El invierno en Lisboa (20 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

BOOK: El invierno en Lisboa
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El cobrador, una mujer con un pañuelo a la cabeza y un hombre de patillas blancas y severa gabardina lo miraban con atenta reprobación. La mujer tenía la cara muy ancha y masticaba algo, examinando con lentitud metódica los zapatos sucios de barro, los faldones de la camisa, la cara congestionada y sudorosa de Biralbo, su mano derecha siempre escondida en el bolsillo del abrigo. Al otro lado de las ventanas góticas la ciudad se ensanchaba y alejaba a medida que el ascensor iba subiendo: plazas blancas como lagos de luz, tenues letreros luminosos sobre los tejados, contra la adivinada oscuridad de la desembocadura del río, edificios encabalgados sobre una colina que culminaba un castillo violentamente alumbrado por reflectores.

Preguntó dónde estaban cuando el ascensor se detuvo: en la ciudad alta, le dijo el cobrador. Salió a un pasadizo donde soplaba el viento, frío del mar como en la cubierta de un buque. Escalinatas y muros de casas abandonadas descendían verticalmente hacia las hondas calles por donde tal vez caminaba todavía Malcolm. Junto a la torre de una iglesia en ruinas había un taxi que le pareció tan extraño e inmóvil como esos insectos que uno sorprende al encender la luz. Pidió al taxista que lo llevara a la estación. Miraba por la ventanilla trasera buscando las luces de otro coche, vigilando los rostros de las esquinas en sombras. Luego la fatiga lo derribó contra el duro respaldo de plástico y deseó que el viaje en el taxi tardara mucho en terminar. Con los ojos entornados se sumergía en la ciudad como en un paisaje submarino, reconociendo lugares, estatuas, letreros de antiguas tiendas o almacenes, el vestíbulo de su hotel, de donde le parecía haber salido mucho tiempo atrás.

Toda Lisboa, me dijo, hasta las estaciones, es un dédalo de escalinatas que nunca acaban de llegar a los lugares más altos, siempre queda sobre quien asciende una cúpula o una torre o una hilera de casas amarillas que son inaccesibles. Por escaleras mecánicas y pasillos de urinarios sórdidos subió a los andenes de donde partía el tren que tomaba todas las mañanas para visitar a Billy Swann.

Un par de veces temió que todavía lo estuvieran siguiendo. Miraba hacia atrás y cualquier mirada era la de un secreto enemigo. En la cantina de la estación final esperó a que no quedara nadie en el andén y bebió un vaso de aguardiente. También temía las miradas de los revisores y de los camareros, adivinaba en ellas y en las palabras que escuchaba a su espalda y no podía entender los signos de una conspiración de la que tal vez no sabría salvarse. Lo miraban, acaso lo reconocían, sospechaban su condición de fugitivo y extranjero. En el espejo de un lavabo le dio miedo su rostro: estaba despeinado y muy pálido y la corbata desceñida le colgaba como un dogal del cuello, pero lo más temible era la extrañeza de esos ojos que ya no miraban como unas horas antes, que parecían al mismo tiempo apiadarse de él y vaticinarle la condenación. «Soy yo», dijo en voz alta, mirando los silenciosos labios que se movían en el espejo, «soy Santiago Biralbo».

Las cosas, sin embargo, los oscuros lugares, las torres cónicas del palacio circundadas por tejados con columnas de humo, el camino en el bosque, mantenían una misteriosa y quieta identidad confirmada por el sigilo de la noche. A la entrada del sanatorio un hombre cargaba bolsas y maletas en un gran automóvil, un taxi reluciente que no se parecía a los viejos taxis de Lisboa. «Oscar», dijo Biralbo: el hombre se volvió hacia él, porque en la oscuridad no lo había reconocido, apoyó delicadamente el contrabajo en el asiento trasero, cuando vio quién era le sonrió, limpiándose la frente con un pañuelo tan blanco en la penumbra como su sonrisa.

—Nos vamos —dijo—. Esta noche. Billy ha decidido que se encuentra mejor. Iba a llamarte a tu hotel. Ya lo conoces, quiere que empecemos a ensayar mañana mismo.

—¿Dónde está?

—Adentro. Despidiéndose de la monja. Temo que se empeñe en regalarle su última botella de whisky.

—¿Es verdad que ya no bebe?

—Zumos de naranja. Dice que está muerto. «Los muertos son abstemios, Oscar.» Eso me dice. Fuma mucho y bebe zumo de naranja.

Oscar le dio la espalda con una cierta brusquedad y siguió acomodando el contrabajo y las maletas en el interior del taxi. Cuando salió de él, Biralbo se apoyaba en la portezuela abierta, mirándolo.

—Oscar, tengo que hacerte una pregunta.

—Desde luego. Se te ha puesto cara de policía.

—¿Quién ha pagado la cuenta del sanatorio? Esta mañana vi una factura. Es carísimo.

—Pregúntaselo a él. —Sin mirar a Biralbo, Oscar se apartó de su cercanía excesiva secándose con el pañuelo el sudor de las manos—. Míralo. Ahí viene.

—Oscar. —Biralbo se puso ante él y lo obligó a detenerse—. Te ordenó que me mintieras, ¿verdad? Te prohibió decirme que Lucrecia había venido…

—¿Ocurre algo aquí? —Alto y frágil, enfundado en su abrigo, con el ala del sombrero justo a la altura de las gafas, con un cigarrillo en los labios y el estuche de la trompeta en la mano, Billy Swann caminaba hacia ellos a espaldas de la luz—. Oscar, ve a decirle al taxista que ya podemos irnos.

—Ahora mismo, Billy. —Oscar obedeció con el alivio de quien ha logrado eludir un castigo. Trataba a Billy Swann con un respeto sagrado que a veces no distinguía del temor.

—Billy —dijo Biralbo, y notó que la voz le temblaba igual que cuando había bebido mucho o después de una noche entera sin dormir—, dime dónde está.

—Tienes mala cara, muchacho. —Billy Swann estaba muy cerca de él, pero Biralbo no veía sus ojos, sólo el brillo de los cristales de las gafas—. Tienes más cara de muerto que yo. ¿No te alegras de verme? El viejo Swann está de vuelta en el reino de los vivos.

—Te estoy preguntando por Lucrecia, Billy. Dime dónde puedo encontrarla. Está en peligro.

Billy Swann quiso apartarlo para entrar en el taxi, pero Biralbo no se movió. Estaba tan oscuro que no podía ver la expresión de su rostro, y eso la hacía más hermética, una pálida oquedad de penumbra bajo el ala del sombrero. Billy Swann sí lo veía a él: las luces del vestíbulo le alumbraban la cara. Dejó en el suelo el estuche de la trompeta, tiró el cigarrillo tras una corta chupada que hizo visible la dura línea de sus labios, se quitó muy despacio los guantes, flexionando los dedos, como si los tuviera entumecidos.

—Debieras ver ahora mismo tu cara, muchacho. Eres tú quien está en peligro.

—No tengo toda la noche, Billy. Debo encontrarla antes que ellos. Quieren matarla. Han estado a punto de matarme a mí.

Oyó una puerta cerrándose y luego voces y pasos sobre la grava del camino. Oscar y el taxista venían hacia ellos.

—Ven con nosotros —dijo Billy Swann—. Te llevaremos a tu hotel.

—Sabes que no voy a ir, Billy. —El taxista ya había arrancado el motor, pero Biralbo no se separaba de la puerta delantera. Tenía frío y un poco de fiebre, una sensación de urgencia y de vértigo—. Dime dónde está Lucrecia.

—Cuando quieras, Billy. —Oscar había asomado su cabeza grande y rizada por la ventanilla y miraba con desconfianza a Biralbo.

—Esa mujer no es buena para ti, muchacho —dijo Billy Swann, haciéndolo a un lado con un gesto terminante. Abrió la portezuela y dejó el estuche en el asiento delantero, ordenando secamente al taxista que no tuviera tanta prisa. Lo hizo en inglés, pero el motor se detuvo—. Tal vez no por culpa suya. Tal vez por algo que hay en ti y que no tiene nada que ver con ella y que te lleva a la destrucción. Algo parecido al whisky o a la heroína. Sé de qué te hablo y tú sabes que lo sé. Me basta con mirar ahora mismo tus ojos. Se parecen a los míos cuando llevo una semana encerrado con una caja de botellas. Sube al taxi. Enciérrate en tu hotel. Tocaremos el día doce y nos iremos de aquí. En cuanto subas al avión será como si nunca hubieras estado en Lisboa.

—No entiendes, Billy, no es por mí. Es por ella. Van a matarla si la encuentran.

Sin quitarse el sombrero Billy Swann se acomodó en el interior del taxi, poniendo sobre sus rodillas el estuche negro de la trompeta. Todavía no cerró. Como para darse tiempo encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia Biralbo.

—Piensas que eres tú quien la ha estado buscando, que el otro día la viste por casualidad en aquel tren. Pero ella te ha buscado otras veces y yo nunca quise que supieras nada. Le prohibí que te viera. Me obedeció porque me tiene miedo, igual que Oscar. ¿Te acuerdas de aquel teatro de Estocolmo donde estuvimos tocando antes de ir a América? Ella estaba allí, entre el público, había viajado desde Lisboa para vernos. Para verte a ti, quiero decir. Y un poco después, en Hamburgo, ella salió de mi camerino cinco minutos antes de que llegaras tú. Fue ella quien me trajo aquí y pagó por adelantado a los médicos. Ahora tiene mucho dinero. Vive sola. Supongo que ahora mismo estará esperándote. Me explicó el modo de llegar a su casa. De esa estación de ahí abajo sale un tren hacia la costa cada veinte minutos. Bájate en la penúltima parada, cuando veas un faro. Debes dejarlo atrás y caminar como media milla, teniendo siempre el mar a tu izquierda. Me dijo que la casa tiene una torre y un jardín rodeado por un muro. Junto a la verja hay un nombre en portugués. No me lo preguntes porque no sé recordar ni una palabra en ese idioma. Casa de los lobos o algo así.


Quinta dos Lobos
—dijo Oscar en la oscuridad—. Yo sí me acuerdo.

Billy Swann cerró la puerta del taxi y siguió mirando impasiblemente a Biralbo mientras subía el cristal de la ventanilla. Por un momento, cuando el conductor maniobraba para enfilar el sendero entre los árboles, le dio plenamente en la cara la luz de una farola. Era una cara flaca y rígida y tan desconocida como si el hombre cuyas facciones no había visto Biralbo mientras lo escuchaba fuera un impostor.

CAPÍTULO XVI

Lo recuerdo hablándome muchas horas seguidas en su habitación del hotel, la última noche, intoxicado de tabaco y palabras, deteniéndose para encender cigarrillos, para beber cortos sorbos de un vaso en el que apenas quedaba un poco de hielo, poseído sin remedio, ya muy tarde, a las tres o a las cuatro de la madrugada, por los lugares y los nombres que tan fríamente había comenzado a invocar, resuelto a seguir hablando hasta que terminara la noche, no sólo esta noche futura de Madrid que ahora compartíamos, sino también la otra, aquella que había regresado en sus palabras para adueñarse de él y de mí como un enemigo embozado. No me contaba una historia, había sido traidoramente atrapado por ella como algunas veces lo atrapaba la música, sin darle aliento ni ocasión de callar o decidir. Pero nada de eso se traslucía en su lenta y serena voz ni en sus ojos, que habían dejado de mirarme, que se mantenían fijos mientras hablaba en la brasa del cigarrillo o en el hielo del vaso o en las cortinas cerradas del balcón que yo de vez en cuando entreabría para comprobar sin alivio que nadie estaba espiándonos desde la otra acera de la calle. Hablaba como refiriéndose a la vida de otro, en el tono neutro y minucioso de quien hace una declaración: tal vez si quiso no detenerse hasta el final fue porque ya sabía que nunca más íbamos a vernos.

—Y entonces —me dijo—, cuando supe dónde estaba Lucrecia, cuando el taxi de Billy Swann se marchó y me quedé solo en el camino del bosque, todo fue igual que siempre, que cuando estaba en San Sebastián y tenía una cita con ella y me parecía que las horas o los minutos que me faltaban para verla iban a ser más largos que mi vida y que el bar o el hotel donde ella me esperaba estaban al otro lado del mundo. Y el mismo miedo también a que se hubiera ido y yo no pudiera encontrarla. Al principio, en San Sebastián, cuando iba en busca suya, miraba todos los taxis que se cruzaban con el mío temiendo que Lucrecia fuera en uno de ellos…

Entendió que era mentira el olvido y que la única verdad, desalojada por él mismo de su conciencia desde que abandonó San Sebastián, se había refugiado en los sueños, donde la voluntad y el rencor no podían alcanzarla, en sueños que le presentaban el antiguo rostro y la invulnerable ternura de Lucrecia tal como los había conocido cinco o seis años atrás, cuando ninguno de los dos había perdido aún el coraje ni el derecho al deseo y a la inocencia. En Estocolmo, en Nueva York, en París, en hoteles extraños donde despertaba, al cabo de semanas enteras sin acordarse de Lucrecia, exaltado o complacido por la presencia de otras mujeres fugaces, había recordado y perdido sueños en los que un tibio dolor iluminaba la felicidad intacta de los mejores días que vivió con ella y los desvanecidos colores que sólo entonces tuvo el mundo. Como en aquellos sueños, ahora él la buscaba y la presentía sin verla en un paisaje de árboles y colinas nocturnas que velozmente lo llevaba hacia el mar. Miraba todas las luces temiendo no ver la del faro a tiempo de bajar del tren. Era más de medianoche y no había ningún viajero en el vagón de Biralbo. El revisor le dijo que faltaban diez minutos para la penúltima estación. Por una ventanilla ovalada veía moverse muy al fondo las barras metálicas del vagón contiguo, donde tampoco parecía viajar nadie. Miró su reloj y no supo calcular cuántos minutos habían pasado desde que habló con el revisor. Iba a ponerse el abrigo cuando vio el rostro de Malcolm en la ventana ovalada del fondo, mirándolo, adherido al cristal.

Se levantó y tenía los músculos entumecidos y le dolían las rodillas. El tren iba tan de prisa que casi no podía mantenerse en pie, tampoco Malcolm, que para guardar el equilibrio permanecía inmóvil separando las piernas mientras la puerta del vagón oscilaba y golpeaba ante él empujada por un viento súbito y frío que llegó hasta Biralbo trayendo el ruido monocorde de las ruedas del tren sobre los raíles y un crujido de madera y articulaciones metálicas que parecían desquiciarse en las curvas. Huyó por el pasillo, asiéndose con las dos manos al filo de los respaldos, quiso abrir la otra puerta del vagón y era imposible y Malcolm se le había acercado tanto que ya podía distinguir el brillo azul de sus ojos. Absurdamente se obstinaba en sacudir la puerta hacia dentro y por eso no lograba abrirla, un frenazo lo impulsó contra ella y se encontró suspendido por el espanto y el vértigo en una plataforma que se movía como abriéndose bajo sus pies, en el vacío, en el espacio entre dos vagones, sobre una oscuridad donde centelleaban y desaparecían los raíles y soplaba un viento que lo traspasaba cortándole la respiración, lanzándolo contra una barandilla que apenas le llegaba a la cintura y en la que alcanzó a sujetarse cuando ya sentía como en un aviso de vómito que iba a ser arrojado sobre los raíles.

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