Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Asomaron por una esquina.
Vieron una sala grande similar a un garaje, con luces muy intensas y sombras definidas. El aire estaba caldeado y se percibía un ligero olor a comida cocinada. En el centro de aquel espacio había un cajón de acero de tamaño suficiente para albergar un automóvil. Una especie de dosel metálico conectaba la parte superior del cajón con el techo. Carla supo que estaba viendo el horno.
Los dos hombres descargaron un cuerpo de la camilla y lo depositaron sobre una cinta transportadora de acero. Römer pulsó un botón que había en la pared. La cinta se puso en movimiento, una portezuela se abrió y el cadáver se introdujo en el horno.
Colocaron el siguiente cuerpo en la cinta.
Carla ya había visto suficiente.
Se dio media vuelta e hizo un gesto a las otras para indicarles que retrocedieran. Frieda tropezó con Ilse, que dejó escapar un grito. Las tres se quedaron petrificadas.
—¿Qué ha sido eso? —oyeron decir a Römer.
—Un fantasma —contestó el otro.
—¡No bromees con esas cosas! —A Römer le temblaba la voz.
—¿Piensas coger de los pies a este fiambre o qué?
—Vale, vale.
Las tres chicas volvieron a toda prisa a la morgue. Al ver el resto de los cuerpos, Carla sintió una intensa punzada de dolor por el hijo de Ada, Kurt. Él también había estado allí, con un apósito en el brazo, y después lo habían arrojado a la cinta transportadora y se habían deshecho de él como si fuese una bolsa de basura. «Pero no te olvidamos, Kurt», pensó.
Salieron al pasillo. Cuando se dirigían a la puerta trasera, oyeron pasos y la voz de frau Schmidt.
—¿Por qué tardarán tanto esos dos?
Apretaron el paso y cruzaron la puerta. La luna iluminaba el parque. Carla alcanzaba a ver los arbustos donde habían ocultado las bicicletas, de las que las separaban unos doscientos metros de césped.
Frieda fue la última en salir y, con las prisas, dejó que la puerta se cerrase de golpe.
Carla intentó pensar deprisa. Era más que probable que frau Schmidt quisiera saber qué había producido ese ruido. No conseguirían llegar a los arbustos antes de que abriese la puerta. Tenían que esconderse.
—¡Por aquí! —susurró Carla, y rodeó corriendo la esquina del edificio. Las otras la siguieron.
Se apretaron de espaldas contra la pared. Carla oyó cómo se abría la puerta. Contuvo el aliento.
Hubo una larga pausa. Luego frau Schmidt masculló algo ininteligible y la puerta volvió a cerrarse con un golpe.
Carla asomó por la esquina. Frau Schmidt ya no estaba.
Las chicas corrieron por el césped y recuperaron las bicicletas.
Las llevaron a pie por el sendero del bosque y salieron a la carretera. Allí encendieron los faros, montaron y se alejaron a toda prisa. Carla se sentía eufórica. ¡Lo habían conseguido!
Sin embargo, mientras se acercaban a la ciudad, el entusiasmo cedió ante consideraciones de carácter más práctico. Exactamente, ¿qué habían conseguido? ¿Qué iban a hacer?
Tenían que decirle a alguien lo que habían visto. No sabía a quién. En cualquier caso, tenían que convencer a alguien. ¿Las creerían? Cuanto más pensaba en ello, menos segura estaba.
—Gracias a Dios que ya ha terminado —dijo Ilse cuando llegaron al albergue y desmontaron—. Nunca había pasado tanto miedo.
—No ha terminado —dijo Carla.
—¿Qué quieres decir?
—Que no terminará hasta que hayamos cerrado ese hospital, y otros por el estilo.
—¿Cómo vamos a conseguirlo?
—Te necesitamos —le dijo Carla—. Tú eres la prueba.
—Temía que dijeses eso.
—¿Vendrás con nosotras mañana a Berlín?
Hubo una larga pausa.
—Sí, iré con vosotras —dijo Ilse al fin.
Volodia Peshkov se alegraba de volver a estar en casa. Moscú se encontraba en el apogeo del verano, soleado y caluroso. El lunes 30 de junio volvió a la sede de los servicios secretos del Ejército Rojo, situados al lado del aeródromo de Jodinka.
Tanto Werner Franck como el espía de Tokio estaban en lo cierto: Alemania invadió la Unión Soviética el 22 de junio. Volodia y todo el personal de la embajada soviética en Berlín habían regresado a Moscú, en barco y en tren. A Volodia le habían dado prioridad y volvió antes que la mayoría; algunos todavía estaban de camino.
Volodia comprendía ahora cuánto lo deprimía Berlín. Los nazis resultaban tediosos con su fariseísmo y su triunfalismo. Eran como un equipo de fútbol después de ganar un partido, cada vez más borrachos y cansinos, negándose a irse a casa. Estaba harto de ellos.
Había quien podía decir que la URSS era parecida, con su policía secreta, su rígida ortodoxia y sus actitudes puritanas ante placeres tan abstractos como la pintura y la moda. Se equivocaban. El comunismo era una obra en construcción, y era normal cometer errores por el camino hacia una sociedad justa. El NKVD, con sus cámaras de tortura, era una aberración, un cáncer en el cuerpo del comunismo. Algún día lo extirparían. Pero probablemente no mientras durase la guerra.
En previsión del estallido de la guerra, hacía mucho tiempo que Volodia había equipado a sus espías de Berlín con radios clandestinas y códigos. Ahora era más primordial que nunca que aquel puñado de valerosos opositores de los nazis siguieran pasando información a los soviéticos. Antes de marcharse había destruido todo registro de sus nombres y sus direcciones, que solo conservaba ya en su memoria.
Había encontrado a sus padres sanos y bien, aunque su padre parecía agobiado: tenía en sus manos la responsabilidad de preparar Moscú para los bombardeos aéreos. Volodia había ido a ver a su hermana, Ania, al esposo de esta, Ilia Dvorkin, y a los mellizos, que ya tenían dieciocho meses, Dimitri, a quien llamaban Dimka, y Tatiana, a quien llamaban Tania. Desgraciadamente, a Volodia el padre de ambos le seguía pareciendo igual de ratonil y deleznable que siempre.
Tras un placentero día en casa y una noche de sueño reparador en su antigua habitación, estaba preparado para volver al trabajo.
Pasó por el detector de metales situado a la entrada de la sede de los servicios secretos. Los conocidos pasillos y escaleras le provocaron cierta nostalgia, pese a su estilo austero y pragmático. Caminando por ellos, casi esperaba que sus compañeros salieran a felicitarle; muchos de ellos debían de saber que había sido él quien había confirmado la Operación Barbarroja. Pero nadie lo hizo; quizá preferían ser discretos.
Accedió a un espacio amplio y abierto donde trabajaban mecanógrafos y archiveros, y habló con la recepcionista, una mujer de mediana edad.
—Hola, Nika. Veo que sigues aquí.
—Buenos días, capitán Peshkov —contestó ella, sin la calidez que él habría esperado—. El coronel Lemítov quiere verlo cuanto antes.
Al igual que el padre de Volodia, Lemítov no había sido lo bastante importante para que le afectase la gran purga llevada a cabo a finales de los años treinta, lo habían ascendido y ocupaba el puesto de su antiguo y desafortunado superior. Volodia no sabía mucho de la purga, pero le costaba creer que tantos veteranos hubiesen sido lo bastante desleales para merecer un castigo. Tampoco sabía en qué había consistido el castigo. Podían estar exiliados en Siberia, o encarcelados, o muertos. Lo único que sabía era que habían desaparecido.
—Ahora ocupa el despacho grande, al final del pasillo principal —añadió Nika.
Volodia cruzó aquel espacio, saludando con la cabeza y sonriendo a un par de conocidos, pero de nuevo tuvo la sensación de que no era el héroe que creía. Llamó a la puerta de Lemítov, con la esperanza de que el jefe pudiera aclararle algo.
—Pase.
Volodia entró, saludó y cerró la puerta.
—Bienvenido, capitán. —Lemítov salió de detrás del escritorio—. Entre usted y yo, debo decirle que hizo un gran trabajo en Berlín. Gracias.
—Es un honor, señor —contestó Volodia—. Pero ¿por qué entre usted y yo?
—Porque contradijo a Stalin. —Alzó una mano adelantándose a una posible protesta—. Stalin no sabe que fue usted, por supuesto. Pero, aun así, después de la purga, por aquí a la gente le inquieta que se la relacione con cualquiera que se salga del camino.
—¿Qué debería haber hecho? —preguntó Volodia, incrédulo—. ¿Mentir diciendo que la información era falsa?
Lemítov sacudió la cabeza con aire comprensivo.
—Hizo lo correcto, no me malinterprete. Y yo lo he protegido. Pero no espere que aquí lo traten como a un paladín.
—De acuerdo —dijo Volodia. Las cosas estaban peor de lo que había imaginado.
—Al menos ahora dispone de despacho propio, tres puertas más allá. Necesitará uno o dos días para ponerse al día.
Volodia dedujo que lo estaba despachando.
—Sí, señor —dijo. Saludó y se marchó.
Su despacho no era lujoso —una sala pequeña sin alfombras—, pero no tenía que compartirlo. Volodia no estaba al corriente del progreso de la invasión alemana, con el trajín de intentar llegar a casa lo antes posible. En aquel momento aparcó la decepción y empezó a leer los informes enviados por los comandantes desde el campo de batalla, referentes a la primera semana de guerra.
Mientras lo hacía, su desolación fue en aumento.
La invasión había encontrado desprevenido al Ejército Rojo.
Parecía imposible, pero las pruebas tapizaban su escritorio.
El 22 de junio, cuando los alemanes atacaron, muchas unidades de avanzada del Ejército Rojo «carecían de munición real».
Eso no era todo. Los aviones soviéticos estaban pulcramente alineados sin camuflaje en los aeródromos, y la Luftwaffe había destruido mil doscientos aparatos en las primeras horas de combate. Se habían enviado unidades para frenar el avance alemán sin armas apropiadas, sin soporte aéreo y sin información secreta sobre las posiciones enemigas, y, en consecuencia, todas habían sido aniquiladas.
Y, lo peor de todo, la orden irrevocable de Stalin al Ejército Rojo era la prohibición de la retirada. Todas las unidades debían luchar mientras quedase un solo soldado en pie, y los oficiales debían quitarse la vida antes que caer prisioneros. A los soldados no se les permitía reagruparse en una posición defensiva nueva y más fuerte. Eso significaba que cada derrota se convertía en una matanza.
En consecuencia, el Ejército Rojo estaba sufriendo una auténtica sangría de hombres y equipamiento.
Stalin había pasado por alto la advertencia del espía de Tokio, y también la confirmación de Werner Franck. Incluso cuando el ataque dio comienzo, Stalin insistió en un principio en que se trataba de una provocación puntual llevada a cabo por oficiales del ejército alemán a espaldas de Hitler, que la zanjaría en cuanto tuviera conocimiento de ella.
Para cuando se hizo incuestionable que no era una provocación sino la invasión de mayores proporciones de la historia bélica, los alemanes habían arrollado ya las posiciones de avanzadilla de los soviéticos. Una semana después habían cubierto casi quinientos kilómetros hacia el interior del territorio soviético.
Era una catástrofe, y Volodia sintió ganas de gritar a los cuatro vientos que podría haberse evitado.
No cabía duda de quién era el responsable. La Unión Soviética era una autocracia. Una sola persona tomaba las decisiones: Iósif Stalin. Y se había equivocado de una forma contumaz, estúpida y desastrosa. Y ahora su país corría un peligro mortal.
Hasta ese momento Volodia había creído que el comunismo soviético era la única ideología válida, solo mancillada por los excesos de la policía secreta, el NKVD. Ahora veía que el fracaso afectaba a la cúpula. Beria y el NKVD únicamente existían porque Stalin lo consentía. Era Stalin quien impedía el avance hacia el verdadero comunismo.
Al final de aquella tarde, mientras contemplaba por la ventana la soleada pista de aterrizaje, reflexionando sobre lo que acababa de saber, Volodia recibió la visita de Kamen. Ambos habían sido tenientes cuatro años antes, cuando acababan de salir de la Academia de los Servicios Secretos del Ejército, y habían compartido despacho con otros dos compañeros. En aquellos tiempos Kamen había sido el payaso que se reía de todos, burlándose osadamente de la beata ortodoxia soviética. Había ganado peso y parecía más serio. Se había dejado un fino bigote negro como el del ministro de Asuntos Exteriores, Mólotov, tal vez para parecer más maduro.
Kamen cerró la puerta y se sentó. Se sacó del bolsillo un juguete, un soldado en miniatura con una llave en la espalda. Le dio cuerda y lo dejó sobre el escritorio de Volodia. El soldado empezó a mover los brazos como si estuviese marchando y el mecanismo produjo un sonido estridente, un traqueteo.
—Nadie ha visto a Stalin en dos días.
Volodia comprendió que la función de aquel soldado mecánico era la de saturar cualquier posible dispositivo de escucha que hubiese oculto en su despacho.
—¿Qué quieres decir con que nadie lo ha visto? —preguntó.
—No ha ido al Kremlin y no contesta al teléfono.
Volodia estaba desconcertado. El gobernante de un país no podía desaparecer sin más.
—¿Qué está haciendo?
—Nadie lo sabe. —El soldado se quedó sin cuerda. Kamen volvió a ponerlo en marcha—. El sábado por la noche, cuando supo que los alemanes habían cercado al Grupo Occidental del Ejército Soviético, dijo: «Todo está perdido. Me rindo. Lenin fundó nuestro Estado y yo lo he echado a perder». Y se fue a Kuntsevo. —Stalin tenía una casa de campo cerca de la ciudad de Kuntsevo, a las afueras de Moscú—. Ayer no se presentó en el Kremlin a mediodía, la hora habitual. Cuando llamaron a Kuntsevo, nadie contestó al teléfono. Hoy, lo mismo.
Volodia se inclinó hacia delante.
—¿Está sufriendo… —su voz se redujo a un susurro— una crisis nerviosa?
Kamen hizo un gesto de impotencia.
—No sería de extrañar. En contra de todas las pruebas de que disponía, insistió en que Alemania no nos atacaría en 1941, y mira ahora.
Volodia asintió. Aquello tenía sentido. Stalin había permitido que se le denominase oficialmente Padre, Maestro, Gran Líder, Transformador de la Naturaleza, Gran Timonel, Genio de la Humanidad y el Mayor Genio de Todos los Tiempos y los Pueblos. Pero había quedado demostrado, incluso para él mismo, que se había equivocado y que todos los demás habían estado en lo cierto. En tales circunstancias, un hombre se suicidaba.
La crisis era incluso peor de lo que Volodia había creído. La Unión Soviética no solo estaba siendo atacada y vencida. También carecía de un dirigente. El país debía de encontrarse en el momento más peligroso desde la revolución.