Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Stalin no solo había vuelto.
Era más fuerte que nunca.
¿Quién iba a tener el coraje de protestar públicamente por lo que estaba sucediendo en Akelberg? Carla y Frieda lo habían presenciado, y contaban con Ilse König como testigo, pero ahora necesitaban un abogado. Ya no había representantes elegidos democráticamente, todos los diputados del Reichstag eran nazis. Tampoco había auténticos periodistas, solo aduladores serviles. Todos los jueces habían sido designados por los nazis y estaban al servicio del gobierno. Carla nunca había sido consciente de la medida en que había vivido protegida por los políticos, los periodistas y los abogados. Sin ellos, comprendía ahora, el gobierno podía hacer cuanto le placiera, incluso matar a personas.
¿A quién podían recurrir? El admirador de Frieda, Heinrich von Kessel, tenía un amigo que era sacerdote católico. «Peter era el chaval más inteligente de mi clase —les había dicho—, pero no el más popular, quizá por su rectitud y su terquedad. Pero creo que os escucharía.»
Carla creía que valía la pena intentarlo. Su pastor protestante las había ayudado hasta que la Gestapo había conseguido aterrarlo y silenciarlo con sus amenazas. Era posible que volviera a ocurrir eso. Pero no sabía qué más podía hacer.
Heinrich acompañó a Carla, Frieda e Ilse a la iglesia de Peter, en Schöneberg, a primera hora de la mañana de un domingo de julio. Heinrich se había puesto un traje negro muy elegante; las tres chicas llevaban el uniforme de enfermera pues parecía inspirar confianza y seriedad. Entraron por una puerta lateral y se dirigieron a una sala pequeña y polvorienta en la que había varias sillas viejas y un armario ropero grande. Allí encontraron al padre Peter solo, rezando. Debía de haberles oído entrar, pero siguió arrodillado un minuto antes de levantarse y darse la vuelta para saludarlos.
Peter era alto, delgado y de facciones discretas, y llevaba el pelo pulcramente cortado. Carla calculó que tendría veintisiete años, si era de la generación de Heinrich. Él los miró con expresión ceñuda, sin molestarse en ocultar su irritación por haber sido importunado.
—Me estoy preparando para la misa —dijo con voz severa—. Me complace verte en la iglesia, Heinrich, pero ahora debéis marcharos. Os veré después.
—Se trata de una emergencia espiritual, Peter —dijo Heinrich—. Siéntate, tenemos que contarte alto importante.
—Difícilmente puede ser más importante que la misa.
—Lo es, Peter, créeme. En cinco minutos me darás la razón.
—Muy bien.
—Esta es mi novia, Frieda Franck.
Carla se sorprendió. ¿Frieda era ahora su novia?
—Mi hermano pequeño nació con espina bífida —dijo Frieda—. Hace unos meses lo trasladaron a un hospital de Akelberg, en Baviera, para someterlo a un tratamiento especial. Poco después recibimos una carta en la que nos informaban que había muerto de apendicitis.
Se volvió hacia Carla, quien prosiguió con el relato.
—Mi criada tenía un hijo que había nacido con una lesión cerebral al que también trasladaron a Akelberg. Recibió una carta idéntica el mismo día.
Peter abrió las manos en un gesto que daba a entender que aquello no le parecía nada extraordinario.
—Ya he sabido de casos similares. Es propaganda antigubernamental. La Iglesia no se inmiscuye en la política.
Menuda patraña, pensó Carla. La Iglesia estaba metida hasta el cuello en la política. Pero prefirió pasar por alto aquel comentario.
—El hijo de mi criada no tenía apéndice —prosiguió—. Se lo habían extirpado dos años antes.
—Por favor —dijo Peter—. ¿Qué demuestra eso?
Carla se sintió descorazonada. Era obvio que Peter se posicionaba contra ellos.
—Espera, Peter. No lo has oído todo. Esta es Ilse. Trabajaba en el hospital de Akelberg.
Peter la miró expectante.
—Me educaron en el catolicismo, padre —dijo Ilse; Carla lo ignoraba—, pero no soy una buena católica —añadió.
—Bueno es Dios, no nosotros, hija mía —dijo Peter, piadosamente.
—Pero sabía que lo que estaba haciendo era pecado. Y aun así lo hice, porque me lo ordenaban, y yo estaba asustada. —Rompió a llorar.
—¿Qué hiciste?
—Matar a gente. Oh, padre, ¿me perdonará Dios?
El sacerdote miró fijamente a la joven enfermera. No podía considerar aquello propaganda; tenía ante sí un alma atormentada. Palideció.
Los otros guardaron silencio. Carla contuvo el aliento.
—Llevan a personas discapacitadas al hospital en autobuses grises —dijo Ilse—. No reciben un tratamiento especial. Les administramos una inyección, y mueren. Después los incineramos. —Alzó la mirada hacia Peter—. ¿Seré perdonada algún día por lo que he hecho?
Él abrió la boca para hablar. Se le atoraron las palabras en la garganta y tosió.
—¿Cuántos? —dijo finalmente con voz tenue.
—Por lo general, cuatro. Autobuses, quiero decir. Suelen llegar unos veinticinco pacientes en cada autobús.
—¿Cien personas?
—Sí. Por semana.
La ufana compostura de Peter se había desvanecido. Tenía la tez pálida y plomiza, y la boca abierta.
—¿Cien personas discapacitadas por semana?
—Sí, padre.
—¿Qué tipo de discapacidades?
—De todo tipo, mentales y físicas. Ancianos seniles, bebés con malformaciones, hombres y mujeres, parapléjicos y retrasados, o sencillamente personas improductivas.
Peter tuvo que repetirlo.
—¿Y el personal del hospital los mata a todos?
Ilse sollozó.
—Lo siento, lo siento, sabía que estaba mal.
Carla observó a Peter. No quedaba ni rastro de su aire altanero y desdeñoso. Se apreciaba en él una notable transformación. Después de escuchar en confesión los pequeños pecados de los prósperos católicos de aquel acaudalado distrito, de pronto se veía enfrentado a la maldad en estado puro. Estaba conmocionado.
Pero ¿qué haría?
Peter se puso en pie. Tomó a Ilse de ambas manos y la ayudó a levantarse de la silla.
—Vuelve a la Iglesia —le dijo—. Confiésate con tu sacerdote. Dios te perdonará. De eso estoy seguro.
—Gracias —susurró ella.
Soltó sus manos y miró a Heinrich.
—No será tan sencillo para los demás —dijo.
Se volvió de espaldas a ellos y se arrodilló para rezar de nuevo.
Carla miró a Heinrich, y este se encogió de hombros. Se levantaron y salieron de la sala. Carla rodeó con un brazo a Ilse, que seguía llorando.
—Nos quedaremos a la misa —dijo Carla—. Quizá quiera volver a hablar con nosotros después.
Entraron en la nave de la iglesia. Ilse finalmente se calmó. Frieda se agarró del brazo de Heinrich. Se sentaron entre la congregación, formada por hombres prósperos, mujeres rollizas y niños revoltosos, todos ellos ataviados con sus mejores galas. Carla pensó que gente como aquella nunca mataría a personas discapacitadas. Aunque su gobierno sí, por el bien de todos ellos. ¿Cómo había llegado a ocurrir algo así?
No sabía qué esperar del padre Peter. Era evidente que había acabado creyéndolos. En un principio había querido despacharlos considerando que sus motivaciones eran políticas, pero la sinceridad de Ilse lo había convencido. Se había quedado horrorizado. Pero no había hecho ninguna promesa, salvo que Dios perdonaría a Ilse.
Carla miró a su alrededor. La decoración de la iglesia era más vistosa y colorida de lo que ella estaba habituada a ver en las iglesias protestantes. Había más estatuas y frescos, más mármol, más doraduras, más leyendas y más cirios. Recordó que protestantes y católicos se habían enfrentado por trivialidades como esas. Qué extraño parecía que en un mundo donde era posible asesinar a niños alguien se preocupase por los cirios.
La misa comenzó. Los sacerdotes entraron con las sotanas; el padre Peter era el más alto. Carla no supo apreciar en su semblante más que una adusta devoción.
Permaneció indiferente a los himnos y las oraciones. Había rezado por su padre, y dos horas después lo había encontrado cruelmente apaleado y moribundo en el suelo de su casa. Lo añoraba todos los días, a veces hora tras hora. Sus rezos no lo habían salvado, ni protegerían a aquellos a quienes el gobierno consideraba inútiles. Se requería acción, no palabras.
Pensar en su padre le hizo acordarse de Erik. Estaba en algún lugar de la Unión Soviética. Había escrito una carta a casa, celebrando exultante el rápido progreso de la invasión, y negándose, furioso, a creer que a Walter lo había matado la Gestapo. Sostenía que, obviamente, a su padre la Gestapo lo había soltado ileso y luego lo habían agredido en la calle criminales, comunistas o judíos. Vivía en una fantasía, más allá de la razón.
¿Sería también el caso del padre Peter?
Peter subió al púlpito. Carla no sabía que iba a pronunciar un sermón. Sintió curiosidad por saber qué diría. ¿Se inspiraría en lo que había descubierto aquella mañana? ¿Hablaría de algo irrelevante, la virtud de la modestia o el pecado de la envidia? ¿O cerraría los ojos y daría las gracias a Dios devotamente por las constantes victorias del ejército alemán en la Unión Soviética?
Se apostó en el púlpito y recorrió la iglesia con una mirada que bien podría haber sido arrogante, orgullosa o desafiante.
—El quinto mandamiento dice: «No matarás».
Carla miró a Heinrich. ¿Qué estaban a punto de oír?
La voz del sacerdote resonó entre las reverberantes piedras de la nave.
—¡Hay un lugar en Akelberg, Baviera, donde nuestro gobierno está contraviniendo ese mandamiento cien veces por semana!
Carla se quedó paralizada. Lo estaba haciendo…, ¡estaba pronunciando un sermón contra el programa! Aquello podía cambiarlo todo.
—Nada importa que las víctimas sean discapacitados, o enfermos mentales, o personas que no pueden comer solas, o parapléjicos. —Peter daba rienda a su cólera—. Tanto los bebés indefensos como los ancianos seniles son hijos de Dios, y sus vidas son tan sagradas como las vuestras o la mía. —El volumen de su voz fue aumentando—. ¡Matarlos es pecado mortal! —Alzó el brazo derecho y cerró la mano en un puño, y su voz tembló de emoción—. Os digo que si no hacemos nada al respecto, seremos tan pecadores como los médicos y las enfermeras que administran esas inyecciones letales. Si guardamos silencio… —Hizo una pausa—. ¡Si guardamos silencio, también seremos asesinos!
El inspector Thomas Macke estaba furioso. Le habían hecho quedar como un idiota a los ojos del superintendente Kringelein y del resto de sus superiores. Él les había asegurado que había soldado la fuga. El secreto de Akelberg —y de hospitales similares situados en diversos lugares del país— estaba a salvo, había dicho. Había localizado a los tres agitadores, Werner Franck, el pastor Ochs y Walter von Ulrich, y, de diferentes formas, los había silenciado a los tres.
Y, aun así, el secreto se había difundido.
El responsable era un sacerdote joven y arrogante llamado Peter.
El padre Peter se encontraba frente a Macke en ese momento, desnudo, atado por las muñecas y los tobillos a una silla fabricada a tal efecto. Sangraba por los oídos, la nariz y la boca, y una capa de vómito le cubría el pecho. Tenía electrodos adheridos a los labios, los pezones y el pene. Una cinta alrededor de la frente impedía que se fracturase el cuello con las convulsiones.
Un médico sentado al lado del sacerdote le auscultaba el corazón con un estetoscopio y parecía vacilante.
—No aguantará mucho más —dijo con total naturalidad.
El sedicioso sermón del padre Peter se había propagado por todas partes. El obispo de Münster, un clérigo mucho más relevante, había pronunciado un sermón similar en el que había denunciado el programa T4 y apelado a Hitler para que salvara a aquellas personas de manos de la Gestapo, dando a entender astutamente que no era posible que el Führer tuviera conocimiento del programa, y ofreciendo así a Hitler un pretexto.
Aquel sermón se había mecanografiado y copiado y pasado de mano en mano por toda Alemania.
La Gestapo había detenido a todo aquel que había encontrado en posesión de una copia, en vano. Era la primera vez en la historia del Tercer Reich en que se producía una protesta pública contra una medida gubernamental.
La represión fue salvaje, pero infructuosa: los duplicados del sermón seguían proliferando, otros clérigos rezaban por los discapacitados e incluso se llevó a cabo una manifestación en Akelberg. El asunto estaba fuera de control.
Y Macke era el culpable.
Se inclinó sobre Peter. El sacerdote tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad, pero estaba consciente.
—¿Quién te habló de Akelberg? —le gritó Macke al oído.
No hubo respuesta.
Peter era la única pista de que disponía Macke. Las indagaciones en la ciudad de Akelberg no habían reportado nada significativo. Reinhold Wagner había hablado de dos chicas que habían visitado el hospital en bicicleta, pero nadie sabía quiénes eran; y corría otro rumor sobre una enfermera que había renunciado de un día para otro, tras enviar una carta en la que decía que iba a casarse de forma precipitada aunque sin especificar con quién. Ninguna de las dos pistas había conducido a nada. En cualquier caso, Macke estaba seguro de que aquella calamidad no podía ser obra de dos crías.
Hizo un gesto afirmativo en dirección al técnico que operaba la máquina, y este accionó un mando.
Peter profirió un grito agónico cuando la corriente eléctrica empezó a recorrer su cuerpo destrozándole los nervios. Se convulsionó como si estuviera sufriendo un ataque y se le erizó el cabello.
El operador desconectó la corriente.
—¡Dime cómo se llama ese hombre! —gritó Macke.
Finalmente, Peter abrió la boca.
Macke se acercó más a él.
—No es un hombre —susurró Peter.
—¡Pues la mujer! ¡Dime cómo se llama!
—Es un ángel.
—¡Maldito seas! —Macke agarró el mando y lo accionó—. ¡Pienso se guir hasta que me lo digas! —bramó mientras Peter se sacudía y gritaba.
La puerta se abrió. Un joven detective asomó por ella, palideció y le hizo señas a Macke para que se acercase.
El técnico desconectó la corriente y los gritos cesaron. El médico se inclinó sobre el pecho de Peter.
—Discúlpeme, inspector Macke —dijo el detective—, pero el superintendente Kringelein le requiere.
—¿Ahora? —repuso Macke, irritado.