El invierno del mundo (125 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El invierno del mundo
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Un par de electores mencionaron al parlamentario que ocupaba el escaño de Hoxton, un liberal, y dijeron que lo votarían porque los había ayudado a resolver un problema. Solía suceder que la gente acudiera a los miembros del Parlamento cuando sentían que el gobierno, su jefe o un vecino los trataba de forma injusta. Era una labor que quitaba mucho tiempo pero que hacía ganar votos.

En general, Lloyd no podía hacerse una idea de hacia dónde se decantaba la opinión pública.

Solo un votante mencionó a Daisy, un hombre que se acercó a la puerta con la boca llena de comida.

—Buenas tardes, señor Perkinson, me parece que quería usted preguntarme algo.

—Sí, su prometida era fascista —dijo el hombre sin dejar de masticar.

Lloyd supuso que lo había leído en el
Daily Mail
, que había publicado un malicioso artículo sobre ellos dos titulado «El socialista y la vizcondesa».

Asintió con la cabeza.

—El fascismo la engatusó brevemente, como a muchos otros.

—¿Cómo puede casarse un socialista con una fascista?

Lloyd miró en derredor, encontró a Daisy y le hizo una señal.

—El señor Perkinson me pregunta por mi prometida, dice que era fascista.

—Encantada de conocerlo, señor Perkinson. —Daisy le estrechó la mano al hombre—. Entiendo perfectamente su preocupación. Mi primer marido fue fascista en los años treinta, y yo lo apoyé.

Perkinson asintió con aprobación. Seguramente creía que una mujer debía adoptar las mismas opiniones que su marido.

—Qué ingenuos fuimos… —siguió relatando Daisy—. Pero cuando llegó la guerra, mi primer marido se alistó en la RAF y luchó contra los nazis con tanto coraje como el que más.

—¿Es eso cierto?

—El año pasado, sobrevolaba Francia pilotando un Typhoon para bombardear un tren alemán de transporte de tropas, cuando lo abatieron y murió. Así que soy viuda de guerra.

Perkinson tragó la comida que tenía en la boca.

—Lo siento mucho, faltaría más.

Pero Daisy no había terminado:

—En cuanto a mí, viví en Londres toda la guerra y conduje una ambulancia durante el Blitz.

—Fue usted muy valiente, no hay duda.

—Bueno, solo espero que piense que tanto mi difunto marido como yo ya hemos pagado nuestros errores.

—De eso no estoy tan seguro —dijo Perkinson, malhumorado.

—No le robaremos más tiempo —zanjó Lloyd—. Gracias por exponerme sus opiniones. Buenas tardes.

—No creo que lo hayamos convencido —dijo Daisy mientras se marchaban.

—Nunca se les convence —repuso él—, pero ahora ha visto las dos caras de la historia, y puede que eso lo haga ser menos vehemente esta noche, cuando hable de nosotros en el pub.

—Hummm…

Lloyd se dio cuenta de que no la había tranquilizado mucho.

Con la campaña ya casi terminada, esa noche la BBC retransmitiría el primer programa especial de las elecciones, y todos los que trabajaban para algún partido lo estarían escuchando. Churchill tuvo el privilegio de ser el primero en hablar.

—Estoy preocupada —dijo Daisy mientras volvían a casa en autobús—. Para ti soy una carga en estas elecciones.

—Ningún candidato es perfecto —repuso Lloyd—. Lo que importa es cómo gestiona cada cual sus puntos flacos.

—Pero yo no quiero ser tu punto flaco. A lo mejor debería hacerme a un lado.

—Al contrario, quiero que la gente lo sepa todo sobre ti desde el principio. Si eres un obstáculo tan importante, dejaré la política.

—¡No, no! No soportaría pensar que te he obligado a abandonar tus ambiciones.

—No hará falta —dijo él, pero de nuevo vio que no había logrado calmar la inquietud de Daisy.

Ya en Nutley Street, toda la familia Leckwith estaba sentada en la cocina, alrededor de la radio, y Daisy estrechó la mano de Lloyd.

—Venía aquí muchas veces cuando tú no estabas —dijo—. Solíamos escuchar swing y hablar de ti.

Esa idea hizo que Lloyd se sintiera muy afortunado.

Churchill estaba en el aire. Su conocido tono áspero resonaba ya. Durante cinco aciagos años, esa voz había inspirado fuerza, esperanza y valor a la gente. Lloyd flaqueó: incluso él se sentía tentado de votarlo.

«Amigos míos —dijo el primer ministro—, debo decirles que las políticas socialistas abominan de las ideas de libertad de los británicos.»

Bueno, era la cháchara difamatoria de siempre. Todas las ideas nuevas eran tildadas de importaciones extranjeras. Pero ¿qué le ofrecería Churchill a su pueblo? Los laboristas tenían un plan, pero ¿qué proponían los conservadores?

«El socialismo es indisociable del totalitarismo», dijo el primer ministro.

—¿No irá a insinuar que somos lo mismo que los nazis? —comentó Ethel.

—Pues me parece que sí —contestó Bernie—. Dirá que hemos derrotado al enemigo en el extranjero, y que ahora debemos derrotar al enemigo que está entre nosotros. Una táctica conservadora habitual.

—La gente no lo creerá —objetó Ethel.

—¡Chis! —intervino Lloyd.

Churchill seguía con su discurso.

«Un Estado socialista, una vez completamente instaurado en todos sus detalles y todos sus aspectos, no podría permitirse tolerar una oposición.»

—Esto es una vergüenza —dijo Ethel.

«Pero iré aún más lejos —prosiguió Churchill—. Ante ustedes declaro, desde lo más hondo de mi alma, que ningún sistema socialista puede establecerse sin una policía política.»

—¿Una policía política? —repitió Ethel con indignación—. ¿De dónde ha sacado esa bobada?

—En cierto sentido nos viene bien —dijo Bernie—. No encuentra nada que criticar de nuestro programa, o sea que nos ataca por cosas que en realidad no proponemos que se pongan en marcha. Maldito embustero.

—¡Escuchad! —gritó Lloyd.

«Tendrían que recurrir a alguna forma de Gestapo.»

Todos se pusieron en pie de repente, protestando a gritos. La voz del primer ministro quedó silenciada.

—¡Malnacido! —gritó Bernie, agitando un puño hacia la radio de Marconi—. ¡Malnacido, será malnacido!

—¿Consistirá en eso su campaña? —preguntó Ethel cuando se calmaron un poco—. ¿Nada más que mentiras sobre nosotros?

—Está claro que sí, puñetas —dijo Bernie.

—Pero ¿las creerá la gente? —añadió Lloyd.

IV

En el sur de Nuevo México, no muy lejos de El Paso, hay un desierto al que llaman la Jornada del Muerto. Durante todo el día, el sol abrasa sin piedad el espinoso cactus de la mescalina y las hojas de espada de la yuca. Sus habitantes son escorpiones, serpientes de cascabel, urticantes hormigas rojas y tarántulas. Allí, los hombres del proyecto Manhattan probaron el arma más mortífera que la especie humana había concebido jamás.

Greg Peshkov estaba con los científicos, contemplando el experimento a nueve mil metros de distancia. Tenía dos esperanzas: primero, que la bomba funcionase; y segundo, que esos nueve mil metros lo alejasen lo suficiente de ella.

La cuenta atrás dio comienzo a las cinco y nueve minutos de la madrugada (según la hora de guerra, zona de las Rocosas) del lunes 16 de julio. Estaba amaneciendo y en el cielo, al este, se veían vetas doradas.

La prueba recibía el nombre en clave de «Trinity», trinidad. Cuando Greg preguntó por qué, el científico al mando, el judío neoyorquino y de orejas puntiagudas J. Robert Oppenheimer, le citó un verso de John Donne: «Golpea mi corazón, Dios de las tres personas».

«Oppie» era la persona más inteligente que Greg había conocido nunca. Era el físico más brillante de su generación y además hablaba seis idiomas. Había leído
El Capital
de Karl Marx en su original alemán. Estaba aprendiendo sánscrito por diversión. A Greg le caía bien, lo admiraba. La mayoría de los físicos eran unos pazguatos, pero Oppie, igual que el propio Greg, era una excepción: alto, apuesto, encantador, un auténtico rompecorazones.

Oppie había ordenado al Cuerpo de Ingenieros del Ejército que construyera en pleno desierto una torre de treinta metros con puntales de acero sobre una base de cemento. En lo alto había una plataforma de roble, y hasta ella habían subido la bomba el sábado anterior con la ayuda de poleas.

Los científicos nunca usaban el término «bomba». La llamaban «el artefacto». En su núcleo había una bola de plutonio, un metal que no existía en la naturaleza, sino que se creaba como subproducto en las pilas atómicas. La bola pesaba cuatro kilos y medio y contenía todo el plutonio del mundo. Alguien había calculado que valía mil millones de dólares.

Los 32 detonadores que había en la superficie de la bola se dispararían simultáneamente y crearían una presión interior tan alta que el plutonio se volvería aún más denso y alcanzaría niveles críticos.

Nadie sabía muy bien qué sucedería después.

Los científicos habían hecho apuestas, de a un dólar cada uno, sobre la fuerza que alcanzaría la explosión medida en toneladas equivalentes de TNT. Edward Teller había apostado por 45.000 toneladas. Oppie, por 300. El pronóstico oficial hablaba de 20.000 toneladas. La noche anterior, Enrico Fermi había propuesto apostar, además, por si la explosión arrasaría la totalidad del estado de Nuevo México o no. Al general Groves no le había hecho ninguna gracia.

Los científicos habían mantenido una discusión perfectamente seria sobre si la explosión inflamaría toda la atmósfera terrestre y destruiría el planeta, pero habían llegado a la conclusión de que no. Si se equivocaban, lo único que esperaba Greg es que ocurriera deprisa.

El experimento se había programado en un principio para el 4 de julio. Sin embargo, cada vez que probaban un componente, fallaba; así que el gran día se había pospuesto varias veces. De vuelta en Los Álamos, el sábado, una maqueta a la que llamaban la «Copia China», se había negado a hacer explosión. En la porra, Norman Ramsey había apostado por el cero y había puesto su dinero a que la bomba sería un fracaso total.

La detonación de ese día estaba programada para las dos de la madrugada, pero a esa hora se había producido una tormenta eléctrica… ¡en el desierto! La lluvia habría hecho que la radiactividad se precipitase sobre las cabezas de los científicos que estarían observando, así que habían retrasado la prueba.

La tormenta había amainado al alba.

Greg se encontraba en el búnker S-10000, que albergaba la sala de control, pero había salido fuera para ver mejor, igual que casi todos los demás. La esperanza y el miedo competían por dominar su corazón. Si la bomba era un fracaso, el empeño y el esfuerzo de cientos de personas (además de unos dos mil millones de dólares) habrían caído en saco roto. Y si no lo era, puede que acabaran todos muertos al cabo de unos minutos.

Junto a él estaba Wilhelm Frunze, un joven científico alemán al que ya había conocido en Chicago.

—¿Qué habría pasado, Will, si un rayo hubiese alcanzado la bomba?

Frunze se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe.

Una bengala verde salió disparada hacia el cielo y Greg se sobresaltó.

—El aviso de los cinco minutos —informó Frunze.

La seguridad había sido un problema. Santa Fe, la ciudad más cercana a Los Álamos, estaba atestada de agentes del FBI bien vestidos. Apoyados con actitud despreocupada contra las paredes, con sus chaquetas de tweed y sus corbatas, saltaban a la vista a todos los habitantes de la ciudad, que siempre llevaban vaqueros azules y botas de cowboy.

El FBI también había pinchado de manera ilegal los teléfonos de cientos de personas involucradas en el proyecto Manhattan. Eso tenía a Greg perplejo. ¿Cómo podía el principal organismo de salvaguarda de la ley de todo el país cometer actos delictivos de una forma tan sistemática?

Sin embargo, el departamento de seguridad del ejército y el FBI habían identificado a algunos espías y los habían apartado discretamente del proyecto, entre ellos a Barney McHugh. Pero ¿los habrían descubierto a todos? Greg no lo sabía. Groves se había visto obligado a asumir el riesgo. Si hubiese despedido a todo el que señaló el FBI, no le habrían quedado científicos suficientes para acabar de fabricar la bomba.

Por desgracia, la mayoría de los hombres de ciencia eran radicales, socialistas y liberales. Apenas había ningún conservador entre ellos. Además, creían que las verdades descubiertas por la ciencia pertenecían a la humanidad entera, y que no deberían mantenerse en secreto y al servicio de un solo régimen o país. Así que, mientras el gobierno de Estados Unidos mantenía en absoluto secreto aquel gigantesco proyecto, los científicos organizaban grupos de discusión sobre si la tecnología nuclear debía compartirse con todas las naciones del mundo. El propio Oppie era sospechoso: la única razón por la que no estaba afiliado al Partido Comunista era que nunca se hacía miembro de ningún club.

En ese preciso instante estaba tumbado en el suelo junto a su hermano pequeño, Frank, también un físico excepcional y también comunista. Ambos sostenían un trozo de cristal de soldadura a través del cual podrían ver la explosión. Greg y Frunze tenían cristales parecidos. Algunos científicos se habían puesto gafas de sol.

Dispararon otra bengala.

—Un minuto —dijo Frunze.

Greg oyó que Oppie decía:

—Señor, estas cosas pesan en el corazón.

Se preguntó si serían sus últimas palabras.

Greg y Frunze estaban tumbados en el suelo arenoso, cerca de Oppie y de Frank. Todos ellos se habían protegido los ojos con los visores de cristal de soldadura y estaban mirando hacia la zona de pruebas.

Al verse frente a la muerte, Greg pensó en su madre, en su padre y en su hermana Daisy, que estaba en Londres. Se preguntó cuánto lo echarían de menos. Pensó con cierta tristeza en Margaret Cowdry, que lo había dejado plantado por otro tipo que sí estaba dispuesto a casarse con ella. Pero sobre todo pensó en Jacky Jakes y en Georgy, que ya tenía nueve años. A Greg le apasionaba la idea de ver crecer a su hijo. Se dio cuenta de que Georgy era la razón principal por la que deseaba seguir vivo. Ese niño se le había ido metiendo hasta el alma y le había robado todo su amor. La intensidad del sentimiento lo tenía asombrado.

Entonces se oyó resonar un gong, un sonido extrañamente impropio en el desierto.

—Diez segundos.

Greg sintió el impulso de levantarse y echar a correr. Por muy tonta que fuera aquella acción (¿cuánto sería capaz de alejarse en diez segundos?) tuvo que obligarse a seguir tumbado.

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