El invierno en Lisboa (16 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

BOOK: El invierno en Lisboa
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—Hijo de perra —dijo, señalando a Oscar con la uña larga y amarilla de su dedo índice—. Te había prohibido que lo llamaras. Te dije que no quería verlo en Lisboa. Pensabas que iba a morirme, ¿no es cierto? Invitabas a los viejos amigos al entierro de Billy Swann…

Le temblaban ligeramente las manos, más descarnadas que nunca, modeladas por la pura forma de los huesos, igual que sus pómulos y sus sienes y sus tensas quijadas de cadáver, de osamenta transfigurada en parodia del hombre vivo a quien sostuvo. Sólo nervaduras y piel cruzada por venas de alcohólico: parecía que la armadura negra de las gafas formara parte de sus huesos, de lo que quedaría de él cuando llevara muerto mucho tiempo. Pero en sus ojos incrustados como en una ingrata máscara de cartón y en la línea agria de su boca permanecían intactos el orgullo y la burla, la potestad sagrada para la blasfemia y la reprobación, más legítima ahora que nunca, porque miraba la muerte con el mismo desdén con que en otro tiempo había mirado el fracaso.

—De modo que has venido —le dijo a Biralbo, y al abrazarlo se apoyó en él como un boxeador tramposo—. No quisiste tocar conmigo en Lisboa, pero has venido para verme morir.

—Vengo a pedirte trabajo, Billy —dijo Biralbo—. Me ha dicho Oscar que no tienes pianista.

—Lengua de Judas. —Sin quitarse las gafas Billy Swann hundió de nuevo la cabeza entre los almohadones—. Ni batería ni pianista. Nadie quiere tocar con un muerto. ¿Qué hacías en París?

—Leer novelas en la cama. Tú no estás muerto, Billy. Estás más vivo que nosotros.

—Explícale eso a Oscar y a la monja y al médico. Cuando entran aquí se empinan un poco para mirarme, como si ya me vieran en el ataúd.

—Tocaremos juntos el día doce, Billy. Como en Copenhague, como en los viejos tiempos.

—Qué sabes tú de los viejos tiempos, muchacho. Ocurrieron mucho antes de que tú nacieras. Otros murieron en el momento justo y llevan treinta años tocando en el Infierno o dondequiera que mande Dios a la gente como nosotros. Mírame, yo soy una sombra, yo soy un desterrado. No de mi país, sino de aquel tiempo. Los que quedamos fingimos que no hemos muerto, pero es mentira, somos impostores.

—Tú nunca mientes cuando tocas.

—Pero tampoco digo la verdad…

Cuando Billy Swann se echó a reír su cara se contrajo como en un espasmo de dolor. Biralbo recordó las fotografías de sus primeros discos, su perfil de pistolero o de héroe canalla con un mechón reluciente de brillantina entre los ojos. Eso era lo que el tiempo había hecho con su rostro: lo había contraído, hundiéndole la frente sobre la que todavía quedaba un resto de aquel mechón temerario, uniendo en una sola mueca como de cabeza reducida la nariz y la boca y el hendido mentón que casi desaparecía cuando Billy Swann tocaba la trompeta. Pensó que tal vez estaba muerto, pero que nadie lo había doblegado, nadie ni nada, nunca, ni siquiera el alcohol o el olvido.

Llamaron a la puerta. Oscar, que había permanecido junto a ella como un silencioso guardián, la abrió un poco para mirar quién era: en el resquicio apareció la cabeza móvil y alada de la monja, que examinó la habitación como si buscara whisky clandestino. Dijo que era muy tarde, que ya iba siendo hora de que dejasen dormir a mister Swann.

—Yo no duermo nunca, hermana —dijo Billy Swann—. Tráigame un frasco de vino consagrado o pídale al Dios de los católicos que me cure el insomnio.

—Vendré mañana a verte. —Biralbo, que guardaba el miedo infantil a las tocas blancas de las monjas, acató en seguida la obligación de marcharse—. Llámame si necesitas algo. A la hora que sea. Oscar tiene el teléfono de mi hotel.

—No quiero que vengas mañana. —Los ojos de Billy Swann parecían más grandes tras los cristales de las gafas—. Vete de Lisboa, mañana mismo, esta noche. No quiero que te quedes a esperar que me muera. Que se vaya Oscar contigo.

—Tocaremos juntos, Billy. El día doce.

—No querías venir a Lisboa, ¿te acuerdas? —Billy Swann se incorporó, apoyándose en Oscar, sin mirar a Biralbo, como un ciego—. Yo sé que te daba miedo y que por eso me contaste esa mentira de que ibas a tocar en París. No te arrepientas ahora. Sigues teniendo miedo. Hazme caso y márchate y no vuelvas la cabeza.

Pero era Billy Swann quien tenía miedo aquella noche, me dijo Biralbo, miedo a morir o a que alguien viera cómo se moría o a no estar solo en las horas finales de la consumación: miedo no sólo por sí mismo, sino también por Biralbo, quién sabe si únicamente por él, que no debía ver algo que Billy Swann ya había vislumbrado en la habitación de aquel sanatorio en el confín del mundo. Como para salvarlo de un naufragio o de la contaminación de la muerte le exigió que se fuera, y luego cayó sobre la almohada y la monja le subió el embozo y apagó la luz.

Cuando Biralbo llegó a la estación le sorprendió descubrir que sólo eran las nueve de la noche. Pensó que aquellos lugares, el sanatorio, el bosque, la aldea, el castillo de torres cónicas y muros ocultos por la hiedra, eran exclusivamente nocturnos, que nunca llegaba a ellos el amanecer o que se desvanecían como la niebla con la luz del sol. En la cantina bebió un aguardiente de color de ópalo y fumó un cigarrillo mientras esperaba la salida del tren. Con un poco de felicidad y de espanto se sintió perdido y extranjero, más que en Estocolmo o en París, porque los nombres de esas ciudades al menos existen en los mapas. Con la temible soberanía de quien está solo en un país extraño apuró otra copa de aguardiente y subió al tren, sabiendo el estado justo de consciencia que le otorgarían el alcohol, la soledad y el viaje. Dijo Lisboa cuando vio acercarse las luces de la ciudad como se dice el nombre de una mujer a la que uno está besando y que no le conmueve. En una estación que parecía abandonada el tren se detuvo junto a otro que avanzaba en dirección contraria. Sonó el silbato y los dos comenzaron a moverse muy lentamente, con un ruido de metales que chocaban sin ritmo. Biralbo, empujado hacia delante, miró las ventanillas del otro tren, rostros precisos y lejanos que no volvería a ver nunca, que lo miraban a él con una especie de simétrica melancolía. Sola en el último vagón, antes de las luces rojas y de la regresada oscuridad, una mujer fumaba con la cabeza baja, tan absorta en sí misma que ni siquiera había alzado los ojos para mirar hacia afuera cuando su tren se puso en marcha. Llevaba un chaquetón azul oscuro con las solapas levantadas y tenía el pelo muy corto. «Fue por el pelo», me dijo luego Biralbo, «por eso al principio no la reconocí». Inútilmente se puso en pie e hizo señales con la mano al vacío, porque su tren habia ingresado vertiginosamente en un túnel cuando se dio cuenta de que durante un segundo había visto a Lucrecia.

CAPÍTULO XIII

No recordaba cuánto tiempo, cuántas horas o días anduvo como un sonámbulo por las calles y escalinatas de Lisboa, por los callejones sucios y los altos miradores y las plazas con columnas y estatuas de reyes a caballo, entre los grandes almacenes sombríos y los vertederos del puerto, más allá, al otro lado de un puente ilimitado y rojo que cruzaba un río semejante al mar, en arrabales de bloques de edificios que se levantaban como faros o islas en medio de los descampados, en fantasmales estaciones próximas a la ciudad cuyos nombres leía sin lograr acordarse de aquella en la que había visto a Lucrecia. Quería rendir al azar para que se repitiera lo imposible: miraba uno por uno los rostros de todas las mujeres, las que se le cruzaban por la calle, las que pasaban inmóviles tras las ventanillas de los tranvías o de los autobuses, las que iban al fondo de los taxis o se asomaban a una ventana en una calle desierta. Rostros viejos, impasibles, banales, procaces, infinitos gestos y miradas y chaquetones azules que nunca pertenecían a Lucrecia, tan iguales entre sí como las encrucijadas, los zaguanes oscuros, los tejados rojizos y el dédalo de las peores calles de Lisboa. Una fatigada tenacidad a la que en otro tiempo habría llamado desesperación lo impulsaba como el mar a quien ya no tiene fuerzas para seguir nadando, y aun cuando se concedía una tregua y entraba en un café elegía una mesa desde la que pudiera ver la calle, y desde el taxi que a medianoche lo devolvía a su hotel miraba las aceras desiertas de las avenidas y las esquinas alumbradas por rótulos de neón donde se apostaban mujeres solas con los brazos cruzados. Cuando apagaba la luz y se tendía fumando en la cama seguía viendo en la penumbra rostros y calles y multitudes que pasaban ante sus ojos entornados con una silenciosa velocidad como de proyecciones de linterna mágica, y el cansancio no lo dejaba dormir, como si su mirada, ávida de seguir buscando, abandonara el cuerpo inmóvil y vencido sobre la cama y saliera a la ciudad para volver a perderse en ella hasta el final de la noche.

Pero ya no estaba seguro de haber visto a Lucrecia ni de que fuera el amor quien lo obligaba a buscarla. Sumido en ese estado hipnótico de quien camina solo por una ciudad desconocida ni siquiera sabía si la estaba buscando: sólo que noche y día era inmune al sosiego, que en cada uno de los callejones que trepaban por las colinas de Lisboa o se hundían tan abruptamente como desfiladeros había una llamada inflexible y secreta que él no podía desobedecer, que tal vez debió y pudo marcharse cuando Billy Swann se lo ordenó, pero ya era demasiado tarde, como si hubiera perdido el último tren para salir de una ciudad sitiada.

Por las mañanas iba al sanatorio. En vano vigilaba supersticiosamente las ventanillas de los trenes que se cruzaban con el suyo y leía los nombres de las estaciones hasta aprenderlos de memoria. Envuelto en una bata demasiado grande para él y con una manta sobre las rodillas Billy Swann pasaba los días mirando el bosque y la aldea desde la ventana de su habitación y casi nunca hablaba. Sin volverse alzaba la mano para pedir un cigarrillo y luego lo dejaba arder sin llevárselo más de una o dos veces a los labios. Biralbo lo veía de espaldas contra la claridad gris de la ventana, inerte y solo como una estatua en una plaza vacía. De la mano larga y curvada que sostenía el cigarrillo se alzaba verticalmente el humo. La movía un poco para desprender la ceniza que caía a su lado sin que él pareciera darse cuenta, pero si uno se acercaba advertía en los dedos un temblor muy leve que nunca cesaba. Una niebla templada y húmeda de llovizna anegaba el paisaje y hacía que los lugares y las cosas parecieran remotos. Biralbo no recordaba haber visto nunca a Billy Swann tan sereno o tan dócil, tan desasido de todo, incluso de la música y del alcohol. De vez en cuando cantaba algo en voz muy baja, con ensimismada dulzura, versos de antiguas letanías de negros o de canciones de amor, siempre de espaldas, frente a la ventana, con un quebrado hilo de voz, uniendo luego los labios para imitar perezosamente el sonido de una trompeta. La primera mañana, cuando entró a verlo, Biralbo oyó que inventaba extrañas variaciones sobre una melodía que le era al mismo tiempo desconocida y familiar,
Lisboa
. Se quedó junto a la puerta entornada, porque Billy Swann no parecía haber notado su presencia y murmuraba la música como si estuviera solo, señalando quedamente su ritmo con el pie.

—Así que no te has marchado —dijo, sin volverse hacia él, fijo en el cristal de la ventana como en un espejo donde pudiera ver a Biralbo.

—Vi anoche a Lucrecia.

—¿A quién? —Ahora Billy Swann se volvió. Se había afeitado y el pelo escaso y todavía negro relucía de brillantina. Las gafas y la bata le daban un aire de jubilado apacible. Pero esa apariencia era muy pronto desmentida por el fulgor de los ojos y la peculiar tensión de los huesos bajo la piel de los pómulos: Biralbo pensó que así debían brillar las quijadas de un muerto recién afeitado.

—A Lucrecia. No quieras hacerme creer que no te acuerdas de ella.

—La chica de Berlín —dijo Billy Swann en un tono como de pesadumbre o de burla—. ¿Estás seguro de que no viste a un fantasma? Siempre pensé que lo era.

—La vi en un tren que venía hacia aquí.

—¿Me estás preguntando si ha venido a verme?

—Era una posibilidad.

—A nadie más que a ti o a Oscar se le ocurre venir a un sitio como éste. Huele a muerto en los pasillos. ¿No lo has notado? Huele a alcohol, a cloroformo y a flores como en las funerarias de Nueva York. Se oyen gritos por la noche. Tipos atados con correas a las camas que ven cucarachas subiéndoles por las piernas.

—No duró ni un segundo. —Ahora Biralbo estaba de pie junto a Billy Swann y miraba el bosque verde oscuro entre la niebla, las quintas dispersas en el valle, coronadas por columnas de humo, los cobertizos lejanos de la estación. Un tren llegaba a ella, parecía avanzar en silencio—. Tardé un poco en darme cuenta de que la había visto. Se ha cortado el pelo.

—Fue tu imaginación, muchacho. Éste es un país muy raro. Aquí las cosas ocurren de otra manera, como si estuvieran pasando hace años y uno se acordara de ellas.

—Iba en ese tren, Billy, estoy seguro.

—Y eso qué puede importarte. —Billy Swann se quitó lentamente las gafas: lo hacía siempre que deseaba mostrar a alguien toda la intensidad de su desdén—. Te habías curado, ¿no? Hicimos un trato. ¿Te acuerdas? Yo dejaría de beber y tú de lamerte las heridas como un perro.

—Tú no dejaste de beber.

—Lo he hecho ahora. Billy Swann se irá a la tumba más sobrio que un mormón.

—¿Has visto a Lucrecia?

Billy Swann volvió a ponerse las gafas y no lo miró. Miraba atentamente las torres o chimeneas del palacio oscurecidas por la lluvia cuando volvió a hablarle, con una entonación estudiada y neutra, como se habla a un criado, a alguien que uno no ve.

—Si no me crees pregúntale a Oscar. Él no te mentirá. Pregúntale si me ha visitado algún fantasma.

«Pero el único fantasma no era Lucrecia, sino yo», me dijo Biralbo más de un año después, la última noche que nos vimos, recostado en la cama de su hotel de Madrid, impúdica y serenamente ebrio de whisky, tan lúcido y ajeno a todo como si hablara ante un espejo: él era quien casi no existía, quien se iba borrando en el curso de sus caminatas por Lisboa como el recuerdo de una cara que hemos visto una sola vez. También Oscar negó que una mujer hubiera visitado a Billy Swann: seguro, le dijo, él no había faltado nunca de allí, la habría visto, por qué iba a mentirle. De nuevo bajó solo por el sendero del bosque y bebió en la estación mientras esperaba el tren de regreso a Lisboa, mirando la cal rosada de los muros y las arcadas blancas del sanatorio, pensando en la extraña quietud de Billy Swann, que permanecería inmóvil tras uno de aquellos ventanales, casi sintiendo su vigilancia y su reprobación igual que recordaba el modo en que su voz había murmurado las notas de la canción escrita por Biralbo mucho antes de llegar a Lisboa.

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