Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—Eso ha dicho, señor.
Macke miró al médico, y este se encogió de hombros.
—Es joven —dijo—. Seguirá vivo cuando vuelva.
Macke abandonó la sala y subió las escaleras con el detective. El despacho de Kringelein se encontraba en la primera planta. Macke llamó a la puerta y entró.
—El maldito cura todavía no ha hablado —dijo sin preámbulos—. Necesito más tiempo.
Kringelein era un hombre delgado y con lentes, inteligente pero de voluntad débil. Converso tardío al nazismo, no pertenecía a la élite de las SS. Carecía del fervor de entusiastas como Macke.
—No se moleste más con ese cura —dijo—. Ya no nos interesan los clérigos. Envíelos a un campo y olvídelos.
Macke no daba crédito a lo que acababa de oír.
—¡Pero esa gente ha conspirado para debilitar al Führer!
—Y lo ha conseguido —repuso Kringelein—. Mientras que usted ha fracasado.
Macke sospechaba que Kringelein se complacía de ello secretamente.
—Se ha tomado una decisión en las altas esferas —prosiguió el superintendente—. El Aktion T4 ha sido cancelado.
Macke estaba atónito. Los nazis nunca permitían que sus decisiones estuviesen influidas por los recelos de los ignorantes.
—¡No hemos llegado hasta aquí agachando la cabeza ante la opinión pública! —dijo.
—Pues esta vez vamos a hacerlo.
—¿Por qué?
—El Führer no ha podido explicarme su decisión en persona —contestó Kringelein con sarcasmo—, pero puedo adivinarlo. El programa ha suscitado protestas furiosas en un público por lo general pasivo. Si persistimos en él, nos arriesgamos a que estalle una confrontación abierta con iglesias de todas las fes, algo que no nos conviene. No debemos debilitar la unidad y la determinación del pueblo alemán, en especial ahora que estamos en guerra con la Unión Soviética, por el momento nuestro enemigo más fuerte. De modo que el programa queda cancelado.
—Muy bien, señor —dijo Macke, controlando su cólera—. ¿Algo más?
—Puede irse —dijo Kringelein.
Macke se dirigió a la puerta.
—Macke…
Se volvió.
—¿Sí, señor?
—Cámbiese de camisa.
—¿Cómo?
—La lleva manchada de sangre.
—Sí, señor. Lo lamento, señor.
Macke bajó las escaleras iracundo y con paso firme. Volvió a la sala del sótano. El padre Peter seguía vivo.
—¿Quién te habló de Akelberg? —volvió a bramar, furibundo.
No hubo respuesta.
Activó la corriente a la máxima potencia.
El padre Peter gritó durante largo rato; instantes después, se sumió en un último silencio.
La villa donde vivía la familia Franck se encontraba en un parque. A doscientos metros, sobre un discreto montículo, había una pequeña pagoda abierta por los cuatro costados y con asientos. De niñas, Carla y Frieda habían jugado en ella durante horas fingiendo que era su casa de campo y que celebraban grandes fiestas en las que decenas de sirvientes atendían a sus glamurosos invitados. Tiempo después se convirtió en su lugar predilecto para sentarse a charlar sin que nadie las oyese.
—La primera vez que me senté en este banco no me llegaban los pies al suelo —dijo Carla.
—Me encantaría volver a aquellos tiempos —comentó Frieda.
Era una tarde bochornosa, nublada y húmeda, y las dos llevaban vestidos sin mangas. Se sentían apesadumbradas. El padre Peter había muerto, se había suicidado estando detenido tras caer en la depresión que le había provocado el conocimiento de aquellos crímenes, según la policía. Carla se preguntó si lo habrían torturado, como a su padre. Parecía espantosamente probable.
Los detenidos se contaban por docenas en los calabozos de la policía por toda Alemania. Algunos habían protestado públicamente contra aquellos asesinatos de discapacitados, otros no habían hecho más que distribuir copias del sermón del obispo Von Galen. Carla se preguntaba si los torturarían a todos. Se preguntaba cuánto tiempo eludiría ella aquel sino.
Werner salió de casa con una bandeja y cruzó el jardín hasta la pagoda.
—¿Un poco de limonada, chicas? —preguntó alegremente.
Carla apartó la mirada.
—No, gracias —contestó con frialdad. No entendía cómo podía pretender ser su amigo tras la cobardía de que había dado muestra.
—Yo tampoco —dijo Frieda.
—Espero que no hayamos dejado de ser amigos —dijo Werner, mirando a Carla.
¿Cómo podía dudarlo? Por supuesto que habían dejado de ser amigos.
—El padre Peter ha muerto, Werner —le informó Frieda.
—Posiblemente torturado por la Gestapo —añadió Carla—, porque se negara a aceptar el asesinato de personas como tu hermano. Mi padre ha muerto por el mismo motivo. Muchos otros están en la cárcel o en campos de prisioneros. Pero tú has conservado tu cómodo puesto de trabajo, así que no pasa nada.
Werner parecía herido. Y eso sorprendió a Carla. Había esperado una actitud desafiante, o al menos un gesto de indiferencia. Pero parecía verdaderamente disgustado.
—¿No creéis que cada uno tiene su manera de hacer lo que puede? —dijo.
Era un argumento poco convincente.
—¡Tú no has hecho nada! —replicó Carla.
—Tal vez —contestó él, abatido—. Entonces, ¿no queréis limonada?
Ninguna contestó, y Werner volvió a la casa.
Carla estaba indignada y enfadada, pero no pudo evitar sentirse también algo pesarosa. Antes de saber que Werner era un cobarde, se había embarcado en una relación sentimental con él. Le gustaba mucho, diez veces más que cualquier otro chico al que hubiera besado. No tenía el corazón roto, pero sí sentía una profunda decepción.
Frieda tenía más suerte. Le sobrevino aquel pensamiento al ver a Heinrich salir de la casa. Frieda era sofisticada y divertida, y Heinrich, reflexivo e intenso, pero de algún modo hacían buena pareja.
—¿Sigues enamorada de él? —le preguntó Carla mientras Heinrich aún no podía oírlas.
—Aún no lo sé —contestó Frieda—. Aunque es muy dulce. Lo adoro.
Puede que eso no fuera amor, pensó Carla, pero iba camino de serlo.
Heinrich llegó cargado de noticias.
—Tenía que venir enseguida a decíroslo —dijo—. Mi padre me lo ha contado después de almorzar.
—¿Qué? —preguntó Frieda.
—El gobierno ha cancelado el proyecto. Se llamaba Aktion T4. El asesinato de discapacitados. Están dejando de hacerlo.
—¿Quieres decir que hemos ganado? —preguntó Carla.
Heinrich asintió vigorosamente.
—Mi padre está muy sorprendido. Dice que nunca había visto al Führer ceder ante la opinión pública.
—¡Y nosotros le hemos obligado a hacerlo! —dijo Frieda.
—Gracias a Dios que nadie lo sabe —repuso Heinrich con el mismo fervor.
—¿De verdad van a cerrar los hospitales y a cancelar el programa sin más?
—No exactamente.
—¿A qué te refieres?
—Mi padre dice que están trasladando a todos esos médicos y enfermeras.
—¿Adónde? —preguntó Carla con expresión ceñuda.
—A Rusia —contestó Heinrich.
1941 (II)
El teléfono del escritorio de Greg Peshkov sonó una calurosa mañana de julio. Acababa de terminar su penúltimo año en Harvard y, durante el verano, volvía a realizar prácticas en el Departamento de Estado, en la oficina de prensa. Se le daban muy bien la física y las matemáticas, y superó los exámenes sin esfuerzo, pero no tenía ningún interés en convertirse en científico puesto que su verdadera pasión era la política. Respondió a la llamada.
—Greg Peshkov.
—Buenos días, señor Peshkov. Soy Tom Cranmer.
A Greg se le aceleró un poco el corazón.
—Gracias por devolverme la llamada. Es evidente que se acuerda de mí.
—Hotel Ritz-Carlton, 1935. Es la única vez que han publicado una foto mía en el periódico.
—¿Todavía es el detective del hotel?
—Cambié al ramo del comercio. Ahora soy detective en unos grandes almacenes.
—¿Ha trabajado alguna vez por cuenta propia?
—Por supuesto. ¿En qué está pensando?
—Estoy en mi despacho. Me gustaría que habláramos en privado.
—Trabaja en el Viejo Edificio de la Oficina Ejecutiva, enfrente de la Casa Blanca.
—¿Cómo sabe eso?
—Soy detective.
—Claro.
—Estoy a dos pasos, en el café Aroma, en la esquina de las calles F y Diecinueve.
—Ahora mismo no puedo ir. —Greg miró el reloj—. De hecho, tengo que colgar inmediatamente.
—Esperaré.
—Deme una hora.
Greg se precipitó escaleras abajo, y llegó a la entrada principal justo en el momento en que en la calle se apagaba el ruido del motor de un Rolls-Royce. Un chófer con sobrepeso salió del vehículo y abrió la portezuela trasera. El pasajero que se apeó era alto, delgado y bien parecido, con una gran mata de pelo plateado. Llevaba un traje cruzado de franela gris perla y corte perfecto que lo envolvía con un estilo que solo los sastres de Londres eran capaces de conseguir. Subió los peldaños de granito que daban acceso al colosal edificio mientras el grueso chófer corría tras él con su maletín.
Se trataba de Sumner Welles, subsecretario de Estado, número dos del Departamento de Estado y amigo personal del presidente Roosevelt.
El chófer estaba a punto de entregar el maletín a un ujier del Departamento de Estado cuando Greg se adelantó.
—Buenos días, señor —saludó, y, como quien no quiere la cosa, tomó el maletín de la mano del chófer mientras mantenía la puerta abierta. Luego siguió a Welles hacia el interior del edificio.
Greg consiguió entrar a trabajar en la oficina de prensa gracias a los artículos bien documentados y de redacción fluida que había realizado para el
Harvard Crimson
, pero no tenía ningunas ganas de acabar como agregado de prensa. Sus ambiciones eran mayores.
Admiraba a Sumner Welles, que le recordaba a su padre. Su buena apariencia, sus prendas selectas y su aire cautivador escondían una personalidad implacable. Welles estaba decidido a desbancar a su jefe, el secretario de Estado Cordell Hull, y nunca vacilaba a la hora de actuar a sus espaldas y hablar directamente con el presidente, lo cual sacaba de quicio a Hull. A Greg le resultaba muy estimulante estar tan cerca de alguien que tenía poder y no temía utilizarlo; era lo que a él le gustaría ser.
Welles se había fijado en él. La gente solía fijarse en Greg, en especial cuando él lo propiciaba, pero en el caso de Welles entraba en juego otro factor. Aunque estaba casado (con una heredera y, al parecer, felizmente), sentía debilidad por los jóvenes atractivos.
Greg era heterosexual hasta la médula. En Harvard tenía novia formal, una estudiante de Radcliffe llamada Emily Hardcastle que le había prometido colocarse un dispositivo intrauterino antes de septiembre; y en Washington salía con Rita, la exuberante hija del congresista Lawrence de Texas. Con Welles, bailaba en la cuerda floja. Evitaba todo contacto físico mientras se mostraba lo bastante afable para seguir gozando de su favor. Y siempre trataba de permanecer alejado de él después de la hora del cóctel porque entonces el hombre entrado en años bajaba la guardia y empezaba a poner las manos donde no debía.
En esos momentos los altos cargos estaban acudiendo a la oficina para la reunión de las diez.
—Puedes quedarte, jovencito. Esto contribuirá a tu formación.
Greg estaba emocionadísimo. Se preguntaba si la reunión le brindaría la oportunidad de destacar, puesto que deseaba atraer la atención de los presentes e impresionarlos.
Al cabo de pocos minutos, llegó el senador Dewar con su hijo Woody. Padre e hijo eran desgarbados y tenían la cabeza grande, y llevaban sendos trajes muy parecidos de corte recto confeccionados con una veraniega tela de lino azul marino. Sin embargo, Woody se distinguía de su padre por su vena artística: las fotografías que había realizado para el
Harvard Crimson
le habían valido premios. Woody saludó con la cabeza al primer ayudante de Welles, Bexforth Ross. Debían de conocerse de antemano. Bexforth era un tipo excesivamente pagado de sí mismo que llamaba a Greg «Ruski» a causa de su apellido.
Welles fue el primero en tomar la palabra.
—Tengo que revelarles una información altamente confidencial que no debe comentarse fuera de esta sala. El presidente se reunirá con el primer ministro británico a principios del mes que viene.
Greg estuvo a punto de soltar una exclamación de asombro, pero se contuvo a tiempo.
—¡Estupendo! —dijo Gus Dewar—. ¿Dónde?
—El plan es que se encuentren en un barco en algún punto del Atlántico, por seguridad y también para ahorrarle parte del recorrido a Churchill. El presidente quiere que yo lo acompañe, mientras que el secretario de Estado, Hull, se quedará en Washington para ocuparse del negocio. También quiere que asista usted, Gus.
—Será un honor —dijo Gus—. ¿Cuál es el orden del día?
—Al parecer, los británicos han repelido la amenaza de invasión, pero son demasiado débiles para atacar a los alemanes en el continente europeo; a menos que nosotros les ayudemos. Con ese fin, Churchill nos pedirá que declaremos la guerra a Alemania. Nosotros nos negaremos, por supuesto. Cuando zanjemos eso, el presidente quiere que se firme una declaración de intenciones conjunta.
—Pero no de guerra —dijo Gus.
—No, porque Estados Unidos no está en guerra y no tiene previsto participar en ella. Sin embargo, somos aliados no beligerantes de los británicos, los abastecemos de prácticamente todo lo que necesitan con crédito ilimitado, y, cuando al fin se logre la paz, esperamos tener voto en la forma en que debe gobernarse el mundo en la era posterior a la guerra.
—¿Eso implica un fortalecimiento de la Sociedad de las Naciones? —preguntó Gus. Greg sabía que la idea le atraía, y a Welles también.
—Por eso quería hablar con usted, Gus. Si queremos que nuestro plan se lleve a cabo, tenemos que estar preparados. Tenemos que conseguir que Roosevelt y Churchill se comprometan a ello como parte de la declaración.
—Los dos sabemos que, en teoría, el presidente está a favor, pero le inquieta la opinión pública.
Entró un funcionario y entregó una nota a Bexforth. Este la leyó.
—¡Dios mío! —exclamó.
—¿Qué pasa? —dijo Welles con irritación.
—El Consejo Imperial Japonés se reunió la semana pasada, como ya sabe —dijo Bexforth—. Hemos recibido información secreta sobre las deliberaciones.