Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
La bomba estalló a las cinco y veintinueve minutos con cuarenta y cinco segundos.
Primero se vio un imponente fogonazo de un brillo imposible, el resplandor más feroz que Greg había visto nunca, más fuerte incluso que el sol.
Después, una increíble cúpula de fuego pareció salir de la tierra misma. Con una velocidad aterradora se elevó hasta una altura monstruosa. Llegó al mismo nivel que las montañas, continuó subiendo y rápidamente dejó los picos atrás.
—Joder… —susurró Greg.
La cúpula se transformó en un cuadrado. La luz seguía siendo más resplandeciente que la del mediodía, y las montañas lejanas estaban iluminadas con tal viveza que Greg veía en ellas todos y cada uno de sus pliegues, grietas y rocas.
Entonces la forma volvió a cambiar. Por la parte inferior apareció un pilar que impulsó la deflagración varios kilómetros en dirección al cielo, como el puño de Dios. La nube de fuego ardiente que había sobre el pilar se abrió como un paraguas, hasta que toda ella tomó la forma de un hongo de once kilómetros de altura. La nube adoptó unas espantosas tonalidades anaranjadas, verdes y violáceas.
Una oleada de calor alcanzó a Greg, como si el Todopoderoso hubiese abierto un horno gigantesco. En ese mismo instante, el estruendo de la explosión llegó a sus oídos como el estallido del juicio final. Sin embargo, aquello no era más que el principio. Un ruido de un volumen sobrenatural recorrió todo el desierto y se tragó todos los demás sonidos.
La nube abrasadora empezó a disminuir, pero el trueno seguía rugiendo, alargándose de manera imposible, hasta que Greg se preguntó si aquel sería el sonido del fin del mundo.
Entonces empezó a remitir y la nube hongo empezó a dispersarse.
Greg oyó a Frank Oppenheimer decir:
—Ha funcionado.
—Sí, ha funcionado —repuso Oppie.
Los dos hermanos se dieron la mano.
«Y el mundo sigue aquí», pensó Greg.
Pero había cambiado para siempre.
Lloyd Williams y Daisy se dirigieron al ayuntamiento de Hoxton la mañana del 26 de julio para asistir al recuento de votos.
Si Lloyd perdía, Daisy iba a romper su compromiso.
Él no hacía más que insistirle en que no era una carga política para él, pero ella sabía que era cierto. Los adversarios de Lloyd se habían preocupado de llamarla siempre «lady Aberowen». Los votantes reaccionaban con indignación ante su acento norteamericano, como si no tuviera derecho a participar de la vida política británica. Incluso había miembros del Partido Laborista que la trataban de forma diferente y le preguntaban si no preferiría café cuando todos ellos hacían un descanso para tomar un té.
Tal como Lloyd había pronosticado, ella solía ser capaz de superar la hostilidad inicial de la gente mostrándose natural y encantadora, y ayudando a las demás mujeres a lavar las tazas del té. Sin embargo, ¿bastaría con eso? Los resultados de las elecciones le darían la única respuesta definitiva.
Daisy no se casaría con él si eso lo obligaba a dejar el trabajo de su vida. Él le decía que estaba dispuesto a hacerlo, pero no era una buena base para el matrimonio. Daisy se estremecía de horror al imaginarlo en cualquier otro empleo, trabajando en un banco, o en el funcionariado, terriblemente desgraciado e intentando fingir que ella no había tenido la culpa. No soportaba pensarlo.
Por desgracia, todo el mundo creía que los conservadores ganarían las elecciones.
A los laboristas les habían salido algunas cosas bien en la campaña. El discurso de Churchill sobre la Gestapo había resultado un fracaso. Incluso los conservadores habían quedado consternados. Clement Attlee, que había hablado en la radio por los laboristas al día siguiente, se había mostrado fríamente irónico.
—Al oír el discurso de anoche del primer ministro, en el que ofreció una parodia tan exagerada de las políticas del Partido Laborista, enseguida me di cuenta de cuál era su objetivo. Quería que los votantes comprendieran la enorme diferencia que existe entre Winston Churchill, el gran líder de una nación unida en la guerra, y el señor Churchill, líder del partido de los conservadores. Su temor era que quienes habían aceptado su liderazgo en la guerra pudieran verse tentados, por mera gratitud, a seguirlo más allá. Le agradezco que los haya desilusionado tan a conciencia.
El magistral desdén de Attlee había convertido a Churchill en un agitador. La gente ya estaba harta de pasiones enfervorizadas, pensó Daisy; en tiempos de paz sin duda preferirían un moderado sentido común.
Un sondeo Gallup efectuado el día anterior a la votación mostraba que los laboristas se impondrían, pero nadie lo creía. George Gallup, norteamericano, había realizado una predicción inexacta en las últimas elecciones presidenciales. La idea de que pudiera anticiparse el resultado preguntando a un pequeño número de electores parecía algo improbable. El
News Chronicle
, que había publicado el sondeo, hablaba de un empate.
Todos los demás periódicos decían que ganarían los conservadores.
Daisy nunca se había interesado mucho por los mecanismos de la democracia, pero esta vez su destino dependía de ello y, fascinada, contemplaba cómo sacaban las papeletas de las urnas, las clasificaban, las contaban, las apilaban y las volvían a contar. El hombre que estaba al mando recibía el nombre de «escrutador», como si su atenta mirada no perdiera de vista los votos ni un instante. En realidad era el secretario del ayuntamiento. Observadores de todos los partidos supervisaban el procedimiento para asegurarse de que no se producía ningún descuido ni ningún fraude. El proceso era largo y aquel suspense torturaba a Daisy.
A las diez y media supieron los primeros resultados de otra circunscripción. Harold Macmillan, protegido de Churchill y ministro de su gabinete durante la guerra, había perdido Stockton-on-Tees a manos de los laboristas. Quince minutos después llegó la noticia de un gran giro hacia el laborismo en Birmingham. En la sala no estaban permitidas las radios, así que Daisy y Lloyd dependían de los rumores que se filtraban desde el exterior, y ella no estaba segura de qué creer.
Era ya mediodía cuando el escrutador llamó a los candidatos y a sus delegados a una esquina de la sala para transmitirles el resultado antes de hacer el anuncio público. Daisy quiso acompañar a Lloyd, pero no se lo permitieron.
El hombre habló en voz baja con todos ellos. Además de Lloyd y el parlamentario que ocupaba el escaño hasta ese momento, también había un conservador y un comunista. Daisy examinaba sus expresiones con detenimiento, pero no podía adivinar quién había ganado. Todos ellos subieron al estrado y en la sala se hizo el silencio. Daisy sintió náuseas.
—Yo, Michael Charles Davies, escrutador oficialmente designado para la circunscripción parlamentaria de Hoxton…
Daisy estaba junto a los observadores del Partido Laborista, mirando fijamente a Lloyd. ¿Estaría a punto de perderlo? La sola idea le oprimía el corazón y la ahogaba de miedo. A lo largo de su vida, dos veces había escogido a un hombre que había resultado ser una desastrosa equivocación. Charlie Farquharson había sido todo lo contrario a su padre, agradable pero débil. Boy Fitzherbert había sido igual que Lev, obstinado y egoísta. Y por fin había encontrado a Lloyd, que era fuerte y amable a la vez. No lo había elegido por su categoría social ni por lo que podría reportarle a ella, sino únicamente por ser un hombre de una bondad extraordinaria. Era cariñoso, era listo, era leal, y la adoraba. Daisy había tardado mucho en darse cuenta de que él era lo que buscaba. Qué tonta había sido.
El escrutador leyó en voz alta la cantidad de votos recibidos por cada candidato. Seguía un orden alfabético, así que Williams sería el último. Daisy estaba tan nerviosa que no era capaz de retener las cantidades.
—Reginald Sidney Blenkinsop, 5.427…
Cuando anunció los votos de Lloyd, los observadores del Partido Laborista que estaban junto a ella estallaron en gritos de júbilo. Daisy tardó un momento en comprender que aquello significaba que habían ganado. Entonces vio cómo la solemne expresión de Lloyd se convertía en una amplia sonrisa. Daisy se puso a aplaudir y a gritar más fuerte que nadie. ¡Lloyd había ganado! ¡Y ella no tendría que dejarlo! Sentía que acababan de salvarle la vida.
—Por lo tanto, declaro que Lloyd Williams es el parlamentario legítimamente electo por Hoxton.
Lloyd era parlamentario. Daisy, llena de orgullo, vio cómo se adelantaba un paso y daba el discurso de aceptación. Comprendió que existía una fórmula para esa clase de alocuciones y que tenía que dar las gracias pesadamente al escrutador y a su personal, y también a sus oponentes, por su justa competición. Daisy estaba impaciente por abrazarlo. Lloyd terminó con unas cuantas frases acerca de la labor que tenía por delante, reconstruir una Gran Bretaña devastada por la guerra y crear una sociedad más justa. Bajó del estrado mientras aún seguían aplaudiéndolo.
En la sala, fue directo hacia Daisy, la abrazó y la besó.
—Bien hecho, cariño —dijo ella, y después ya no fue capaz de decir nada más.
Al cabo de un rato salieron y se acercaron en autobús hasta la sede del Partido Laborista, en Transport House. Allí se enteraron de que los laboristas habían conseguido 106 escaños por el momento.
Era una victoria arrolladora.
Todos los expertos se habían equivocado, las expectativas de todo el mundo habían quedado desbaratadas. Cuando terminó el recuento, los laboristas habían obtenido 393 escaños y los conservadores, 210. Los liberales ganaron doce y los comunistas, uno: Stepney. El laborismo contaba con una mayoría aplastante.
A las siete en punto de la tarde, Winston Churchill, el gran líder británico de la guerra, fue al palacio de Buckingham y dimitió como primer ministro.
Daisy recordó una de las burlas de Churchill sobre Attlee: «Un coche vacío se detiene y de él baja Clem». El hombre al que consideraba poco menos que inexistente le había dado una paliza.
A las siete y media, Clement Attlee llegó al palacio en su propio coche, conducido por su esposa, Violet, y el rey Jorge VI le pidió que asumiera el cargo de primer ministro.
En la casa de Nutley Street, después de haber escuchado todos juntos las noticias de la radio, Lloyd se volvió hacia Daisy y dijo:
—Bueno, pues ya está. ¿Podemos casarnos ahora?
—Sí —respondió ella—. En cuanto tú quieras.
La recepción de la boda de Volodia y Zoya se celebró en una de las salas de banquetes más pequeñas del Kremlin.
La guerra con Alemania había terminado, pero la Unión Soviética seguía maltrecha y empobrecida, y una celebración por todo lo alto no habría sido vista con buenos ojos. Zoya tenía un vestido nuevo, pero Volodia llevaba su uniforme. Sin embargo, sí que hubo muchísima comida, y el vodka corrió a raudales.
Los sobrinos de Volodia estaban allí, los mellizos de su hermana, Ania, y el desagradable marido de esta, Ilia Dvorkin. Aún no tenían seis años. Dimka, el pequeño de pelo oscuro, estaba sentado leyendo un libro tranquilamente, mientras que Tania, con sus ojos azules, no dejaba de corretear por la sala, chocando con los muebles y molestando a los invitados; justo lo contrario de lo que se esperaba en cuanto a conducta de niños y niñas.
Zoya estaba tan atractiva vestida de rosa que a Volodia le habría gustado marcharse en aquel mismo instante y llevársela a la cama. Eso no podía hacerlo, desde luego. El círculo de amigos de su padre incluía a algunos de los generales y políticos más influyentes del país, y muchos de ellos habían acudido a brindar por la feliz pareja. Grigori había insinuado que un invitado sumamente distinguido podía estar a punto de llegar: Volodia esperaba que no fuera el depravado jefe del NKVD, Beria.
La felicidad de Volodia no acababa de borrar de su recuerdo los horrores que había visto ni el profundo recelo que empezaba a inspirarle el comunismo soviético. La inenarrable brutalidad de la policía secreta, los garrafales errores de Stalin, que se habían cobrado millones de vidas, y la propaganda que había alentado al Ejército Rojo a comportarse como unas bestias enloquecidas en Alemania… todo ello le había hecho dudar de los principios más fundamentales que le habían inculcado en su educación. Se preguntó con inquietud en qué clase de país crecerían Dimka y Tania, pero ese no era un día para pensar en esas cosas.
La élite soviética estaba de buen humor. Habían ganado la guerra y habían derrotado a Alemania. Japón, su antiguo enemigo, estaba siendo aplastado por Estados Unidos. El descabellado código de honor de los dirigentes japoneses dificultaba que pudieran rendirse, pero ya solo era cuestión de tiempo. Lo trágico era que, mientras ellos siguieran aferrándose a su orgullo, más soldados japoneses y estadounidenses morirían, y más mujeres y niños japoneses se quedarían sin hogar a causa de las bombas; pero el resultado final sería el mismo. Tristemente, parecía que los norteamericanos no podían hacer nada por acelerar el desenlace y evitar muertes innecesarias.
El padre de Volodia, borracho y feliz, dio un discurso.
—El Ejército Rojo ha ocupado Polonia —anunció—. Nunca más será utilizado ese país como trampolín para que Alemania invada Rusia.
Los viejos camaradas profirieron gritos de júbilo y golpearon las mesas.
—En la Europa occidental, los partidos comunistas se ven refrendados por cantidades ingentes de personas, como nunca antes. En las elecciones municipales de París, el pasado mes de marzo, el Partido Comunista se alzó con la mayor parte de los votos. Felicito a los camaradas franceses.
De nuevo hubo exclamaciones de alegría.
—Al pasear hoy la vista por el mundo entero, veo que la Revolución rusa, en la que tantos valientes lucharon y murieron… —Se interrumpió cuando unas lágrimas etílicas asomaron a sus ojos. Un susurro recorrió la sala pidiendo silencio. Grigori se recuperó—. ¡Veo que la revolución nunca ha estado tan segura como lo está hoy!
Todos alzaron las copas.
—¡Por la revolución! ¡Por la revolución! —Y bebieron.
Las puertas se abrieron de golpe y por ellas entró el camarada Stalin.
Todo el mundo se puso en pie.
Tenía el pelo gris y parecía cansado. Ya tenía unos sesenta y cinco años y había estado enfermo: corrían rumores de que había padecido una serie de derrames cerebrales o pequeños ataques cardíacos. Ese día, sin embargo, su ánimo era exultante.