardenal Iuliano cerró los ojos. La peor de sus pesadillas se había hecho realidad.

Capítulo 64

Nueve días más tarde de aquel violento amanecer en Florencia, llegué a este mi refugio en Francia, que me ha supuesto una paz inmediata, rodeado por las cumbres nevadas de los Alpes, las extensiones de viñedo ahora secas y ríos helados por el frío. Aquí en Chamonix los asuntos de la Iglesia parecen lejanos, silenciados por los vientos briosos de las altas montañas y las nevadas persistentes. El archiduque Jacques David Mustaine me ha recibido cuidando cada detalle, destinándome un cálido aposento de su fortaleza y cediéndome dos sementales de su cuadra. También ha dispuesto una escribanía para mí, en el último piso de un viejo molino, abandonado y apartado, que se levanta dentro de sus murallas.

Cada mañana salgo de la fortaleza con la puntualidad de un gallo y camino sobre la fina capa de nieve que cubre la distancia que me separa del molino. A paso lento, cojeando y sostenido por una vara de fresno llego hasta allí y encuentro lo único que anhelo: el espacio apartado del mundo que es mi estudio, un lugar destinado a la reflexión. En ese sitio suelo pasar gran parte del día, escribiendo, observando desde las ventanas y paseando por el antiguo mecanismo de molienda. He convertido esa vieja habitación de trabajo en una sala dedicada al placer intelectual, rodeado de libros, de las obras completas de los Padres de la Iglesia, diversos tomos sobre los diferentes concilios y las nuevas herejías protestantes. Aquí tengo abundantes plumas, papel y tinta, hojas, velas, secantes y demás herramientas necesarias para el estudio. Tengo la pulpa de mi existencia, la escritura y la contemplación.

Siento como fuego las heridas que recibí en Florencia que, aunque ya cerradas y en reposo, despiertan cada vez que recuerdo aquel amanecer a golpe de espadas, en el que guiado por un deseo de venganza ciega, teñí de sangre las aguas y el pavimento de una ciudad hostil. Fue la última vez que vi los libros, la última vez que soñé recuperarlos. Y la última vez que contemplé el rostro de mi hermana.

El Gran Brujo había arruinado mi vida. Sus ojos y oídos eran tan abundantes como los de la Inquisición o los de la
Corpus
, de manera que no tardó mucho en saber adonde habían ido a parar los libros prohibidos. Estaba seguro de que a los dominicos les encantaría saber que los jesuitas los escondían, pues les sería de gran utilidad en la rivalidad que mantenían las dos órdenes. Era un buen argumento para que Roma decidiera sufragar el enorme gasto que suponía enviar barcos a cruzar el Atlántico.

Elegirme fue una jugada arriesgada, aunque calculada, pues yo era la persona ideal para deshacerse de Gianmaria —una amenaza para el Gran Brujo puesto que ansiaba su cargo—, pero no tanto como para ir detrás de los libros, pues él sospechaba de mi posible vinculación con la
Corpus
, que aún no existía. Por ello Darko tentó al cardenal Iuliano, astutamente, diciendo que era una buena oportunidad para tender una trampa a la masonería e intentar descubrirla con el complejo sistema de la apertura de los lacres.

Lo demás es historia. Fui héroe y desertor, fui guerrero y amante, fui vehemente y fui traicionado.

Ahora sé de la fragilidad de nuestras convicciones y de nuestra voluntad, y lo peligrosa que para nuestras almas puede ser la vida, con una tentación diferente esperándonos a cada revuelta del camino. Por ello hoy digo y afirmo, con total convicción, que nada tenemos asegurado en esta tierra, pues sólo se necesita un simple empujón del destino, tal vez casual o tal vez intencionado, y todo, tal cual lo vemos y sentimos, de pronto puede sernos quitado. Perseguí demonios y sentencié sus días en la tierra, y por ello os puedo exhortar: ¡Creed en el diablo! Creed en él como criatura existente y no lo menospreciéis, ni confundáis su rostro en rostros de hombres, pues en las cavernas del hombre habita y en tentaciones se manifiesta. Quedaos entonces al buen resguardo de la Iglesia y de vuestros señores inquisidores, pues cuando deis al diablo por muerto o creáis haberlo derrotado, él reaparecerá acompañado por otros siete demonios más.

No dejo de pensar que Piero tenía razón, y bajo la armadura de mi educación, mis estudios y mi formación como inquisidor, él y sólo él fue capaz de ver lo que realmente fui y soy, aquél que pervivirá bajo cualquier circunstancia. Pues aquí, enfrentado al dolor de las heridas causadas en mi carne y en mi alma, rodeado por los fantasmas de aquellos a los que amé y perdí, siento de repente cómo mi corazón palpita de nuevo, mi puño se cierra y crece en mí el deseo de abandonar las penas, los libros y la tranquilidad de sentirme a salvo de los que aún me persiguen, para salir en busca de esos dos libros y luchar contra Satanás y contra todos aquellos que reniegan de la fe. Porque nadie está vencido hasta que no siente el pie del enemigo sobre el cuello y su espada en el corazón. Y eso, todavía, no ha pasado.

Sobre mi escribanía yacen ahora todas las hojas que componen la historia de mi vida. He terminado. Atardece en Chamonix y la luz que agoniza se filtra por la ventana del estudio para acariciar mis papeles. Ellos asientan mis memorias, todos ellos escritos con la paciencia de un monje y la prolijidad de un escriba, pero mi vista se detiene más allá, sobre un objeto que cautiva mis silencios. La medalla de la Virgen bizantina reposa como testimonio de una ausencia. La de Raffaella. Comienzo a pensar si Dios no se la habrá llevado porque la ama tanto como yo. Y al tomar esa medalla sonrío y mis ojos se llenan de lágrimas. Que Dios te cuide y te mantenga a su lado, mi pequeña niña, mi amor.

Soplo las velas del candelabro y clavo la pluma en el tintero, observando por la ventana el cielo enrojecido, que se enciende por detrás del Mont Blanc, en el italiano valle de Aosta. El horizonte de una nueva realidad no se demorará. Lo sé. El caos está por llegar.

Ésta es la crónica de mis días, una larga odisea en la que nada fue lo que aparentó. Es la historia que brota de los dedos de un hombre apasionado, de un soñador, absoluto y perseguido, que afrontó abiertamente al diablo, en todos sus terrenos. De un hombre que confió y multiplicó sus demonios. Esta es la crónica de un verdadero Caballero de la Fe, de un cruzado nuevo en estos tiempos difíciles, de un católico al que todavía algunos llaman el Ángel Negro de la Inquisición.

Epílogo
El lenguaje de los signos

Darko el astrólogo tiene los libros ante sí. Sus ojos brillan de codicia y satisfacción. La Sociedad Secreta de los Brujos se ha sucedido durante setecientos cincuenta años, desde el Egipto helenista hasta esa última noche, tan sólo para cuidar del secreto que ahora el Gran Brujo está a punto de descifrar. En la cripta de una iglesia abandonada, a la luz de cientos de velas, Darko, el actual Gran Maestro de los Brujos, acompaña las líneas del libro prohibido con su largo y huesudo dedo. Sus labios entonan los salmos prohibidos, guiados por su falange, mientras compara y estudia los versos ocultos del
Codex Esmeralda
para colocarlos de nuevo en el
Necronomicón.

Darko alza la vista hacia el muro y contempla el gran pentagrama que ha pintado sobre un fresco ya muy maltrecho de la Natividad. Sonríe al pensar que el pie de bruja se halla justo encima de una imagen de Jesús recién nacido: qué mejor lugar para abrir las puertas al Anticristo.

Desde el principio de los tiempos el significado de la estrella de cinco puntas fue tergiversado hasta la confusión. Muchos brujos la relacionaron intencionadamente con la diosa femenina, de modo deliberado y con ardid, tan sólo para filtrarla en las sociedades cristianas como un símbolo benigno procedente de ritos arcaicos. Pero Darko conoce el verdadero significado del pentagrama, una representación esquemática del ser humano, con los brazos en cruz y las piernas abiertas en aspa. Cinco puntas, extendidas, una para cada miembro esencial y distintivo del cuerpo humano, un vértice para cada mano y cada pie, y uno más para la cabeza. El pentagrama es la arquitectura inequívoca e invisible de un ser humano.

El Astrólogo sigue mirando la estrella y piensa: «El pentagrama sobre Cristo. El hombre sobre Cristo. El hombre sobre Dios». En definitiva, el culto al hombre, a su encarnadura temporal y viciosa por encima del culto a Dios, al espíritu eterno. La adoración al rey de todos los reinos de la tierra: Satanás. «Satanás sobre Dios», concluye Darko la proposición lógica que va del pentagrama al diablo.

El
Necronomicón
; y el
Codex Esmeralda
;reposan abiertos sobre el altar infame del oráculo de la Sociedad Secreta de los Brujos. La cripta de la iglesia usurpada ha sido decorada con un sinfín de símbolos demoníacos que convierten el lugar de Dios en uno digno de acoger al diablo. Darko comienza la liturgia negra del gran aquelarre, ha preparado un chivo adulto, degollado y vestido con ropas sagradas de obispo; lo ha sentado en un trono y coronado con una mitra, por debajo del gran pentagrama y rodeado de cirios pascuales ardientes. También hay allí una imagen de la Inmaculada cuyos labios obsesionan al Astrólogo.


Mater Dei
—susurra, abstraído, mientras una gota de sudor se escapa de su frente.

Darko se aparta de los libros y se acerca a la escultura. Contempla la piedad de su rostro, la delicadeza de sus manos unidas en oración, y el orbe que sus pies hollan.


Mater Dei
—repite, en un hilo de cordura.

La mano temblorosa del brujo se alza y acaricia los labios de María, fríos y ausentes, distantes y ajenos. Darko comienza a mover sus propios labios en la penumbra, con un reproche blasfemo:

—¡Por qué Él! ¡Por qué Él y no yo! —grazna en su dialecto moldavo natal. Luego arrima su rostro y exhala—: Ahora ya es tarde... He derrotado a tu Hijo, el Dios de tu vientre ha caído en mi trampa. Engañé a su rebaño, engañé a la Iglesia y al Padre Eterno. Soy más poderoso que Dios, el inaccesible Uno y Trino, Alfa y Omega, Ousía omnipotente y causa de todo. Soy el hombre más poderoso que la tierra viera jamás...

El brujo toma delicadamente la escultura de la Virgen y la apoya en el trono del chivo.

Después de varias e intensas horas de estudio, el
Necronomicón
está a punto de ser completado. Darko deja la pluma en el tintero y retira la vista del libro. Está agotado pero seguro de que va por buen camino. Por herencia sabe que la clave para localizar en el
Codex
los fragmentos extraídos del Necronomicón está en el preámbulo del libro negro:

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